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sábado, 26 de febrero de 2022

QUÉ TRISTE ES MIRAR LA GUERRA

 

QUÉ TRISTE ES MIRAR LA GUERRA

Mientras las redes debaten sobre si hay violencia justa, sobre si el clamor del no a la guerra se ha convertido en un lema vacío y pobretón, yo pienso en aquella niña mutilada en Irak y en que la paz debe ser un fin en sí mismo

VANESA JIMÉNEZ

Un edificio de apartamentos bombardeado en Kharkiv (Ucrania) en el primer día de ataque ruso.

Mirar la guerra es lo más triste del mundo. No ni ná. Porque cuando miras se ve lo que está, pero también, y sobre todo, se ve un mundo que no queremos asumir, uno que habitan millones de personas en el planeta. De pronto, una sola imagen contiene el dolor absoluto e infinito. Mirar hoy una fotografía de Kiev es ver Siria, Libia, Yemen, Etiopía, Mozambique, Palestina, Afganistán… Se ve la guerra, y las guerras. Se ve la violencia, siempre extrema. Se ve que los finales están ahí, no siempre al final. Se ve la muerte, aunque no esté en la foto.

 

Putin ha invadido Ucrania y comienzan a llegar las primeras imágenes. Aún son del antes. O del ahora que todavía no es lo que será. Contemplamos la normalidad interrumpida. La cotidianidad rota. Emilio Morenatti, premio Pulitzer por sus fotografías de la pandemia, hermano de mi amigo Miguel Ángel, otro talento con la cámara, está en la capital ucraniana como fotoperiodista de Associated Press. Mientras escribo esto, observo las fotografías que ha publicado en su cuenta de Twitter. La vista aérea de una gran avenida con los cuatro carriles de salida llenos de coches; el atasco de los que huyen de la ciudad. Un área acordonada por la policía después de “un aparente ataque ruso”. Una mujer sentada en el suelo junto a su hija pequeña recostada, ambas esperan rodeadas de maletas el tren que las saque de Kiev. Otra mujer que quizá también espera el mismo tren, desolada entre la multitud. Otra mujer, a través de la ventanilla del autobús en el que huye, sostiene a un bebé que le toca la cara. Una pareja que se besa antes de que ella suba a un autobús y se separen. Una cola de hombres y mujeres que aguardan su turno con garrafas vacías para comprar agua en una tienda.

 

Las mismas fotografías, exactamente iguales, sacadas del contexto bélico, no provocarían tanta turbación, ni tanta pena, ni tanto enfado. Pero sabemos que estamos mirando la guerra, y cuando miras la guerra, también ves el negocio y a los culpables. En 2021, segundo año de la pandemia de covid, las ventas de las 100 mayores compañías de armamento del mundo crecieron un 1,3%. Estados Unidos seguía a la cabeza: sus empresas concentraron el 54% de las ventas totales. La industria bélica no conoce las crisis, siempre hay un tirano como Putin dispuesto a alimentar el capital de propios y ajenos. En la categoría de ajenos de las guerras recuerden a Halliburton, la empresa petrolera y de servicios que dirigió el vicepresidente de Estados Unidos, Dick Cheney. En aquellos años hizo negocios con Irak, Irán y Libia.

 

Las guerras están, pero no siempre las vemos. Habitualmente, los medios de comunicación muestran las que tenemos más cerca, o en la que estamos nosotros. Vemos Ucrania y vimos Irak. No veremos Etiopía ni Yemen. Por eso a veces necesitamos poner dimensión a las tragedias. Algunos datos recogidos por Amnistía Internacional: cada tres segundos, una persona sufre desplazamiento forzado en el mundo, lo que se traduce en 20 nuevas personas desplazadas cada minuto; en Sudán del Sur, 2,86 millones de personas están desplazadas como consecuencia de la persecución, el conflicto, la violencia o las violaciones de derechos humanos; 6,1 millones de personas están desplazadas internamente en Siria a causa de la violencia; en Yemen, 24,3 millones de personas necesitan ayuda humanitaria, más de 12 millones son niñas y niños; casi 80 millones personas en el mundo se encuentran desplazadas de su hogar como consecuencia de la persecución, el conflicto, la violencia o las violaciones de derechos humanos.

 

De la invasión de Estados Unidos a Irak, de la que en menos de un mes se cumplen 19 años, y en la que el presidente Aznar protagonizó junto a Bush y Blair el funesto trío de las Azores –es el único de los tres que no ha pedido perdón por las mentiras que llevaron a esa guerra–, recuerdo una fotografía. Era la de una niña de unos ocho o nueve años, con una pierna mutilada en la explosión de una bomba que acababa de producirse en un mercado. Iba en brazos de un hombre mayor. Aquella niña pasó a integrar las estadísticas de los daños colaterales –maldito sea quien inventó esa expresión– de aquella guerra. Y también pasó a ocupar un lugar eterno en mi memoria. Ella es para mí la guerra.

 

Por eso hoy, que veo en las redes debates sobre si hay guerras justas, sobre si hay ética en la violencia, sobre si el clamor del no a la guerra se ha convertido en un lema vacío, propio de una izquierda precaria y resignada, yo pienso en aquella niña casi muerta y en que la paz debe ser un fin en sí mismo, un objetivo mayúsculo. Y pienso también en las gentes que han puesto su cuerpo en Rusia para protestar contra la invasión. Y en tantas otras personas que en este momento, en cualquier lugar de Ucrania, tienen miedo. Y en las que morirán porque hemos creado un sistema que necesita alimentar a sus monstruos.

 

No hay guerras justas. Los que las alientan nunca se manchan las manos. Malditas sean las guerras y los canallas que las hacen. No ni ná.

 

Como coda les dejo el discurso que pronunció Dominique de Villepin, entonces ministro de Asuntos Exteriores francés, ante la ONU el 14 de febrero de 2003, y que publicamos en CTXT en noviembre de 2015. Llevaba por título “La guerra es siempre la constatación de un fracaso”. Y en él se puede leer: “En este templo de las Naciones Unidas, somos los guardianes de un ideal, somos los guardianes de una conciencia. Nuestra gran responsabilidad y nuestro inmenso honor deben llevarnos a dar prioridad al desarme en la paz”. En España quizá no lo sepamos, pero hay otras derechas, democráticas. 

 

Seis días después de aquel discurso, Estados Unidos invadió Irak. Años después, diversas instituciones estudiaron las muertes provocadas por el conflicto. La conclusión, que se repite, es trágica: entre 2003 y 2011, la invasión y el posterior conflicto provocaron más de 460.000 muertes. El 60% se produjeron como causa directa de la violencia y el resto se debieron al colapso de las infraestructuras

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