8 DE MARZO
JOSÉ
LUIS RODRÍGUEZ ZAPATERO
Imagen del Día Internacional de la Mujer. Foto de archivo: EFE
Estamos lejos aún de reparar la brecha salarial, y la de las pensiones; hay ámbitos de clara influencia social, como lo es la empresa o la educación superior en algunas de sus ramas, donde el protagonismo de las mujeres es todavía injustificadamente débil; hay cargas que siguen asumiendo ellas sin suficiente visibilidad y reconocimiento social, como en el mundo preñado de sensibilidad de los cuidados; y, sobre todo, persiste con cifras inaceptables la violencia de género, el machismo criminal, a pesar del sistema de respuesta y prevención institucional alzado frente a él desde 2004 (produce casi pavor imaginar a qué estaríamos asistiendo en su ausencia).
Sí, se han
producido avances indiscutibles en las últimas décadas, pero queda mucho por
hacer: el 8M tiene pleno sentido.
Porque, no puedo
dejar de recordarlo cada vez que se me invita a reflexionar sobre la igualdad
real y efectiva entre mujeres y hombres, estamos ante una rectificación histórica
que apenas ocupa un minuto en el milenario devenir de la humanidad, la
rectificación de una realidad que está presente desde la prehistoria, desde que
tenemos los primeros vestigios de los comportamientos sociales.
Se trata de una
discriminación que, hasta hace relativamente poco pues, parecía verdaderamente
inevitable, eterna, y que no solo ha sido, es, la más antigua y duradera, sino
también la que ha perjudicado a un mayor número de seres humanos, a la mitad de
la población a lo largo de las innumerables generaciones, y que se nos muestra
tan ominosa o injusta como la más aborrecible de las dominaciones, y tan
insidiosa, porque ha condicionado la evolución de la sociedad toda, frenando su
perfeccionamiento cívico y moral.
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Y es que no está en
cuestión solo la necesidad de seguir avanzando, como ha hecho el Gobierno de
España recientemente con la Ley de Representación Paritaria, que emprendió su
camino ayer en el Consejo de Ministros, para hacer efectivos algunos de los
principios que consagrara hace ya más de 15 años la Ley de igualdad, sino la de
preservar lo conseguido: cómo no evocar aquí que solo, al parecer, en un
momento próximo por llegar dejará de pesar, al fin, sobre la ley de salud
sexual y reproductiva, y de la interrupción voluntaria del embarazo, de 2010,
la sombra de una eventual inconstitucionalidad...
Es decir, no
podemos dejar de pensar un solo día en todas las mujeres que siguen muriendo a
manos de sus parejas, en las trabajadoras que siguen rompiendo poco a poco el
techo de cristal que les impide progresar en su trabajo, maniatadas por una
conciliación de la vida laboral y personal deficiente y sin recursos
suficientes para los cuidados, y en las mujeres con discapacidades que luchan
cada día, ellas particularmente, frente a los obstáculos a su desarrollo y a su
felicidad.
No podemos dejar de
pensar ni un solo día tampoco en todas las niñas que han visto su educación y
aspiraciones truncadas por el fanatismo en Afganistán, pero también por la
pandemia, la pobreza y la guerra en tantos puntos del mundo, o en las mujeres
iraníes víctimas del fundamentalismo religioso. Porque la discriminación de
género nos compromete en cualquiera de sus formas y allá donde se produzca.
Y proclamemos, una
vez más, el efecto irradiante, benéfico, de los avances en igualdad de género.
Como si se tratase de un hilo que hilvana las diversas políticas sociales, la
igualdad de las mujeres alcanza a toda ellas dotándolas de efectividad: a la
educación, a la sanidad, a la dependencia...
Hay quien cree que
el movimiento feminista es ya tan mayoritario en la sociedad española que por
fuerza ha de ser plural, diverso, apto incluso para expresar en su seno
abiertas discrepancias. Que ello sería muestra de su éxito. Pueda que sea o
deba ser así, un fenómeno a acoger sin dramatismo, con naturalidad.
Pero no debería
ignorarse lo que, en mi opinión, es una constatación: que los logros obtenidos
hasta ahora por este movimiento son difícilmente concebibles sin la unidad con
que él se ha expresado, unidad para ser tan fuerte e intolerante frente al
machismo como a la vez solidario en su interior y generoso en su proyección en
favor de otras conquistas de derechos.
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