EL
ABRAZO DEL OCÉANO (RELATO)
AGUSTIN GAJATE
Aquella tarde el cielo se mostraba especialmente gris. A las distantes nubes altas se había sumado una densa calima que podía masticarse y que dejaba al Sol como un espectro fantasmal muy alejado de su cotidiana percepción como Astro Rey. La tradicional ventolera y las olas que bañaban la Playa del Cercado habían desaparecido, como también los nadadores, los futbolistas ocasionales, los jugadores de pala aficionados y los caminantes de orilla que gustaban de pisar la arena mojada, aunque todavía quedaban parejas que enamoraban entre las rocas y grupos de familiares y amigos que aprovechaban para beber algo en los chiringuitos cercanos al aparcamiento reconvertido en paseo.
El fatal
destino había reunido ese día, en una esquina cercana al acantilado de Los
Órganos y donde comienza el pequeño malecón que protege la playa de las
corrientes del norte, a varias decenas de personas unidas en el dolor por la
pérdida de un ser querido de muchas maneras y en ocasiones contradictorias, de
un hombre de la mar que ayudó a mucha gente de la tierra a superar tiempos
difíciles, que salvó vidas sin ser médico o bombero, que trató de cambiar el
curso de los acontecimientos desde el valor de unos principios que no estaban
en venta, aunque durante su vida fue capaz de vender tanto lo conocido y
demandado como lo inimaginable.
Capaz
también de entenderse y llegar a tratos con personas de idiomas impracticables,
de subir a bordo tanto de sueños e ilusiones como de oxidados desastres y
chatarras flotantes, de esperar el momento oportuno para cerrar un buen
acuerdo, de avistar un negocio donde los demás no atisbaban ni tan siquiera una
mísera oportunidad, de actuar sobre escenarios en representaciones teatrales,
de rescatar del olvido y la destrucción testimonios materiales de una identidad
perseguida, valiosas piezas de museo procedentes de una sociedad y una cultura machacadas
durante siglos para tratar de reducirla a escombros, pero que siempre conseguía
emerger y asombrar al mundo como Ave Fénix que resurge de entre los muertos que
permanecen vivos en la memoria colectiva.
El
infortunio lo sorprendió solo en su casa, alejada del mar de su labor
cotidiana, en el interior de un hermoso valle angosto entre las montañas de
Anaga. La parca lo visitó sin un motivo aparente, sin la invitación de una
enfermedad que la excusara, sin barquero y sin monedas, con la alevosía de poder
disponer de la vida de cualquiera sin contemplaciones ni la posibilidad de
pronunciar unas últimas palabras de partida, dar un último consejo, expresar un
deseo, ofrecer una bendición o proferir una improcedente maldición dentro de un
mundo ya suficientemente maldito por ambiciones y codicias desmedidas.
Desde las
alturas bajaron su cuerpo entero inerte, pero llegó días después a la orilla
convertido en cenizas en brazos de su familia, que junto a sus fieles amigos y
otros acompañantes se dispusieron a rendirle un sencillo pero sentido homenaje
de despedida. La brisa sopló suave y silenciosa para permitir que ondearan
algunas banderas y se escuchara la voz de quienes tomaron la palabra, entre
lágrimas que brotaban contra la voluntad de sus ojos, labios que temblaban al
pronunciar sentimientos, gargantas que entrecortaban las frases y emociones que
se transmitían tanto con sonidos como con los silencios que acabaron por
imponerse, ante la imposibilidad de describir todo lo que se quería pero no se
podía expresar en aquel entrañable pero efímero instante.
Llegado el
momento, el manso océano comenzó a agitarse para sentirse también partícipe del
homenaje. Cuando la urna fue lanzada al agua, las cenizas volaron al encuentro
de la ola que acudía presta a abrazar los livianos restos materiales de aquel
hombre que había pasado a formar parte de los recuerdos imborrables de muchas
personas, de su forma de ser y de afrontar la vida.
Entre
aplausos y el clamor de los bucios, la mar se llevó lo que quedaba de uno de
sus compañeros predilectos durante décadas, cumpliendo un antiguo trato nunca
rubricado de respeto mutuo, al que sólo tienen acceso unos pocos privilegiados
bautizados con el salitre y la maresía de la virtud.
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