QUERIDO PACHO SÁNCHEZ-CUENCA: MÁS QUE
ANOMALÍAS, PUTREFACCIÓN
Un país sin medios de comunicación fuertes, dignos y libres que
exijan rendir cuentas a sus políticos es un país sin democracia
MIGUEL MORA
Escribía ayer Pacho Sánchez-Cuenca en La Vanguardia un artículo tan brillante, constructivo y claro como todos los suyos. Pacho es amigo, así que sé que se pondrá colorado cuando lea esto: es un tipo insobornable, escribe sin retórica ni palabrería, y tiene una de las mejores cabezas de este país. Dejó de escribir en El País más o menos cuando yo dejé ese periódico después de trabajar allí durante 22 años, y en cuanto surgió la idea de crear Contexto, fue la primera persona a la que llamé. Desde entonces, nos hemos visto y hemos hablado mucho; yo desde la furia del periodista que se ve obligado a dejar de escribir para convertirse en gerente; él, desde la rabia del acádemico e investigador que no tolera la endogamia de la Universidad ni los debates públicos sin datos ni argumentos, aunque luego se pone a ver Sálvame y se le olvida.
Pacho es un
socialdemócrata apacible, republicano, glotón de libros y comidas exóticas,
siempre construyendo ideas productivas desde la esquina izquierda / zapaterista
del PSOE (aunque también fue errejonista una temporada: los politólogos ya se
sabe). Yo, anarquista aragonés y del Atleti, ala zurda de la línea oficialista
de Podemos, voy según Pacho camino de acabar mis días merendando quinoa con
Miguel Urbán.
Pese a estas diferencias,
y quizá porque los dos fuimos al mismo colegio de pequeños (él es dos años
menor, así que yo no le vi) solemos coincidir en los diagnósticos y soluciones
a los problemas de España. Como Ortega y Gasset. En estos seis años y medio,
hemos escrito en CTXT un par de docenas de editoriales a cuatro manos y algunos
artículos individuales, aunque Pacho destacó sobre todo por el libro La
desfachatez intelectual, un ajuste de cuentas fabulosamente documentado contra
las grandes firmas de El País y el Abc, esas lumbreras que, mientras ocurría el
15M y el emérito no paraba de trincar comisiones, limitaron su aportación al
debate político a una sarta de tópicos antinacionalistas y de líricas y
reaccionarias loas a la Transición borbónica.
Mientras Pacho seguía
publicando libros, yo me dedicaba a escribir diatribas y cartas a Odette
(Cebrián), por haber destruido el periódico en el que aprendí lo poco que sé de
periodismo. Tomar la decisión de salir de PRISA me costó dos borracheras
espantosas de tequila. Pero debo agradecerle a Cebrián que me animara a pedir
el finiquito cuando le eché en cara aquel ERE salvaje, una tarde de 2012 en
París sin aguacero. Recuerdo que le reproché que hubieran echado a gente como
Enric González, y él me dijo: “Tú no eres peor que Enric”, mientras mi cabeza
cortada rodaba por la moqueta del Hotel Lutetia.
Escribiendo
editoriales en aquellos primeros días de CTXT con Pacho, y a veces también con
Soledad Gallego-Díaz, volví a disfrutar del periodismo, aunque debo admitir que
nuestra influencia durante este quinquenio ha sido nula. Dijimos antes que
nadie que el PP era una organización criminal que debería ser sometida a un
cordón sanitario si no saneaba su caja B y renovaba su cúpula. Pedimos antes
que nadie (¿quizá fuimos los únicos?) un gobierno a la portuguesa, y la
coalición tardó cinco años en llegar. Pedimos el cordón sanitario para la
extrema derecha y El Hormiguero invitó a Abascal dos días después. Apoyamos a
Sánchez y denunciamos el tapón que habían aplicado durante décadas los sultanes
del bipartidismo, y llegó Verónica, aquella muchacha que viajó desde Sevilla
hasta la calle Ferraz de Madrid, y dijo: “La máxima autoridad del PSOE soy yo”.
También contamos
cómo nuestras élites políticas / mediáticas / empresariales, sordas y alejadas
de los problemas de los ciudadanos, cegadas por el becerro de oro y por
mantenerse en el poder, dejaron corromperse y pudrirse TODAS las instituciones
a base de no admitir relevos, transparencia ni rendición de cuentas, y cómo
convirtieron la lucha contra ETA y la Cultura de la Transición (la CT de
Martínez) en las bases fundamentales de un régimen encantado de haberse
conocido, que solo se expandía a base de ladrillazos y que en esencia sirvió
para mantener los privilegios de los de siempre y para frenar la llegada de
aquel paraíso que la Constitución prometía: una democracia moderna, social,
europea, con una información de servicio público, basada en hechos y datos
reales.
Durante estos seis
años y medio de libertad y desfachatez, predicando en el desierto, también
contamos cómo, para sobrevivir al latrocinio sistemático de su padre, Felipe VI
animó a los influencers de corbata y toga y a las hordas mediáticas de la corte
a sacar el hacha de guerra contra unos líderes procesistas que el CIS no
conseguía convertir en problema ni a tiros. La estrategia finalmente derivó en
una guerra de propaganda, hasta que el rey Felipe encontró la gran cortina de
humo que le ayudaría a recuperar la credibilidad de la Corona fuera de
Catalunya y el País Vasco: exigir mano dura a los jueces y fiscales del Supremo
–muchos de ellos franquistas y/o nacionalmadridistas de corazón–, que no
tuvieron remilgos en encarcelar a esa docena de peligrosos políticos
secesionistas que iban a declarar la independencia pero que antes de terminar
la frase ya se habían arrepentido.
Bueno, basta de
palabrería y de medallas. Al turrón. Sánchez-Cuenca escribió el sábado un
artículo en La Vanguardia titulado ‘Plena, pero anómala’. Lo pueden leer aquí.
Como dije al principio, es brillante, claro y ofrece vías para abrir un debate
serio y profundo sobre el estado de la democracia española. Por supuesto, estoy
muy de acuerdo con él y con su colega Robert Fishman en que la democracia
española es nominalmente plena, pero sufre anomalías que lastran su calidad, y
por ello “hay motivos para la crítica y es saludable que hablemos de ello y
pensemos en cómo mejorar el sistema”.
Villarejo es la
cara más visible de esa mafia sin color político y sin más ideología que la
pasta. Pero es solo una parte de ese poder oscuro e intocable, al que nadie
vota
Sánchez-Cuenca
ofrece una lista de problemas: los ataques a la libertad de expresión,
simbolizados en la permanencia de la ignominiosa ley mordaza; la división de
poderes, que no funciona bien, y la politización extrema de la cúpula judicial,
que compromete la imparcialidad del sistema. Tres: España ha fracasado en la
resolución política del conflicto territorial y, en lugar de buscar una salida
constitucional al problema catalán, ha optado por aplicar la justicia penal.
Cuatro: “Los niveles de corrupción en España, de la monarquía hacia abajo, son
verdaderamente insoportables y nos alejan mucho del tipo de democracia europea
a la que querríamos parecernos”.
Todas esas
carencias, que no tantos analistas reconocen, son indiscutibles, y si las
resolviéramos tendríamos una democracia de mucha mayor calidad. Pero creo que
el diagnóstico de Pacho es bonachón, como él, y se queda corto. No sufrimos
anomalías. Sufrimos una putrefacción interna muy extendida, y que por tanto
tiene difícil solución. Se trata de las cloacas. Se trata de un sistema
paralelo de poder, información, dinero y chantajes que lleva décadas actuando
en la sombra: nació con la lucha contra ETA, se creyó impune y nunca se marchó,
porque lo importante, para sus promotores, no era ETA sino mantener el negocio
y el modus operandi.
Villarejo, el Señor
Lobo español, es la cara más visible de esa mafia sin color político y sin más
ideología que la pasta. Pero es solo una parte de ese poder oscuro e intocable,
al que nadie vota. Con él están los empresarios y ejecutivos del IBEX que
contrataron a Villarejo durante lustros para todo tipo de servicios (espionaje
industrial, especulaciones en Bolsa, extorsiones, fusiones, blanqueo de
capital...). Están los líderes y fontaneros que contrataron a Villarejo para
que les solucionara un problema o espiara a algún rival. Están los periodistas
a los que Villarejo y sus jefes cooptaron / compraron para que sus amenazas y
soluciones resultaran creíbles, pues si salían en la prensa, no podía ser
mentira...
Están los amigos de
los periodistas a sueldo de los jefes de Villarejo, esos que nunca han sido
imputados y nunca lo serán. Están los jueces y fiscales a los que Villarejo
sobornó o chantajeó o invitó a un congreso a gastos pagados y que ahora pactan
abrir procesos o causas prescritas que le ayudan a salvarse de las que no han
prescrito. Son los medios y televisiones cuyos directivos contrataron a (o
fueron contratados por) Villarejo para poder presumir de que tenían información
confidencial (casi nunca la publican, simplemente la almacenan para financiarse
con ella). Son los abogados que ayudan a Villarejo y a sus secuaces mientras
comparten casa con los fiscales que deben acusarlos. Son los jefes de seguridad
de las empresas que colocó durante años Villarejo para que robaran datos e
información privada, o para ayudarle a lanzar campañas difamatorias cuando
algún político o empresario se desmanda. Están en todos los sectores.
Supermercados, bancos, medios de prensa y televisión, holdings editoriales,
eléctricas, telefónicas, fútbol, iglesia, inmobiliarias, casinos,
burdeles…
No sé si Pacho
Sánchez-Cuenca vio salir a Villarejo de la cárcel de Estremera el otro día con
su parche de pirata y sus banderas de España bordadas en la gorra y la
mascarilla. Seguro que sí, porque lee y ve todo lo que se publica. Quizá se
fijó en la jaula de equipaje que llevaba detrás. Era enorme, más alta y mucho
más ancha que él. Ahí, en esa docena de bolsas negras y maletas que el Estado
le permitió tener en su celda, está la gran anormalidad de este país. La gran
putrefacción. Ahí está la mafia que se reúne con las más altas instituciones
bipartidistas del Estado en sus domicilios privados: son esos que cuando les
pillan, reaccionan silbando y presumiendo de que la cita no era para negociar
las condiciones que impone Villarejo al Estado, sino para realizar una
entrevista periodística. Exclusiva. Hay que tener mucho poder para hacer eso.
Mucha impunidad.
Y ahí dentro, en
esas maletas llenas de dossieres y pendrives y banderas de España, está también
la fiscal general del Estado, esa mujer abrumada, que trata de esconderse del
periodista –nuestro gran Willy Veleta– cuando este le pregunta qué hacía
reunida con esos amigos de Villarejo el día que Villarejo salía de la cárcel.
Ahí, en esa fiscal
que invita a su casa a dos sicarios de los jefes de Villarejo, y no es capaz de
pararse un segundo a responder y rendir cuentas, aunque sean mínimas, a un
reportero libre y honesto de un medio de comunicación honesto y libre, aunque
sea tan pequeño como Contexto... Ahí está entero el drama de la democracia
española. Lo que la convierte en una democracia nominalmente plena y anómala,
pero bastante más que anómala. Putrefacta.
Cuando los
gánsteres deciden la suerte del Estado de Derecho, lo secuestran, negocian con
él y se ríen de él, algo se ha jodido definitivamente. Pero si a este bochorno,
querido Pacho, le siguen tres días en que los medios más influyentes de la
izquierda y los periodistas que salen en las televisiones deciden mirar hacia
otro lado, olvidando que el deber de todo periodista es exigir cuentas al poder
y publicar lo que el poder no quiere que se publique, la cosa es peor.
Una democracia sin
periodistas y medios de comunicación fuertes, libres e independientes, capaces
de exigir a los altos cargos que rindan cuentas y a los dueños de sus medios
que les dejen hacer su trabajo en libertad, no es una democracia.
Acabo, que luego me
llamas palabrero. Sé que tienes amigos en medios progresistas. Habla con ellos,
pregúntales si salir en la televisión de los jefes de Villarejo y legitimar
este estado de cosas les arrienda la ganancia. Si se hicieron periodistas para
ser perros guardianes del poder o para ser perros falderos. Y luego mándame la
réplica a este artículo, que como eres un anglosaxon profesional, seguro que me
dejarás sin argumentos para la contrarréplica. Y ya luego nos ponemos con el
editorial a cuatro manos sobre todo este lío, que hace mucho que no escribimos
uno.
Salud y libertad,
Miguel Mora
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