UNA VACUNA PARA EL DISCURSO DE ODIO
El
mejor antídoto contra el odio es el rechazo social. Solo con el esfuerzo
conjunto de explicar y de escuchar podremos combatir esta lacra que legitima la
discriminación contra las personas LGTBI
FRANCISCO PEÑA DÍAZ
Carroza en favor de la ley tras en el Orgullo de Buenos Aires
A lo largo de este
2021 que ya se acerca a su fin, la violencia y la discriminación contra el
colectivo LGTBI han estado más presentes en el debate público que en mucho
tiempo. Sin duda, una de las cuestiones que más ha atraído la atención de
medios, activistas y partidos políticos han sido los discursos de odio. Esta
atención ha estado, por lo general, muy centrada en un solo aspecto de los
discursos de odio: su represión. Sin embargo, ¿no sería más adecuado trabajar
para evitar que se produzcan, en lugar de destinar todos nuestros esfuerzos a
exigir su castigo? Esta pregunta, que me he hecho a mí mismo muchas veces en el
último año, está en el origen de este artículo.
Pero antes, si
pretendemos formular una respuesta que vaya más allá del castigo, es necesario
dar con una definición del discurso de odio distinta de la que contiene el
Código Penal. Instituciones internacionales como el Alto Comisionado de las
Naciones Unidas para los Derechos Humanos o la Comisión Europea contra el
Racismo y la Intolerancia han tratado de esbozar otros conceptos. En resumen,
podríamos entender como discurso de odio toda forma de comunicación que ataque
o utilice un lenguaje peyorativo o discriminatorio contra una persona o grupo
basándose en una serie de características protegidas, como el sexo, la
orientación sexual, la identidad de género, el origen o la discapacidad. Entre
esas “formas de comunicación” podríamos incluir, junto a otras, la humillación,
el menosprecio, el acoso, la difusión de estereotipos negativos o bulos, las
amenazas…
En definitiva, el
discurso de odio englobaría una gran cantidad de conductas dirigidas a reforzar
la dominación sobre personas que han sido históricamente estigmatizadas y discriminadas.
Se trata de un abanico tan amplio que supera los límites razonables del Código
Penal, pues rige el principio de intervención mínima: el Estado debe castigar
únicamente las conductas más peligrosas y lesivas. Por tanto, aunque yo utilice
una definición tan amplia, no busco que todas las expresiones que incluye sean
castigadas. Todo lo contrario. Es más, mi intención es que planteemos
respuestas al discurso de odio que no impliquen recurrir a la maquinaria
sancionadora del Estado. Y ello porque el enfoque esencialmente punitivo que se
ha seguido hasta ahora no está dando resultado.
Por supuesto, hay
discursos de odio que sí merecen ser castigados como delito, y así lo han
entendido las principales instituciones internacionales defensoras de los derechos
humanos. Sin embargo, es necesario tener en cuenta ciertos límites a la
respuesta punitiva a este fenómeno para que sea compatible con los derechos
humanos. En primer lugar, y como ya he mencionado, el Derecho penal debe
reservarse para las conductas más graves. No cualquier discurso de odio puede
ser castigado como delito (o, saliendo del ámbito penal, como infracción
administrativa). En segundo lugar, debe tenerse en cuenta el contexto que rodea
al discurso de odio, incluyendo su potencial difusión, la audiencia a la que va
dirigido o las características del emisor. Un mensaje en un grupo familiar de
Whatsapp que rece “fuera maricas de nuestros barrios” es repugnante, pero no es
delictivo. Si esa misma consigna la grita un grupo de varias decenas de personas
en pleno barrio de Chueca un domingo por la tarde, la conclusión podría ser
diferente.
Finalmente, y en
tercer lugar, el castigo debe ser proporcional. Tanto las penas de prisión que
prevé el Código Penal como las elevadísimas multas incluidas en algunas leyes
que sancionan los discursos de odio generan dudas en este sentido, hasta el
punto de que, en la práctica, las hacen inaplicables. Si el castigo para
cualquier discurso de odio es desproporcionado, pocos discursos de odio
recibirán una respuesta punitiva (lo que, probablemente, incluye algunos que la
merecerían). Si obviamos la necesidad de confrontar los discursos de odio
también desde otros enfoques, estaremos renunciando a acabar con ellos. A la
vez, estaremos contribuyendo a la pérdida de confianza en la justicia, y,
especialmente, entre los grupos a los que se pretende proteger, que ven cómo
quienes generan un clima de hostilidad y violencia contra ellos actúan
impunemente. (aunque, por supuesto, en esto influyan otros factores, como la ignorancia
sobre cuestiones de diversidad sexual y
de género en parte de la judicatura, que se resiste a admitir que “maricón” es
un insulto homófobo, por ejemplo).
De modo que es
necesario poner la vista más allá del castigo y explorar otras respuestas al discurso
de odio que se centren en su prevención. Aunque parece claro que algunos
discursos especialmente peligrosos (por incitar a la violencia contra grupos
vulnerables), o, incluso, algunos menos graves conlleven algún tipo de pena o
sanción (proporcional), creo que la prioridad de los poderes públicos debe ser
evitar que los discursos de odio se produzcan, se difundan y, sobre todo, se
legitimen como un elemento más del debate público.
Una idea que se ha
repetido mucho durante los últimos meses es que los discursos de odio son la
antesala de los delitos de odio. No obstante, creo que no podemos perder de
vista otro efecto pernicioso de estos discursos: coartan la libertad de
expresión de los grupos a los que atacan. Tenemos ejemplos tan recientes como sangrantes.
La oleada de transfobia que lleva ya años desatada en medios y redes sociales
de España, y de la que se ha hecho eco incluso el Consejo de Europa, ha
empujado a muchas personas trans a mantener un perfil bajo o, incluso,
abandonar espacios como Twitter para protegerse. También, las conocidas “zonas
libres de LGTBI” de Polonia, que fuerzan a las personas LGTBI al ostracismo y
la invisibilidad.
Por encima de todo,
el discurso de odio busca silenciar a los grupos discriminados para reforzar el
dominio sobre ellos. Por tanto, el primer paso para enfrentarlo es promover y
reforzar la libertad de expresión de las personas que son señaladas. Es decir,
deben desarrollarse políticas públicas encaminadas a generar las condiciones
propicias para que estos grupos puedan expresarse libremente y de forma segura.
Se trata de darles el altavoz y la visibilidad necesarios para rebatir las
mentiras que se difunden sobre ellos, mostrar sus realidades y presentar sus
reivindicaciones. Por ejemplo, garantizándoles espacios en los medios de
comunicación públicos (programas, especiales, etc.), como ya se hace en varias
emisoras de radio estatales y autonómicas.
Todo el corpus
normativo de la educación debe incluir entre sus pilares la lucha contra los
discursos de odio
Otro punto esencial
es, por supuesto, incidir de forma específica en la educación, en la formación
de la ciudadanía del futuro. Leyes, reglamentos, protocolos… todo el corpus
normativo de la educación debe incluir entre sus pilares la lucha contra los discursos
de odio. No es casualidad que las fuerzas reaccionarias, tanto en España como
en el resto del mundo, ataquen con fiereza la educación en la diversidad.
Medidas como el pin parental propuesto por VOX o las leyes de censura
anti-LGTBI aprobadas en Rusia, Hungría o algunos estados de Estados Unidos
pretenden impedir que las nuevas generaciones destierren los prejuicios de las
anteriores. Además, la educación en diversidad es esencial no sólo para
prevenir los discursos de odio, sino para atajar el tan extendido acoso escolar
a menores LGTBI.
De acuerdo con lo
que recomiendan organizaciones de la sociedad civil como Article 19, otro punto
en el que se debe trabajar es la autorregulación, especialmente de partidos
políticos, sindicatos, medios de comunicación o federaciones deportivas. Los
códigos de conducta de estas organizaciones deben incluir un compromiso real y
eficaz de combatir los discursos de odio que se produzcan en su seno. Más
compleja está demostrando ser la regulación de contenidos por parte de las
grandes redes sociales, como Twitter o Facebook. Aunque parece claro que deben
regir unas normas de convivencia en el uso de estas redes, y que su
incumplimiento pueda acarrear la suspensión de la cuenta, ceder todo el poder
de decisión a estas gigantescas compañías no acaba de ser una buena solución.
Especialmente, cuando son el vehículo utilizado por miles de millones de
personas para ejercer su derecho a la libertad de expresión.
No obstante, todas
estas medidas deben ir acompañadas de la mejor respuesta ante los discursos de
odio: el rechazo social. Afortunadamente, tenemos ejemplos recientes en los que
la mayoría de la población ha manifestado su repulsa ante la LGTBIfobia. Así
ocurrió con la manifestación neonazi que discurrió por las calles de Chueca al
grito de “fuera maricas de nuestros barrios”. Sin embargo, no siempre es así.
Con más frecuencia de la que debería, la LGTBIfobia prácticamente solo tiene
una respuesta contundente desde el propio colectivo LGTBI. Por ejemplo, cuando
tantas personas salieron en defensa de una conocida feminista que había acusado
reiteradamente al activismo LGTBI de promover la pedofilia, como si su
trayectoria le concediera carta blanca para difundir tan repugnantes ideas.
Como explica Lucía
Lijtmaer en su recomendable Ofendiditos: sobre la criminalización de la
protesta, en los últimos años se han popularizado términos que buscan
ridiculizar y deslegitimar la protesta. Si criticamos las palabras de un cargo
público por explotar la ignorancia, el rechazo o el miedo latentes contra las
personas LGTBI, no somos “ofendiditos”, sino una ciudadanía que ejerce su
prerrogativa de controlar a quienes ocupan el poder. Tampoco existe la llamada
“cultura de la cancelación”, sino un derecho a expresar libremente el
desacuerdo, también con quienes se creen inmunes ante la crítica por pertenecer
a la élite cultural o económica.
En definitiva, la
respuesta a los discursos de odio debe partir de una intención genuina de
escuchar a sus víctimas. La mayoría de los discursos LGTBIfóbicos no adoptan la
forma de una manifestación neonazi que grita “fuera maricas de nuestros
barrios”. Al contrario. Con frecuencia, aparecen disfrazados, camuflados bajo
objetivos legítimos como la protección a la infancia, la protección a las
familias o la lucha contra la violencia que sufren las mujeres. Por eso es
esencial escuchar a quienes señalan y señalamos la instrumentalización de esas
y otras causas para difundir odio. Solo con ese esfuerzo conjunto de explicar y
de escuchar podremos combatir esta lacra que legitima y perpetúa la
discriminación contra las personas LGTBI. No hay mejor vacuna para los
discursos de odio que la condena social.
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