¿PARA QUÉ QUEREMOS HUMILDES SI NO PODEMOS HUMILLARLES?
ALICIA RAMOS
Tengo una amiga Paz
que me surte de interesantes lecturas. Antes del estado de alarma me prestó El
entusiasmo, precariedad y trabajo creativo en la era digital, de Remedios
Zafra, un despliegue de genial brillantez, Premio Anagrama de Ensayo, que me
recuerda que tengo la inteligencia justita para darme cuenta de que soy tonta,
que no es poca cosa para los tiempos que corren. Hay una reflexión que me
inspiró muchísimo en este libro de Zafra: “Si el poder en Occidente tuviera
voz, habría sido un eco que atravesaría el pasado: No es bueno que los pobres
creen. No lo es porque la creación es movilizada por el conocimiento, el
conocimiento genera conciencia, y la conciencia es pregunta que interpela: ¡eh,
tú, por qué tienes tanto y yo nada!”
El homo sacer era
la persona que no era sujeto de ningún derecho pero objeto potencial de toda
violencia, se le podía matar sin que ello constituyera un asesinato
En esto estaba
pensando cuando irrumpió en las redes sociales Serigne Mamadou, este temporero
que ya ha viralizado algunos de sus videos poniendo en valor el aporte de la
población migrante a la economía nacional. Para el orden tradicional de las
cosas, Serigne no debería tener voz. A lo sumo podría haber una organización de
personas blancas y nacidas en Europa que dieran voz a sus reclamaciones, así
estas podrían ser expresadas de acuerdo con la tradición lógica inaugurada por
Aristóteles y dichas en un acento español homologable. Entonces sí nos
sentaríamos a discutir con esta entidad en una mesa sectorial y les
ofreceríamos una contrapartida si retiran no sé qué parte de sus demandas en
una enmienda transaccional acordada tras unos buenos gintónics. Pero ¿cómo se
le ocurre a un negro decir que está levantando España? ¿Es que nos hemos vuelto
todos locos? ¿Y por qué se empeñan los negros en ser de ese color? Para atizar
guerritas culturales, seguro.
Otro señor, Giorgio
Agamben, rebuscando en los orígenes del derecho, porque sospechaba, como Walter
Benjamin, que el derecho se funda en la violencia, encuentra una turbia figura
del Derecho Romano arcaico que es el homo sacer. Sacer es lo sagrado pero
también lo sacrificable; lo que sacraliza, pero también lo que se da en
sacrificio. El homo sacer era la persona que no era sujeto de ningún derecho
pero objeto potencial de toda violencia, se le podía matar sin que ello
constituyera un asesinato.
Estos días he visto
con horror cómo dos policías, dos representantes de la administración pública,
dos personas encargadas de hacer cumplir el orden constitucional y de
garantizar la igualdad ante la ley de toda la ciudadanía y todo eso, insultaban
y humillaban desde su vehículo reglamentario financiado y equipado con el
dinero, otra vez, de todo el mundo, a una mujer en la calle por el único hecho
de ser trans, sin más consideraciones. Lo pude ver porque lo grabaron. Uno
insultaba y el otro grababa. Nadie graba y difunde las pruebas de su propio
delito a menos que no entienda que es un delito. Y ahí está lo grave de todo
este asunto. Insultar a una mujer trans es normal, es lo suyo, ¿qué otra cosa
vas a ser? ¿Para qué sirve que haya personas vulnerables si no las puedes
vulnerar? ¿Para qué queremos humildes si no podemos humillarles?
Hasta hace muy
poquito las personas trans encarnábamos esa categoría agambiana del homo sacer
a la perfección. Hasta hace muy poquito esa agresión hubiera fluido como las
cosas normales que ocurren: cayó un árbol, granizó fuerte, condecoraron a un
torturador. Pero ahora tenemos voz. Es un tema lo de la voz. La raíz de la
palabra “infancia” está vinculada etimológicamente a la ausencia de voz, de voz
en el sentido de expresión propia. La palabra “persona” está relacionada con la
propia estructura que amplifica el sonido de la voz en las máscaras del teatro
clásico. Ahora las personas trans somos personas porque tenemos voz. Y en parte
la tenemos, sirva la paradoja, gracias a la infancia trans. No andaban muy
finos los de las etimologías esa tarde. Algunos policías no se han enterado
porque están a otra cosa y les deslumbra el brillo de herramientas jurídicas
que justamente llevan el nombre del instrumento que amordaza la voz.
Cayó un árbol.
Granizó fuerte.
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