CON EL RELATO NO SE PAGA EL ALQUILER
El acuerdo
de Gobierno sobre la futura Ley de Vivienda, por mucho que contemple algunas
medidas paliativas y prevea determinadas intervenciones parciales, no está ni
de lejos a la altura de la dimensión sistémica del problema
MARCELO EXPÓSITO
En torno a la futura Ley de Vivienda se juegan muchas más cosas que el precio de nuestros alquileres. Para empezar, el acuerdo de Gobierno previo a su tramitación parlamentaria ofrece una foto fija del estado general de las tensiones que rodean la crisis en curso, incluyendo las que afectan al Gobierno. Y no se puede considerar propiamente una victoria –aunque parezca contradictorio por el mero hecho de su promulgación– en esta guerra de posiciones que los movimientos por el derecho a la vivienda libran palmo a palmo contra un neoliberalismo resiliente en ambos lados de la división izquierda-derecha.
El abuso
inmobiliario no es solamente una herencia del parasitismo rampante con el que
se ha manejado históricamente la burguesía rentista en nuestro país. Constituye
también hoy día una forma del extractivismo neoliberal, una herramienta
principal de lo que David Harvey ha llamado “acumulación por desposesión”, es
decir, la manera contemporánea en que las élites acaparan ganancias que a
cambio no producen nada mientras lo depredan todo. Esta explotación de los
bienes comunes o de las necesidades básicas para el sostenimiento de la vida
afecta profundamente a la médula ósea de nuestras sociedades, que están
viéndose empujadas más allá del límite de su sostenibilidad. Los conflictos en
torno a las formas que adopta globalmente el extractivismo son ni más ni menos
que las batallas nodales de la crisis sistémica. Con ellas nos jugamos
literalmente la vida. El motivo fundamental de las renuencias feroces a
cualquier modificación de fondo en el sistema de la vivienda que asfixia a las
mayorías sociales en Europa, es sustancialmente el mismo motivo por el que se
asesina a líderes medioambientales en América Latina (disculpadme la hipérbole,
pero es que, como diría Bertolt Brecht, hay muchas maneras de matar aunque unas
pocas de ellas estén formalmente prohibidas para los poderosos en nuestro
Estado).
Centrarnos en
nombrar los grandes intereses privados que se oponen en concreto a una intervención
pública contundente sobre los precios del alquiler o identificar a los
beneficiarios más ostensibles de la desvergüenza con que la vivienda se
manipula como mercancía (fondos buitre, grandes empresas inmobiliarias…) es la
mejor manera que hemos encontrado para representar la complejidad de esta
cuestión mediante una imagen fácil de captar popularmente. Pero el problema
surge cuando, a la hora de implementar políticas públicas, se renuncia a
afrontar la situación de una manera más extensa, integral y transversal,
limitándose a focalizar sobre tales sujetos un tratamiento –encima– suavizado;
porque de esta forma estamos simplemente arañando la piel de la realidad. Que
el acuerdo de Gobierno eluda las transformaciones estructurales; que su
posibilismo, a cambio, comprometa solamente a una parte del mercado de la
vivienda en alquiler, y que proponga, por si fuera poco, compensaciones a
determinados intereses afectados —abundando en los mecanismos neoliberales de
transferencia directa o indirecta de renta de lo público hacia el capital—,
casi todo ello a través de normas sin aplicación obligada o carácter universal,
supone en conjunto una penosa derrota económica para las mayorías parasitadas.
La contención que
caracteriza a este acuerdo significa asimismo –aunque resulte paradójico– una
buena noticia para la derecha, porque la discusión en torno a la vivienda no es
un problema más entre otros de la agenda coyuntural, sino una clave de bóveda
de nuestro imaginario del cambio desde la crisis financiera de 2007. Las
imágenes de los desalojos brutales conmocionaron la conciencia pública de
nuestro país. Situamos en los desahucios nuestra primera línea de protección
tras la movilización surgida del 15M de 2011. La Plataforma de Afectados por la
Hipoteca (PAH) ejerció un liderazgo colectivo ejemplar para las mareas en
defensa de lo público y el bien común. Los escraches en apoyo de la Iniciativa
Legislativa Popular (ILP) contra la crisis hipotecaria señalizaron la
connivencia entre poderes privados y públicos durante la masacre austeritaria.
Aquel movimiento por la vivienda digna, por un lado, nutrió de cuadros y de
programa político al salto institucional, y por otro lado ha servido como el
más inmediato precedente de los actuales Sindicatos de Inquilinas e Inquilinos,
el titán plebeyo y colectivo que sostiene actualmente en la calle estas
reclamaciones cuidando a la vez de quienes se encuentran más directamente
afectados.
Fue el techo de
cristal de todo aquel empeño lo que justificó nuestra entrada en las instituciones
(“¿cuántos desahucios más podremos detener con nuestras pocas fuerzas?, debemos
atrevernos a legislar y gobernar”). Y una vez en ellas, hemos intentando operar
cambios sustanciales procurando apelar a la arquitectura constitucional
vigente, enarbolando los Artículos 47 (“Todos los españoles tienen derecho a
disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las
condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer
efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el
interés general para impedir la especulación”) y 33.2 (“La función social [de
los derechos a la propiedad privada y a la herencia] delimitará su contenido,
de acuerdo con las leyes”).
En contraste con la
escala de todo ese esfuerzo, el acuerdo de Gobierno, digámoslo entonces claro,
por mucho que contemple algunas medidas paliativas y prevea determinadas
intervenciones parciales, no está ni de lejos a la altura de la dimensión
sistémica del problema, de las necesidades acuciantes, de las expectativas
creadas, de los compromisos contraídos y de las transigencias implícitas en
nuestras negociaciones con el sistema institucional. Y este desequilibrio
resulta muy peligroso en este momento porque, no nos equivoquemos, cuando la
derecha se ha apresurado a declarar que combatirá por todos los medios este
acuerdo, no está reconociendo que la nueva izquierda suponga –a pesar de todo–
una amenaza formando parte del Gobierno. Se trata más bien de que ha detectado
la debilidad. Nos está transmitiendo que no está dispuesta a consentir ni el
más mínimo gesto con potencial transformador a futuro porque –a la vista está–
aun con todo el trabajo invertido en sostener durante años una de nuestras
banderas capitales y aun formando parte del Gobierno sólo logramos arrancar
esto.
Quienes en el
Consejo de Ministros querrían haber dado un paso más significativo dicen no
tener la culpa de que la “correlación de fuerzas” (esa expresión tan cargante)
nos sea presuntamente desfavorable. Visto de cierta manera, es así. Tampoco
parece provechoso convertir a las organizaciones partidarias de la nueva
izquierda en el chivo expiatorio de este fiasco. Pero apresurarse a martillear
con un relato defensivo parido en el mismo instante que el acuerdo, casi sin
tomarse el tiempo de explicarlo con detalle y esperar a escuchar el sentimiento
que provoca, ocasiona la derrota cultural que significa el abalanzarnos a
disputar el campo narrativo cuando no se logra avanzar radicalmente y con
carácter universal en la realidad material de la gente común. Porque muchas
argumentaciones que estamos escuchando, no nos engañemos, no van dirigidas en
el fondo a defender el resultado de una negociación sino a justificar la
presencia misma de la nueva izquierda en este Gobierno. No es la explicación de
una correlación de fuerzas sino la excusación de una impotencia. Estamos
maduros como para entender lo primero, pero demasiado cansados y apremiados por
la crisis como para soportar lo segundo.
Se comprende que el
Sindicat de Llogateres, en su último comunicado, se llame a la cautela
procurando no provocar el desánimo de cara a continuar una guerra que se prevé
–por supuesto que mucho más allá de la tramitación parlamentaria– larga y sin
rehenes. Pero me parece que la conclusión de su análisis no admite discusión:
este acuerdo de Gobierno incluso contradice aspectos clave de la propuesta de
Ley de Vivienda registrada hace unos días en el Congreso de los Diputados por
movimientos y organizaciones sociales con el apoyo de varios grupos parlamentarios.
El baremo con el que valorar este acuerdo de Gobierno ha de ser
inexcusablemente la proposición popular, y no los equilibrios internos y
externos de los partidos que conforman la coalición. Por favor, no confundamos
los debates. Y mucho menos aposta.
Quienes, sin
identificarnos con la tradición socialdemócrata, asumimos hace años el
posibilismo de sobrellevar el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, lo
hicimos por comprenderlo como un mal menor tras el terrorismo del aznarato.
Conllevamos por lo general sus flojedades hasta que la última precipitó su
desmoronamiento: no haber tenido la valentía de actuar con sinceridad cuando el
país fue sometido al chantaje del sistema financiero global. Se le puede
disculpar casi todo a quien asume la tarea desgastante de defender los
intereses colectivos en el campo institucional: las insuficiencias, las
imposibilidades, las incapacidades e incluso los desaciertos. Pero nunca la
insinceridad. Estamos debatiendo últimamente la conformación de un frente amplio
de las nuevas izquierdas que sume todas las voluntades. Los deseos colectivos
de transformación social, ¿de qué se alimentarán en este momento?, ¿qué hará
que se confabulen de cara a un nuevo ciclo de cambio? Con las victorias de
relato se podrá engrillotar un rato pero no pagar el alquiler el mes que viene,
ni cuando llegue el momento de pegar carteles ni empuñar el voto. No sin antes
haber tenido la honestidad de constatar y discutir por qué no se puede.
No hay comentarios:
Publicar un comentario