ÉRASE UNA VEZ MORRICONE
DAVID TORRES
Hace muchos años
alguien me contó la anécdota, que nunca pude verificar, de que un día Ennio
Morricone estaba paseando con un amigo por Venecia cuando vieron, sentado en la
terraza de un café, a Igor Stravinski. El amigo le dijo que lo conocía y que
sería un placer presentárselo, pero Morricone, azorado, declinó la invitación:
admiraba demasiado al gran compositor ruso para hacerle perder el tiempo. Sin
embargo, el amigo insistió, se acercaron hasta la mesa, y tras las
presentaciones, Morricone balbuceó un saludo y una serie de elogios. Al oír el
apellido del recién llegado, el anciano alzó las gafas y comentó: "Así que
usted es ese joven que ha compuesto algunas de las melodías más bellas del
siglo XX".
He buscado y
rebuscado esta anécdota en libros y bases de datos, de modo que a lo mejor es
falsa, aunque tiene muchos elementos para ser verdad: la devoción que Morricone
sentía por Stravinski y, en especial, por la Sinfonía de los salmos; el
particular gusto del maestro ruso por Frescobaldi, Vivaldi, Pergolesi y los
grandes operistas italianos -Verdi, Puccini, Leoncavallo, Mascagni- de quien
Morricone heredó el dramatismo, el lirismo y las amplias líneas melódicas; la
simple constatación de que, efectivamente, algunas de las melodías más bellas
del siglo XX llevan su sello inconfundible. Aun así, sería difícil saber de
cuáles hablaba Stravinski exactamente; puesto que murió en 1971, podía
referirse a la grandiosa obertura de Los cañones de San Sebastián, de Henri
Verneuil; al sublime adagio amoroso de El Greco, de Luciano Salce; o más
probablemente a cualquiera de sus inolvidables colaboraciones en los westerns
de Sergio Leone, quizá Once upon time in the West. Sin embargo, quiero creer
que en la cabeza de Stravinski sonaba en ese instante el prodigioso crescendo
de L’estasi dell’oro.
Como Bernard
Herrmann, como Miklos Rózsa, como Erich Wolfgang Korngold, como su compatriota
Nino Rota, como muy pocos más, Morricone es uno de los pilares esenciales de la
música cinematográfica, un artífice inimitable que creó su propio sonido y que
cambió de la noche a la mañana las fanfarrias del western. Antes de su brutal aterrizaje
en 1964 en Por un puñado de dólares, las grandes epopeyas del oeste americano
se nutrían de Copland, de canciones de frontera, de los maravillosos frescos
sonoros de Alfred Newman, Jerome Moross y Dmitri Tiomkin. Morricone puso todo
patas arriba sólo con una guitarra, un silbido, golpes de percusión, una
trompeta y unos coros intempestivos. En el tinglado con que Sergio Leone
revolucionó un género casi exhausto, llenándolo de mugre, de ponchos, de
sangre, de cinismo y de rostros pétreos, la música de Morricone reviste al
conjunto con el tronío de una ópera malvada y salvaje. Es curioso que Leone y
él fuesen compañeros en el mismo colegio porque al reencontrarse, muchos años
después, fue como si recobraran la infancia.
De la mano de su
maestro, Goffredo Petrassi, Morricone aprendió en el conservatorio todo lo que
podía serle útil, desde astucias armónicas a técnicas dodecafónicas, aunque
conservó una curiosidad innata por cualquier clase de música, sin excluir
canciones de la radio, espectáculos de cabaret y ruidos de la calle. Uno de sus
primeros éxitos fue Se telefonando, un clásico de Mina que demuestra su innata
facilidad melódica y su apego por la canzone italiana. Pero fue con los grandes
directores italianos de la época (Pasolini, Petri, Montaldo, Corbucci y, por
supuesto, Leone) donde Morricone asentó los cimientos de su arte: la idea clave
de que la banda sonora no es un añadido o un subrayado al discurso
cinematográfico sino el tuétano mismo de la imagen. Clint Eastwood fumando un
caliqueño, Gian Maria Volonté esperando junto a la verja de la casa en la que
va a cometer un asesinato, Claudia Cardinale descendiendo del tren con la
maldición de su belleza imposible o Eli Wallach buscando una cruz perdida entre
los cientos de cruces de un cementerio. Cualquiera de esas secuencias
difícilmente funcionaría sin su esqueleto de sonidos, pero la banda sonora no
sólo las contiene y las revive, sino que las transciende, como si Morricone,
más que música, hiciera cine para ciegos.
Cada uno de
nosotros guarda en la memoria varios de esos momentos inolvidables envueltos en
una música estremecedora: los campesinos italianos de Pelliza da Volpedo
arropados por el romanzo de Novecento, de Bertolucci; el ansia con que De Niro
se asoma a su niñez en Érase una vez en América, de Leone; el perro perseguido
por el helicóptero al comienzo de La cosa, de John Carpenter; el angustioso
laberinto de la casa de Sean Connery en Los intocables, de Brian de Palma;
Jeremy Irons hechizando con su oboe a los guerreros guaraníes en La misión, de
Roland Joffé; Philippe Noiret llevando al niño en su bicicleta en Cinema
Paradiso, de Giusseppe Tornatore. Son centenares y centenares de trabajos, pero
aun así seguimos lamentando los que no llegaron a cuajar, como el malogrado
proyecto de Leone sobre el cerco de Leningrado o el encargo de Kubrick para La
naranja mecánica, que no salió adelante porque el director norteamericano se
negaba a moverse de Londres y Morricone estaba atrincherado en Roma dando vida
a ¡Agáchate, maldito!, el ultimo western de Leone.
Su música tiene el
poder de las fábulas, el conjuro de esas melodías que reconocemos desde antes
de nacer, de lo que ha sido escrito de una vez y para siempre. No se limitaba a
componer hermosas baladas o atmósferas escalofriantes. "La música muestra
lo que no se ve" dijo una vez, "puede contradecir lo que se dice o,
viceversa, narrar algo que la imaginación no revela. En este sentido surge un
deber moral para el compositor del cine, quien a mi juicio tiene una gran
responsabilidad: yo la he sentido siempre". Sin proponérselo, alcanzó una
responsabilidad aun mayor: dar forma a nuestros recuerdos, nuestro pasado y
nuestra nostalgia.
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