LA
ÚLTIMA TRINCHERA
AGUSTIN GAJATE
No se trata de una evidencia, sino de
una sensación, de algo
que me transpira por la piel y consigue que se me erice. Surge en parte de la
razón y en
parte de la emoción, del
conocimiento acumulado a lo largo de los años a través de miles de lecturas y de las
experiencias vividas, tanto en lo personal como en lo profesional.
La impresión que tengo es que el periodismo tal y
como me lo enseñaron en la
facultad y lo he practicado a lo largo de tres décadas se ha convertido en la última trinchera de la palabra y que si
fracasa en este momento histórico no sólo habrá fracasado como forma de comunicación crítica e inteligente de hechos relevantes
de interés para la
ciudadanía, sino que
habrá fracasado
también la
democracia como un sistema de organización social que trata de ser justo y
equitativo.
Esto no significa que no pervivan otros
espacios desde los que se va a seguir combatiendo contra la ignorancia, la
mentira y la desinformación, como son
los libros, pero esa lucha no se hace desde una trinchera, sino a través de organizaciones parecidas a una
resistencia que se opone a una especie de invasión zombi, como en el caso de la
investigación científica, o a modo de francotirador
solitario, desde la literatura o desde cualquier otra de las bellas artes.
Los periodistas no somos perfectos, sino
más bien todo
lo contrario. Tenemos muchos defectos, somos bastante anárquicos y, en general, sabemos muy poco
acerca de estrategias militares. Por eso, en la trinchera del periodismo no
siempre estamos protegidos, ni disparamos de manera organizada nuestras
palabras contra quienes quieren acabar o limitar la libertad de expresión, sino que dejamos que entren
infiltrados, que creemos que vienen a apoyarnos y en realidad vienen a
dinamitar la profesión desde
dentro.
Actualmente, en la trinchera nacional
del periodismo disparamos con la denominada 'pólvora del rey' o con salvas de
bienvenida a los enemigos de la libertad de expresión, mientras que destinamos la munición más pesada para descalificarnos entre
nosotros en tertulias y debates de la más baja estofa, donde la realidad queda
marginada, mientras se discute sobre el denominado 'relato', es decir, si la
versión buena de
la ficción que
escenifican pertenece al gobierno o a la oposición.
Por eso no resulta extraño ver a periodistas desarrollar en sus
artículos e
intervenciones en radio y televisión los mismos argumentarios que esbozan
los políticos desde
las tribunas de oradores, en entrevistas, comparecencias públicas y ruedas de prensa, para luego
aparecer en informes judiciales elaborados por subjetivos miembros de las
fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado.
Desde hace unos días periodistas y políticos, unos a otros o entre ellos
mismos, de manera directa o cruzada, se descalifican a cuenta de los ceses
ordenados por un ministro. Desde la distancia, este periodista ultraperiférico medio retirado no ha encontrado más que retazos de veracidad en algunas
informaciones y opiniones, pero nadie quiere entrar en el fondo de la cuestión: el gobierno porque la realidad le desborda y no quiere iniciar
una nueva batalla y la oposición porque no le interesa dejar respirar a un ejecutivo asfixiado
(como si fuera un policía blanco
que pone la rodilla sobre el cuello de un detenido negro en Minneapolis) y
porque cree que esa realidad le beneficia.
Pero ¿y los periodistas? ¿Hacemos bien nuestro trabajo? ¿Estamos fiscalizando lo que hacen el
resto de poderes o simplemente aparentamos que lo hacemos? ¿No deberíamos contar a la sociedad lo que sucede?
Porque si los periodistas sólo aparentamos ser independientes y éticos, creo que hacemos un flaco
servicio a la sociedad.
Hay quien cree que el periodismo y los
periodistas no somos tan importantes para la democracia y para ese
planteamiento tengo una respuesta: como casi todo en esta vida, depende. Y
depende, sobre todo, del estado de la democracia. Personalmente, pienso que el
periodismo es el termómetro de la
democracia, somos como una prueba básica e indolora de diagnostico y cuando
se produce un 'calentamiento global' del periodismo, eso significa que la
democracia enferma. Y el calentamiento actual, desde mi punto de vista,
sobrepasa lo saludable e, incluso, lo inimaginable.
La mayoría de los sistemas democráticos actuales son herederos de una
propuesta enunciada a mediados del siglo XVIII por Charles Louis de Secondat,
señor de la
Brede y barón de
Montesquieu, basada en la división de poderes en ejecutivo, legislativo y
judicial. Aquí no aparece
el periodismo como cuarto poder ni nada que se le parezca, sin embargo, los
primeros periódicos
diarios impresos comenzaron a aparecer ese siglo en Inglaterra y España, aunque la difusión de noticias sobre papel ya se venía haciendo en Europa desde el XVII, ya
fuera en gacetas semanales o en otras publicaciones sin una periodicidad
concreta.
A lo largo de la historia a los
gobernantes de la Península Ibérica se les ha dado mal la división de poderes, en comparación con los países de tradición anglosajona o Francia. Tanto a España como a Portugal les costó implantar sistemas democráticos hasta el último cuarto del siglo XX. A diferencia
de Portugal, donde hubo un Golpe de Estado seguido por una de las pocas
revoluciones pacíficas que
han tenido éxito en el
mundo, en España se
desarrolló una
transición desde un
poder único,
grande y libre de fiscalización a otro con un sistema donde los poderes legislativo y
ejecutivo quedaban en mano del partido o coalición que ganaba las elecciones, mientras
que el judicial quedaba en mano de los funcionarios, jueces y magistrados que
ejercían durante
la dictadura, con alguna intervención política posterior en los nombramientos de
las altas esferas, para, en teoría, ir modernizando la judicatura.
No era el sistema perfecto, ni de lejos,
pero fue el acuerdo político que
pudo alcanzarse en aquellos momentos, cuando destacados miembros del ejército y de las fuerzas y cuerpos de
seguridad del Estado no dejaban de amenazar y organizar tentativas de Golpes de
Estado, una de las cuales se llevó a cabo sin éxito el 23-F. Con la victoria del PSOE en 1982 y la
posterior firma del Tratado de Adhesión a las Comunidades Europeas en 1985,
las élites políticas y económicas se modernizaron, se elevaron los
niveles económicos,
sociales y educativos de la población, pero algo no cambió dentro de algunos sectores.
Durante la etapa franquista,
organizaciones ideológico-religiosas
jerarquizadas y nada democráticas prosperaron, se expandieron por toda la geografía nacional, dictaron como debía adoctrinarse a los habitantes del país y consiguieron situar a las personas
que formaron en sus centros educativos y universidades no sólo en altos puestos de la administración pública, la judicatura y las grandes
empresas, sino que también ayudaron
a colocarlas en los cargos intermedios de instituciones y empresas, con la
consigna de 'creced y multiplicaos' y recordad siempre el lema 'hoy por ti, mañana por mí'.
Ese proceso ha continuado durante las últimas décadas, sólo que el poder de esas personas en las
altas esferas políticas se
reduce a los tiempos en los que gobierna la derecha, mientras que los cargos
intermedios se perpetúan en sus
puestos y ayudan a que estas organizaciones sigan prosperando en la actualidad.
La crisis financiera de 2008, el movimiento del 15-M y la posterior aparición y éxito electoral de Podemos hacen sonar
todas las alarmas de estas organizaciones y deciden contraatacar aprovechando
toda la estructura de altos, medianos y pequeños mandos de que disponen en todas las
esferas de la sociedad, incluido el periodismo, lo que viene a agravar los
problemas, no a solucionarlos.
Una
democracia, por muy perfecta que sea en su división de poderes, si está trufada o mechada en todos ellos con el
mismo virus de la intransigencia, de la intolerancia y del odio al diferente
(recuerden el Tercer Reich) se acaba convirtiendo en algo muy poco democrático. Libertad, igualdad y fraternidad
eran palabras inseparables en la Revolución Francesa y ya que en este país tampoco nos salen bien las
revoluciones como a nuestros vecinos franceses o portugueses, quizá sea el momento de probar en el
periodismo de ámbito
nacional algo que funciona en los medios locales, como es el periodismo de
concordia.
Porque se puede hacer crítica sin insultar y revelar errores e
injusticias sin agredir verbalmente a quien los comete; se puede suscitar el interés sobre la realidad sin adulterarla; se
puede argumentar con datos y hechos y no con suposiciones, mentiras o medias
verdades, y se pueden tejer titulares atractivos con algo más que hilillos de veracidad, sobre todo
en un escenario económico y
social tan incierto como el que plantea la pandemia de la COVID-19. Igual soy
un pobre ingenuo o iluso, pero espero que los que están intentando pescar en río revuelto acaben por perder y no salgan
ganando otra vez. Sería toda una
lección de
democracia.
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