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domingo, 5 de diciembre de 2021

4.000 ULTRAS CONTRA 1.000 MARICONES

 

4.000 ULTRAS CONTRA 1.000 MARICONES

Masculinidad tradicional y nacionalismo se conjugan en Europa del Este para impulsar la homofobia

NURIA ALABAO

La policía escolta la primera marcha del Orgullo en Bialystok (Polonia) en 2019, amenazada por una gran contramanifestación.

En los últimos años en Europa hemos visto incrementarse el poder de la extrema derecha y de los fundamentalismos religiosos. En un artículo pasado hablábamos de cómo esto implica el aumento de las agresiones a activistas feministas y LGTBIQ, sobre todo en el Este. En esta región, la disolución de la URSS –1991– creó las condiciones para un renacer de los nacionalismos de preguerras: anticomunistas, antifeministas, autoritarios e incluso con rasgos directamente neofascistas. La consecuencia fue el aumento de la homofobia y los ataques y la violencia contra las personas LGTBIQ, como se concluye en la investigación Retando al futuro: ataques a la democracia en Europa y América Latina que he coordinado junto a Diana Granados y que ha sido impulsada por los fondos de mujeres Calala y Lunaria.

 

La llegada de algunos de esos partidos ultras al poder –como Fidesz en Hungría o el Partido Ley y Justicia (PiS) en Polonia– ha dado legitimidad y presencia pública a discursos abiertamente homófobos. De hecho, en Polonia, estos temas han tenido un papel relevante incluso en los últimos procesos electorales. Su presidente, Andrzej Duda, declaró que “LGTB no es gente, es una ideología” aún más destructiva ”que el comunismo” mientras hacía campaña para la reelección el año pasado. Estos ataques se han vuelto habituales en los medios de comunicación en estos países, lo que afecta a la vida cotidiana de las activistas LGTBIQ/feministas que sufren también agresiones físicas, hostigamientos y amenazas.

 

La llegada de partidos ultras al poder –como Fidesz en Hungría o el Partido Ley y Justicia (PiS) en Polonia– ha dado legitimidad y presencia pública a discursos abiertamente homófobos

 

En este caldo de cultivo están aumentado los delitos de odio y se aprueban nuevas leyes que implican frenos o retrocesos. La reciente modificación de la constitución húngara para imposibilitar el matrimonio homosexual, la adopción por parte de parejas LGTBIQ –también prohibida en Polonia– o los derechos trans es uno de los ejemplos más evidentes. Este mismo año también se han prohibido los contenidos dirigidos a menores que “promuevan la homosexualidad”, para impedir la educación sexual específicamente, aunque esta norma podría afectar a cualquier contenido susceptible de llegar a los niños. En Rusia ya existe una ley “contra la propaganda homosexual” del año 2013, aprobada por Putin para “de proteger a los niños de la información que aboga por la negación de los valores familiares tradicionales”.

 

En Polonia, por ahora, se ha frenado una propuesta parecida que tenía el nombre “Stop Pedofilia”, pero sus gobernantes no se quedan atrás en propuestas homófobas. Desde el 2019, unos 100 municipios polacos se han declarado oficialmente “zonas libres de LGTB”, con el objetivo de proteger a los niños y las familias de la “propaganda homosexual” y la “degeneración moral”. Esto ha desatado una confrontación en la UE, ya que la Comisión Europea ha amenazado con poner trabas a los fondos de ayuda regional si no se respetaban los derechos LGTBIQ y el gobierno polaco lo ha calificado de “terrorismo económico”.

 

Violencia ultra en la calle

 

Estas guerras culturales de alta intensidad están alimentando un clima de violencia, en el que los elementos ultraderechistas se envalentonan. En muchos países de la región, es cada vez más complicado ejercer el derecho de manifestación. Cuando se generan respuestas sociales por parte de la sociedad civil que implican confrontar estos ataques, a menudo se utilizan los mecanismos estatales para reprimirlas con dureza, o son las fuerzas de choque de la extrema derecha –postfascistas o directamente neonazis– las que salen a la calle para asaltar con violencia a las activistas, según el Fondo Feminista polaco.

 

Un ejemplo claro es el de las manifestaciones del Orgullo o protestas públicas. Desde Bulgaria, destacan que desde hace algunos años existe una campaña constante contra el Orgullo de Sofía que además ha ido acompañada de ataques a las sedes de activistas LGTBIQ –como la sucedida en el Rainbow Hub de la capital. De hecho, como explica el Fondo Búlgaro de las Mujeres, todas las organizaciones progresistas y de derechos humanos sufren campañas negativas en los medios, ataques en las redes sociales y ataques personales.

 

Aunque en Rusia, o en otros países como Ucrania, han tenido que enfrentar contramanifestaciones ultras de forma habitual, hoy se extienden a lugares en los que no eran habituales. En Polonia, en julio del 2019, la primera marcha por la igualdad LGTBIQ de Białystok –de unos mil manifestantes– tuvo que ser protegida por un cordón policial que les separaba de unos 4.000 hinchas ultras de fútbol de ideología nacionalista. Estos grupos de extrema derecha, arrojaron piedras, ladrillos y botellas de vidrio a la manifestación y agredieron a los manifestantes. También gritaron cosas como: “Dios, honor y patria”, “Bialystok libre de pervertidos” o “¡fuera maricones!” Esta manifestación supuso un punto de inflexión en la historia reciente del país donde había habido delitos de odio, pero no este tipo de violencia en protestas públicas, según Slava Melnyk, de la Campaña Contra la Homofobia. Después de esta, se produjeron otros casos de contramanifestaciones ultra, como la de Lublin –en septiembre– donde participaron neonazis y se llegó a desactivar una bomba casera.

 

Evidentemente en todos los países no se produce la misma intensidad de los ataques, aunque sí se percibe un incremento a medida que el activismo homófobo conecta con el conservadurismo social. Aunque en general las visiones conservadoras retroceden entre los jóvenes y en una parte de la sociedad, otros segmentos se radicalizan, de modo que se produce una polarización. Así, aunque la homofobia tienda a disminuir, las confrontaciones públicas son más virulentas que antes de la emergencia de las extremas derechas. En algunos de estos lugares se han creado incluso nuevas organizaciones de tipo movimentista que luchan contra los derechos las personas LGTBIQ+, como las ucranianas All Together! Public Movement o movimientos como Love Against Homosexualism.

 

Aunque en general las visiones conservadoras retroceden entre los jóvenes y en una parte de la sociedad, otros segmentos se radicalizan, de modo que se produce una polarización

 

Según indican las encuestas, en Europa del Este hay una tendencia mayoritaria a mantener puntos de vista tradicionales sobre las cuestiones sociales y los derechos de las mujeres y LGTBIQ. La religión, además, es un componente importante de la identidad nacional. (Esto no sucede en la República Checa, un país menos conservador, ni en Letonia o Estonia, que son más laicos.) En la región, la mayoría de los encuestados dice oponerse al matrimonio igualitario y la homosexualidad es ampliamente rechazada. Lo más revelador de estos datos surge cuando se cruzan con el nacionalismo, ya que existe una correlación entre nacionalismo y puntos de vista conservadores sobre las normas de género y la homosexualidad. A más nacionalismo, más conservadurismo. Por ejemplo, aquellos que en perciben su cultura como superior son más propensos a decir que la homosexualidad es inmoral, según esta encuesta del Pew Research Center.

Nacionalismo y religión la combinación ganadora

Este vínculo entre nacionalismo y conservadurismo es un marco promovido desde el poder. Tanto el presidente húngaro Viktor Orban, como Vladimir Putin, se han erigido en líderes ideológicos y promotores de las iniciativas “profamilia” –es decir, antiderechos–, contra la “tiranía” de Bruselas y lo que ellos identifican como la corriente liberal occidental. De hecho, Rusia utiliza la promoción de los valores conservadores y familiaristas como parte de su estrategia intervencionista en la región y para recuperar influencia política frente a la UE. El papel de las iglesias, ya sean católica u ortodoxa, también es relevante en el aumento de la homofobia en la región. En el caso de Rusia, tras el fin de la URSS, se produjo una alianza estratégica entre el Estado y la Iglesia Ortodoxa como garante de los “valores tradicionales” frente a los “valores occidentales”.

 

En el nacionalismo ruso se identifica gay con “agente extranjero” en una especie de mímica discursiva de lo que fue la obsesión estalinista en su búsqueda del enemigo interior, el traidor supuestamente aliado al imperialismo estadounidense. Recordemos la vieja acusación de “cosmopolita” y la consideración de la homosexualidad como “un estilo de vida burgués y degenerado”. Hoy, un espejo deformado de esta era transforma a las disidencias sexuales en aliados de la Unión Europea, en una “perversión” importada que “no forma parte de las tradiciones rusas” y que se opone a la soberanía nacional, en la versión política de estas narrativas. Mientras que, siguiendo las fake news y el pánico moral que acompaña a estas campañas, los homosexuales también son los “pederastas que vienen a pervertir a nuestros niños”. Según el filósofo Igor Kon, estas ideas han prendido fuertemente en una parte de la población empobrecida y marginada por las consecuencias de la transición a la democracia capitalista rusa.

 

A partir del gobierno Putin, en los albores del milenio, la vieja homofobia rusa se reactivó –durante el estalinismo estaba penada con trabajos forzados y la homosexualidad no se despenalizó hasta la disolución de la URSS en el 93–. A mediados de los 2000, los activistas LGTBIQ empezaron a ser acosados por las autoridades civiles y eclesiásticas, como explica aquí Igor Kon. La marcha del Orgullo moscovita no solo lleva prohibida desde el 2006 sino que esta prohibición se ha extendido cien años más, según la absurda norma en curso. Rusia también fue el primer país en promulgar una la ley “contra la propaganda homosexual” en el 2013, con el propósito “de proteger a los niños de la información que niega los valores familiares tradicionales”.

 

Hay un elemento que parece crucial en el crecimiento de las agresiones, y es el auge de organizaciones neofascistas que se inspiran en paradigmas militares. La institución militar todavía tiene mucho peso en Rusia, y también el ideal masculino que esta promueve, –¿o quizás le es consustancial?–. Lo gay puede verse así como la amenaza que sobrevuela esta identidad masculina tradicional, el exterior que define los límites de la hombría. Los ataques perpetrados a personas gays afirman la masculinidad –somos hombres porque no somos gays ni mujeres– y a la comunidad de varones –la fratría– que se reconoce como tal, algo muy relacionado con la querencia a lo paramilitar de las organizaciones neofascistas. Las mismas personas y organizaciones que predican el tradicionalismo, la exclusividad étnica y religiosa, y el odio a los valores democráticos se dedican a incitar deliberadamente la homofobia.

 

Los conflictos militares abiertos en las fronteras rusas contribuyen a este caldo de cultivo. De hecho, en Ucrania, segmentos del ejército, en este caso la unidad de operaciones especiales Azov, se han convertido en agentes activos contra la “ideología LGTB”, según el Fondo de las Mujeres ucraniano. En este país aporta una especificidad a las narrativas antigénero, ya que en ellas se vincula seguridad y cuestiones de género cuando se dice que “la familia fuerte es la base de la seguridad nacional” o que las políticas de género suponen “una amenaza para la seguridad nacional”. Solo se puede ser patriota en Ucrania rechazando la homosexualidad. Este es el marco. Pero a pesar de todas las amenazas, de las agresiones y el miedo, los y la activistas LGTBIQ continúan su lucha.

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