EL GATO DE DRAGÓ
GERARDO TECÉ
La vajilla en la mudanza y el muerto en la prensa son material de difícil gestión. Si uno tira de excesiva prudencia y respeto hacia el fallecido ilustre, acabará ahogado en un mar de tópicos vacíos sin haber dicho nada. Si, por el contrario, se arriesga a meterse en faena, las sombras del muerto acabarán apareciendo, dejando al vivo que escribe el obituario como un cabrón irrespetuoso con quien ya no puede defenderse. Un callejón sin salida que debería llevar a plantear la erradicación inmediata de las necrológicas en los medios de comunicación. Más allá de la esquela, sólo en aquellos casos en los que el muerto nos done la posibilidad de hablar de cosas más interesantes que su propia vida y obra, el asunto merecerá la pena. Es el caso de Fernando Sánchez Dragó.
Como no hay mejor
homenaje que hacer lo que al protagonista más le hubiera gustado, hablaré de mí
mismo. Dragó fue la primera persona a la que entrevisté. Allá por 2004, Dragó
había alcanzado gran presencia pública tras años presentando en televisión
Negro sobre Blanco, un programa de literatura de La2 que fue, probablemente, el
mayor y único acierto de la era Aznar. Un enriquecedor espacio en el que
Sánchez Dragó aprovechaba la presencia del invitado de la semana para, a cambio
de dejarle hablar un rato, ir colando sus historias de innumerables viajes
exóticos y experiencias vitales. Quizá las infinitas ganas de hablar le
llevaron a decir que sí a la propuesta de ser entrevistado por unos chavales
que habían montado una revista digital desconocida y de andar por casa que era
en realidad una tapadera para acceder a personajes interesantes. Libros,
viajes, peligro. Fue su respuesta a una de esas ñoñas y absurdas preguntas
adolescentes del tipo defínase usted con tres palabras. Una hora después de
haber acabado la entrevista, se ve que se quedó dándole vueltas al asunto
–dándose vueltas a sí mismo–, llamó por teléfono para pedir que cambiásemos
peligro por riesgo. Es que no es lo mismo, me explicó los matices con una larga
disertación a la que ya no pude atender demasiado, mitad porque una hora de
Dragó había sido excesivo para un adolescente, mitad porque, mientras me
hablaba, mis compañeros me hacían gestos preguntando qué coño pasaba.
Libertad, según él, era experimentar con la pederastia
Aquel Dragó se
acababa de enfrentar a la Iglesia. Tras la publicación de su Carta de Jesús al
Papa –libro en el que uno sospechaba que el personaje de Jesús, en realidad,
era el propio Dragó– fue vetado por la COPE, radio en la que, hasta la
publicación del libro, era colaborador habitual. A los curas no les gustó
porque no les gusta la libertad de expresión, decía mientras reivindicaba su
propia figura como la de un idealista, un amante de la vida, un exluchador
antifranquista adicto a la libertad… Y de libertad es de lo que un obituario
sobre la muerte de Dragó debería hablar.
Dragó fue capaz de
definir muchas cosas, pero nunca supo definir la libertad. Seguramente porque,
como a muchos hombres blancos occidentales de vidas acomodadas les pasa –en eso
fue uno más por muchas piruetas que hiciese intentando mostrarse único y
diferente–, confundió libertad con su libertad. Hasta tal punto que iba
presumiendo por ahí de haber mantenido relaciones sexuales con niñas menores de
edad. Si los años desinhiben, imaginen a quien viene desinhibido de fábrica.
Libertad, según él, era experimentar con la pederastia. Pensamiento no
domesticado para una ultraderecha acostumbrada a recoger como referentes
intelectuales los descartes que el pensamiento progresista abandona por faltos
de moral. Que el Dragó que décadas atrás se enfrentaba a los convencionalismos
de la mentalidad religiosa pasase sus últimos días militando con quienes añoran
el viejo mundo es una gran noticia que nos habla de libertades conquistadas. Si
Dragó, que siempre fue coherente en su intento de mostrarse diferente a la
sociedad, pasó sus últimos tiempos señalando al pensamiento progresista como
enemigo de la libertad, quiere decir que el respeto a las libertades de los
colectivos vulnerables es hoy hegemónico en la sociedad. Que la cultura de la
cancelación no es más que el reproche social contra quienes no aceptan que los
nuevos valores vigentes consisten en la defensa y respeto hacia quienes nunca
fueron defendidos ni respetados. Cosa que se parece más a la libertad que
señores mayores quejándose de que el mundo ha cambiado.
Hoy sabemos que
Dragó nunca supo definir lo que era la libertad porque, aunque alimentó mucho
el músculo, abandonó el hemisferio cerebral de la empatía a su suerte. Una
suerte que acabó en encefalograma plano recogido por el pensamiento retrógrado
con entusiasmo para ponerle colofón a un obituario que quizá hubiera merecido
un final más amable que el de un intelectual sin escrúpulos abrazado a los
enemigos de la libertad de los demás. Como Dragó hubiera insistido en hacer en
vida, volveré a hablar de mí mismo. Mi segunda entrevista, para la misma
revista amateur y casera, fue a Julio Anguita. Un tipo que sí usó el cerebro
para abstraerse de sí mismo. Alguien que sí supo definir en vida lo que era la
libertad. Libertad, decía, es eso a lo que puede empezar a aspirar quien ya
tiene asegurado un techo y comida que llevarse a la boca. Sin eso, la libertad
no es posible. Incluso el gato de Dragó, hasta las cejas de Friskies y LSD,
estaría de acuerdo.
La vajilla en la
mudanza y el muerto en la prensa son material de difícil gestión. Si uno tira
de excesiva prudencia y respeto hacia el fallecido ilustre, acabará ahogado en
un mar de tópicos vacíos sin haber dicho nada. Si, por el contrario, se
arriesga a meterse en faena, las sombras del muerto...
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