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sábado, 19 de septiembre de 2020

EL DILEMA DE FERNANDO SIMÓN

 

EL DILEMA DE FERNANDO SIMÓN

JUAN CARLOS ESCUDIER

De todos los dones que adornan al director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias, Fernando Simón, es evidente que el de la oportunidad no se encuentra entre ellos. Reincide en mostrarse en actitudes tan desenfadadas que resultan escasamente digeribles para buena parte de la opinión pública, cuyo juicio sigue afectado por el torbellino de emociones desatadas por la pandemia. Simón no logra asumir que, aun sin quererlo, las circunstancias le han convertido en un personaje público y que, como tal, está sometido a un escrutinio constante.

 

Así, lo que en cualquier otro momento despertaría simpatía, es tachado ahora de frivolidad. El epidemiólogo no puede regir sus actos por el escrutinio de algunos políticos y opinadores que, con gran desfachatez y luciendo aún el bronceado de su paso por la playa, atizan el fuego de las críticas porque Simón se calce un bañador. Pero tendría que ser consciente de que transformar unos días de vacaciones –a las que tiene todo el derecho- en un espectáculo televisivo y en una exhibición de buceo, alpinismo y viajes en globo resulta estridente y hasta ofensivo.

 

Se advertía aquí no hace mucho del peligro de la fama, que tiende a subirse a la cabeza más que el vino peleón. Llueve sobre mojado. De aquel reportaje-entrevista en el que Simón se dejó inmortalizar a lo James Dean en Rebelde sin causahemos pasado al aventurero que se lo monta en plan espeleólogo y hombre rana en Planeta Calleja, el programa de Cuatro que transformó en alpinista a Pedro Sánchez o a Albert Rivera en piloto en tiempos, eso sí, más bonancibles para la lírica. También esta ocasión, el medio no es el mensaje que a buen seguro quiso transmitir, sino el alimento que ese mismo medio devora a dentelladas.

 

Lo que en un primer momento pudo atribuirse a la ingenuidad de quien se ve catapultado al centro del escenario con todos los focos apuntando en su dirección parece responder ahora a un gusto por la notoriedad que no se compadece con la difícil misión con la que le toca lidiar. El portavoz de lo que desde hace meses siempre son malas noticias ha de guardar las formas y saber distinguir entre lo correcto y lo inapropiado. No se trata de impostar luto con una mascarilla negra ni de poner permanentemente cara de enterrador sino de ser consciente de que participa de una drama que ha golpeado duramente a miles de personas. Quizás no esté en su sueldo pero es lo que toca.

 

De la misma manera que sería inimaginable ver al ministro de Sanidad, Salvador Illa, en actitudes semejantes, debería serlo para quien ha asumido el rol de comunicar en nombre del Gobierno los avances y los retrocesos frente a la pandemia. Es irrelevante que, concluido el estado de alarma, las competencias sanitarias vuelvan a residir en las comunidades autónomas y que, por tanto, la toma de decisiones se haya centrifugado. Seguimos sin tener el horno para bollos.

 

Pudiera ser que el epidemiólogo se encuentre cómodo viéndose metamorfoseado en las camisetas y luciendo un faceta de bohemio trotamundos. Nadie va a negarle que durante meses ha desempeñado a diario, sin días libres ni fines de semana, la tarea más ingrata y que, por ello, ha sido colocado injustamente en la diana de la batalla política. Sin embargo, llegados a este punto tendría que elegir entre la poesía o la prosa. O sigue siendo, con todas sus consecuencias, la voz rota de la pandemia o echa el currículo para la siguiente edición de Supervivientes. Ese el dilema que tendría que resolver cuanto antes.


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