JESUCRISTO Y NIETZSCHE, DOS MANDATOS IMPOSIBLES
Nietzsche, el gran defensor del Anticristo, compite muy
dignamente en ponérselo difícil a los pobres humanos. Esta es su invitación:
vive como si quisieras repetir eternamente cada momento de tu existencia. El
súperhombre celebraría todo lo que le sucede con alegría y entusiasmo. Todo.
TERE
MALDONADO
Friedrich Nietzsche
Cualquiera que tenga una mínima noción de historia de la filosofía occidental y de las religiones del libro sabe que Jesucristo y Nietzsche están en las antípodas. Dicho con más precisión: el cristianismo y Nietzsche son los que están en los extremos opuestos. Por lo que se ve, a Nietzsche Jesús le merecía más respeto que el cristianismo, que no le merecía ninguno. Fue Pablo de Tarso el que estructuró y estableció el cristianismo como religión, no Jesucristo, y la filosofía de Nietzsche se organiza en buena medida como programa crítico contra el cristianismo paulino.
Los evangelios de
Lucas y de Marcos dan cuenta de un mandato atribuido a Jesús, uno de las más
duros que pueden hacerse: si te golpean en una mejilla, ofréceles la otra. O
dando incluso un pasito más: ama a tus enemigos. Esta es la invitación, casi
nada. Por lo visto, para Jesús, amar a quien nos ama es demasiado fácil,
demasiado evidente. Si lo pensamos un poco, querer a quien nos quiere puede
tener un tufillo perruno y servil. El filósofo alemán se ponía enfermo hasta la
náusea solo con oír algo así. Para él, humillarse ante alguien, y no digamos
ante quien nos agrede, es lo que constituye un comportamiento perruno (con
perdón de los perros). El Sermón de la Montaña está en el punto de mira exacto
de su dinamita: ¿Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el
reino de los cielos? ¿Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la
tierra? ¿En serio? Debe ser una broma.
El requerimiento de
Jesús provoca que nuestro mundo estalle en pedazos. Porque enemigo es ese al
que odiamos; por definición, alguien a quien no podemos querer. Por eso es
enemigo. Si lo amáramos, no lo sería, no podría ser nuestro enemigo. Pero esta
exigencia de Jesús esconde, de forma oblicua, otra más suave: no tengas
enemigos. Vale, no es conveniente tener muchos enemigos, esto es más
comprensible, podemos estar de acuerdo. Aunque no sea siempre fácil, por
prudencia, podemos procurar no tener enemigos, o tener los menos posibles. Pero
si alguien es mi enemigo de facto, no me pidas que lo ame. Es una imposibilidad
metafísica.
La otra mejilla
Qué decir de
ofrecer la otra mejilla a quien nos agrede. Me reconoceréis que tiene algo de
antinatural, de enfermizo, de desequilibrado. Responder ante una agresión
defendiéndonos o por lo menos protegiéndonos (es decir, no exponiéndonos más)
es algo automático y reflejo, instintivo casi. No solo eso: ¿qué padre o qué
madre dice a su criatura que, si le pegan en el patio del colegio, ponga la
otra mejilla? ¿No pensaríamos que está mal de la cabeza? ¿Se toma alguien en
serio ese mandato? ¿Puede alguien tomárselo en serio? ¿Lo hacen los cristianos?
Y el propio Jesús, ¿defendería eso mismo en el ámbito social o en el político?
No se trata solo de no violencia, sino de poner la otra mejilla… ¡anda ya!
Al lado de este
mandamiento imposible de cumplir, Nietzsche, el gran defensor del Anticristo,
compite muy dignamente en ponérselo difícil a los pobres humanos, nada más que
humanos. Esta es su invitación: vive como si quisieras repetir eternamente cada
momento de tu existencia. Y añade, ¿cómo te sentirías si esta vida, tal como la
estás viviendo ahora y como la has vivido en el pasado, sin cambiar
absolutamente nada, volvieras a vivirla un número infinito de veces? Esta es su
propuesta: no desear que nada sea diferente, en el pasado, en el futuro y en
toda la eternidad. No es casual que una tarea de esta altura haya correspondido
al súperhombre (en la estela de Jesús Mosterín, yo diría mejor el “superhumán”,
pero no sé Nietzsche). El súperhombre (tu hombre ideal, Friedrich, no nos
engañemos; cuesta mucho escapar del ideal platónico que tanto odias) viviría su
vida, una y otra vez, sin arrepentirse de ninguna decisión tomada. Celebraría
todo lo que le sucede con alegría y entusiasmo. Todo.
Bien: ¿quién está
en disposición de querer que se repitan todos y cada uno de los episodios de su
vida? ¿Quién no cambiaría (pondría, quitaría) algo al menos? ¿Quién no se
arrepiente de alguna decisión? (y no empecemos con la matraca de que el
arrepentimiento no sirve para nada, muchas cosas no sirven aparentemente para
nada, pero ahí están; y sí, a veces nos arrepentimos cuando ya es demasiado
tarde, cuando ya no sirve para nada). ¿Quién no ha cantado sola y borracha The
boulevard of broken dreams? ¿Quién no ha sentido melancolía por lo que pudo
haber sido pero nunca llegó a ser? ¿Cuántos caminos no recorreremos, cuántas
copas no beberemos, cuántos bailes nos perderemos (quizá por no estar
invitadas), cuántos mares no surcaremos, cuántos libros no leeremos, en cuántas
camas no retozaremos… aunque nos habría gustado de veras?
Se perciben claros
rastros del estoicismo en la invitación de Nietzsche, él mismo lo señala. Y
digo yo ¿no está todo esto muy cerca de la resignación cristiana?
Se perciben claros
rastros del estoicismo en la invitación de Nietzsche, él mismo lo señala. El
estoicismo proclama el amor fati, el amor al destino, a lo que sucede. El
estoico Epicteto nos dice que no deseemos que las cosas sean como queremos,
sino que las deseemos como son.
Y digo yo ¿no está
todo esto muy cerca de la resignación cristiana? Seguramente vendrán los
especialistas y nos dirán que no es lo mismo. Pero el estoicismo tuvo mucha
influencia en el cristianismo triunfante de los primeros siglos. Por ejemplo,
por medio de la idea de que las cadenas externas no importan: nacer esclavo,
como el propio Epicteto, o llegar a emperador, como Marco Aurelio (también
filósofo estoico) es irrelevante, lo que cuenta es ser dueño de uno mismo (idea
que se ha podido usar para neutralizar la lucha política contra la injusticia).
También para Pablo era irrelevante ser esclavo o libre… (judío o griego, hombre
o mujer, porque “todos sois uno en Cristo”).
Los caminos del
pensamiento son laberínticos, están llenos de conexiones inesperadas y de
recovecos. Coges una ruta que va supuestamente hacia allá y, sin darte cuenta,
estás volviendo para acá.
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