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viernes, 29 de enero de 2021

EL TUL DE LA NOCHE

EL TUL DE LA NOCHE

Cuento

José Rivero Vivas

(Del libro: EL LAURIMOR – Obra: C.10 (a.10)  - Cuento –

(ISBN 84-95657-25-7)  Depósito Legal: TF: 233/2007 -

Editorial Benchomo, Islas Canarias. (Año 2007).

Escritos en diversas fechas -entre 1970-1991-, algunos salieron en prensa diaria y revistas; unidos a otros, que continuaban inéditos, forman volumen completo.

Además de la carga social implícita en ellos, existe asimismo fábula y fantasía, por donde se intenta escapar a la cruda realidad ambiente, enmarcada en el entorno de las Islas.

Serie de personajes apegados al medio, sumidos en circunstancias quizá adversas, extrañas a personal participación, acaecidas sin propósito de escape ni dominio.

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Tenerife

Islas Canarias

Enero de 2021

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José Rivero Vivas

EL TUL DE LA NOCHE

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El gris de la tarde ensombrecía el ambiente, en el cual resaltaba el claroscuro propiciado por el avanzado crepúsculo. La playa iniciaba su embeleso después del agitado día, concurrida por impenitentes bañistas y aun esporádicos visitantes de allende el mar. Traslarena, El Moro, Teresa y Los Órganos se esfumaban tras el tul de la noche al caer, cual se pierde su memoria en el tiempo a raíz de la implantación de su nuevo nombre, Teresitas, que engloba todo el conjunto.

El paseo de coches fue en otro tiempo un damero de huertas donde se plantaban tomates, plátanos, papas, batatas, ajos, cebollas, coles y acelgas; había variados frutales y alguna manada de cabras abría senda triscando hierba en la pina ladera. La extracción de la arena rompió en parte la escena idílica, aunque austera, y sobre el monturrio de callaos se hizo una pista para que los camiones entraran a lo largo de la playa, en cuya orilla se amontonaba el material sacado durante la bajamar intensa. Más acá estaba la salazón de pescado y el varadero de los barcos al terminar la faena. Las redes del chinchorro y la traíña cubrían en parte el callao limpio; el resto era ocupado por los pejines remojados en las tanquillas de salmuera de la salazón.

La escena es hoy bien distinta. Se construyó por fuera una escollera de piedras con el objeto de amansar las olas en días de tiempo sur y mar de leva. Fue sepultado el callao y la arena negra bajo el escombro dinamitado en Jagua y la Puntilla Negra. Más tarde se trajo arena rubia de África, que fue extendida sobre el arco abierto de la ensenada; luego plantaron arbustos y palmeras que dan a la playa carácter exótico y tropical. Quedan, no obstante, los barcos de pesca, que suponen firmes estachas atadas a la tierra, dando veracidad a su naturaleza y pertenencia. En su trajín para arranchar las traineras, los hombres de hoy recuerdan a los de ayer, con su hambre y su miseria, su afán denodado halando el chinchorro y la carga enorme con tres vueltas de red para tenderla al sol y por la tarde recogerla. Son fantasmas de un pasado no tan lejano, y, sin embargo, ajeno a casi todos por permanecer olvidado.

Entrada ya la noche, la playa se recuesta al pie de la montaña, majestuoso edificio que no debiera desaparecer bajo el cemento, sino ser realzado en su belleza, dentro de su natural aspecto y dimensión.

*

De bruces sobre el volante, Vicente dormitaba. La pequeña pausa, unida a la quietud del lugar, lo invitaron a descabezar el confortador sueño de un instante. Mira a su alrededor, sorprendido por la oscuridad que paulatina ve cernerse en torno, y hasta siente cierto escalofrío recorrerle el cuerpo. De pronto advierte como una aparición que se alza del mismo centro del cementerio, recoleto y silencioso justo al lado.

Vicente se asusta. Tremulece. Tiembla como un poseso y nota que no puede moverse por hallarse sujeto al asiento de la guagua. El espectro toma forma en la imagen de un hombre mayor, que a Vicente se le figura ser la del propietario que, según oyó contar a un viejo pescador, cedió una parcela de su terreno para destinar al camposanto.

Sobrecogido por aquella visión de ultratumba, arranca el motor y comienza la maniobra de salida. Al girar la guagua para enfrentar la pequeña cuesta, los faros enfocan el cementerio dejándolo parcialmente iluminado. Vicente, receloso, mira con cierta reticencia no exenta de temor. El sitio aparece apacible, tranquilo, y todo el recinto refleja reposo absoluto. Absorto en su contemplación, hay un momento en que escucha el gemido de un náufrago que llega a la verja y pide se le abra para reunirse con su madre muerta. Vicente recuerda entonces la hermosa malagueña que canta magistralmente el grupo Paiba, y experimenta cierta relajación que lo serena y aquieta. Luego, el silencio compacto se enseñorea del lugar.

Dueño ahora de sí, su ser rebosa sosiego y calma. Para entonces el motor y echa el freno. Después, como en amable susurro, se dirige a quienes yacen en paz:

-Perdonen ustedes mi intromisión en su tranquilo estar ausentes. Mi intención no es la de romper su calma ni mucho menos alterar su reposo. Tengan presente que, pese a llevar algunos años conduciendo esta guagua en trayecto de ida y vuelta de Santa Cruz a Las Teresitas, colmada de viajeros las más veces, no he participado ni participo de la idea de arrebatarles este lugar donde ahora descansan del esfuerzo de ayer. Comprendo que no es éste un cementerio como el de Montparnasse o el de Montmartre, no es el de La Almudena ni tampoco el de Highgate. No reposan aquí personajes preclaros ni glorias históricas; pero están ustedes, vecinos de este valle, campesinos y pescadores, que con su trabajo contribuyeron a su existencia a lo largo del tiempo así como a su rica, aunque exigua, prosperidad; además, son ustedes abuelos de quienes hoy luchan y se afanan por la pervivencia del pueblo y el valle entero, personas que veneran, atienden y embellecen este humilde camposanto. Acaso se deba todo a su sentimiento heredado de nuestros antepasados guanches, cuyo culto a sus muertos es bien patente en los restos conservados que se exhiben en el Museo Arqueológico de nuestra ciudad.

Vicente calla un instante, pero permanece quieto, aferrado al volante, que apenas ha soltado durante su plática. Hombre sencillo, de extracción humilde, ¿qué puede importar a nadie su preocupación por las cosas de este mundo? Pensar que sí supondría una obsesión más, como la que acaba de desencadenar su angustia, su malestar, el sinsabor que lo corroe y si no termina consigo es debido a que su estado sonambúlico aturde su mente y disfraza la realidad que lo abruma y sobrepasa. Lo aterra, sin embargo, este alrededor, y divaga sin cese cual si hallara paz mascullando impresiones que se resuelven en auténtico espanto por la sobrenatural enseña que mina su entereza y lo acobarda.

-Escúchenme- insiste -.No me atormenten más. A cambio de cuanto llevo dicho solamente pido a los hombres respeto para mi expresión, reflejo veraz del mutismo observado durante decenios, sin miras a engarzar discursos ni intención a derivar por sinuosos senderos. Estoy aquí, en mi deber de cada día, dispuesto a enfrentarme con quien se tercie. No es éste, pues, mi temor ni es el desconcierto que me desanima.

Vicente recuerda haber pasado días muy tristes, llenos de intenso sabor a miseria, quintaesenciados como en especie marina, por no tener un buen velero con el cual acercarse a la costa de África. Son hechos que acuden a su mente de cuando todavía vivía en Los Llanos. Su padre iba con señor Manuel a las brecas para apenas traer un pez con que engañar la tripa y aliviar el hambre canina, nunca saciada hasta anteayer.

-No soy pescador- dice -.Nunca lo he sido. Es una lástima no haber aprendido entonces este generoso oficio. Así, ahora, mirando los botes fondeados en la playa, me asombra la facilidad con que los hombres del mar se adentran hacia Los Roques y regresan con un primor de captura que da gusto apreciar. También a mí me hubiese gustado ser capaz, viejo lobo y marino avezado, para salir a la mar, a la banda del norte, y recorrer toda la costa de Anaga. Ir más lejos, hasta el sur de Tenerife, alcanzar La Gomera y El Hierro, salir a la mar alta, navegar entre islas y aun arribar a El Salvaje. Torcer rumbo a Lanzarote, pasar por Fuerteventura y recalar en Gran Canaria, para llegar al fin a Santa Cruz y, sobre el muelle, columbrar a mi familia que impaciente me aguarda.

*

Vicente podría estar hablando la noche entera, sin arrepentirse de su confesión improvisada, irregular tal vez y aun extrema, que acaso confortaría su ofuscamiento general debido a su inquietud descomunal por motivo de ese augurio de principio, que no tendrá final, si no es por causas distintas de aquellas que priman sobre las faces acongojadas de dos mil personas hambrientas, aproximándose inexorables al punto culminante donde se genera su sino malhadado, su incapacidad para auparse a la vida y su social impotencia.

-Me duele el alma de pensar en la penuria de quienes no tienen pan que llevarse a la boca, y encima sufren el escarnio de ser vituperados, y aun acusados como culpables de la ruina en que se hunde el país. De cualquier modo, no soy un experto en temas de planificación y dinero; simplemente soy conductor de guaguas, gracias a que tuve la suerte de conseguir esta plaza en la Compañía de Transporte Insular. Mis años no eran óptimos como para aspirar a un empleo fijo, y menos de estas características y responsabilidad. Hoy, me hubiese resultado imposible competir con tanto candidato, de ambos sexos, de cualificación suprema y desbordante juventud. Pero llegué a tiempo, y mi pericia y seriedad sumaron puntos a mi favor. Aquí me gano la vida, aunque no es grueso el sueldo; pero supone un buen pellizco para cualquier obrero, lo que nos permite ir tirando a Genoveva y a mí, que los chicos están criados y casi se valen por sí solos. Tenemos también la huerta, que le dejaron sus padres, y una casita arreglada en una de sus esquinas, allá arriba, en Guamasa; aunque está lejos, nos salva de alquilar un piso en la capital, para lo cual no bastaría nuestro ingreso mensual.

Vicente comprende que Genoveva tenía razón cuando le reñía. No es que le echase en cara su nula aportación al matrimonio, sino que se mostraba débil, frágil las más veces, lo que le supuso enorme dificultad para lograr un jornal con que sacar la casa adelante. Sin embargo, pasó los años, casi niño todavía, aperreado en el muelle, acarreando material para las obras; después se puso a manejar una camioneta, que no era suya, en la cual transportaba artículos de la construcción para almacenes, y aun cajas de frutas y otros comestibles que dejaba en el mercado. Otras veces llevaba escombro extraído en el Barrio Nuevo, en auge entonces la construcción de viviendas; con la camioneta vertía su carga en playas y barrancos y hasta en cualquier explanada aparejada para este menester.

Vicente se enfurruñaba y echaba pestes contra su desafortunada situación. Tanto trabajo desarrollado y apenas obtenía para malvivir. Era lógico, pues, su nimio aporte al matrimonio. Gracias a que sus suegros lo acogieron en su casa y la pareja, con sus chicos, pudo escapar; aunque a él no le gustó nunca depender de ellos. Genoveva, encima, se portaba ingrata y lo consideraba inepto, apocado y hasta cobarde.

Vicente rememora aquella época de escasez y atosigador denuedo, y, cual si expusiera su queja a los difuntos, se pregunta:

-¿De dónde podría haberme salido a mí un espíritu guerrero? Después de librarme del servicio militar, me pedían que estallase en ansias de batirme en plena contienda, afrontando virilmente la cuestión injusta de la sociedad. Qué equivocados estaban, lo mismo que yo. Por fortuna, las cosas han cambiado en nuestra tierra; ello hace que, hasta el más ínfimo individuo, aun siendo presa del desequilibrio actual, cree tener asegurado su traslado, en brazos de una walkiria, a algún Walhalla ignorado.

*

Vicente advierte haber desahogado totalmente, y nota una tranquilidad que le rebosa desde adentro. Su larga charla con quien aparentemente no le escucha ha apaciguado su ánimo soliviantado.

Pasado el instante de aguda excitación, sonríe ante aquel temor que le hubo penetrado hasta lo más recóndito de su ser. Menos mal que le dio por hablar, lo que daba razón a Genoveva en su afirmación de que es imprescindible para echar fuera los demonios que nos asaltan; de lo contrario, se apoderan de nuestra voluntad y nos corrompen el alma. Seguro que sí. Se puede palpar en torno: más seres, todos embarullados, y, sin embargo, no existe comunicación ni en el hogar. Él mismo lo había comprobado en estos momentos en que pudo dominar su impulso de terror gracias a la alocución, larga y sostenida, con que perturbó la calma de quienes gozan su sueño de justos en el cementerio de San Andrés.

Rehecho ya, y reinando plena oscuridad en derredor, mira el reloj y pone el motor en marcha. Seguidamente acelera, antes de arrancar, para subir de un tirón la pequeña cuesta.

De pronto, oye gritar:

-¡Espere! ¡Espere!

Un hombre bajaba corriendo por la carretera de Igueste. Vicente retardó un momento la salida. El hombre, de media edad, llegó al fin.

-¡Buuuf!- dio un resoplido casi sin aire -¿Se va antes de la hora?

-No crea. Aunque, cuando cierra la noche, solemos estar en la parada del pueblo.

-¿Les da grima el cementerio?

-No. Pero tampoco tenemos por qué hacer alarde de valor. Las cosas no están como para exhibirse en lugar solitario teniendo dinero en caja.

-También es verdad.

-Nos vamos.

Vicente aceleró, y la silueta ennegrecida de la guagua fue insinuando con sus faros la tapia del campo de fútbol hasta enfocar el viejo castillo y perderse luego en la distancia, desdibujada su imagen por efectos de la iluminación en la avenida.

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José Rivero Vivas

EL TUL DE LA NOCHE

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(Del libro: EL LAURIMOR – Obra: C.10 (a.10)  - Cuento –

(ISBN 84-95657-25-7)  Depósito Legal: TF: 233/2007 -

Editorial Benchomo, Islas Canarias. (Año 2007).

Escritos en diversas fechas -entre 1970-1991-, algunos salieron en prensa diaria y revistas; unidos a otros, que continuaban inéditos, forman volumen completo.

Además de la carga social implícita en ellos, existe asimismo fábula y fantasía, por donde se intenta escapar a la cruda realidad ambiente, enmarcada en el entorno de las Islas.

Serie de personajes apegados al medio, sumidos en circunstancias quizá adversas, extrañas a personal participación, acaecidas sin propósito de escape ni dominio.

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