LA POBREZA, LA ENFERMEDAD DE LOS POBRES
FERNANDO LUENGO
Estamos en vilo por
el avance, hasta el momento imparable, del coronavirus y por las enormes
consecuencias económicas y sociales que ya son evidentes. La enfermedad ha
irrumpido con ferocidad en nuestra cotidianidad, alterándola de manera
sustancial.
Esta situación
crítica, de verdadera emergencia, quizá sea el momento de hacernos algunas
preguntas que, normalmente, no nos formulamos, pero que también tienen que ver
con la enfermedad ¿Antes de la irrupción del coronavirus, que la Organización
Mundial de la Salud ya califica de pandemia, acaso no existían enfermedades de
esta envergadura o incluso más graves?
Sí, las había y las
hay, pero nos quedan lejos, o al menos eso creemos, habitan el universo de los
pobres. Enfermedades como la malaria, el paludismo, el cólera, el sarampión, la
difteria, el SIDA… provocan millones de muertes cada año y un extraordinario
sufrimiento a la población que las padece. Pero raramente los medios de comunicación
se ocupan, siquiera marginalmente, de está tragedia permanente; mucho menos
generan alguna respuesta de los gobiernos y las instituciones internacionales,
más allá de los hipócritas e inútiles lamentos a los que nos tienen
acostumbrados.
Las causas
inmediatas de la mayor parte de estas enfermedades son bien conocidas. Están
relacionadas con el hambre y la malnutrición infantil, con la contaminación de
las aguas y la ausencia de redes de saneamiento, con la falta de médicos,
medicinas e instalaciones sanitarias, con las deficientes condiciones en que se
realizan los partos, con la ausencia de investigación en las patologías que
afectan a los pobres, con el desvergonzado y muy lucrativo negocio de las
patentes controladas por las grandes empresas farmacéuticas, con la destrucción
de los ecosistemas que sostienen la vida de los pueblos y con las guerras
provocados por la muy rentable industria militar, que, en busca de mercados,
alienta todo tipo de conflictos.
Estas y otras
enfermedades similares tienen su origen en la pobreza, en la que una parte muy
importante de la población mundial está atrapada. Reconociendo todas las
carencias y límites de la información proporcionada por el Banco Mundial (BM),
las estadísticas sobre pobreza severa o extrema nos presentan un panorama que
sólo cabe calificar de terrible. Utilizando la misma clasificación que maneja
esta institución, en los países de bajo ingreso (31), el 45% de la población
total, 294 millones de personas, malvivían en 2015, último año para el que el
BM ofrece información, con menos de 1,9 dólares diarios (expresados en paridad
de poder adquisitivo). En los clasificados como de ingreso medio-bajo (47)
cerca de 1300 millones de personas, el 44% de la población, sobreviven con un
ingreso inferior a los 3,2 dólares. Finalmente, en los países de renta
media-alta (60), alrededor de una quinta parte de la población, 631 millones de
personas, tenían, en el año que estamos tomando de referencia, un ingreso
inferior a los 5,2 dólares. En total, la cifra de pobres ascendía en 2015 a
2.200 millones de personas, lo que representaba un 30% de la población mundial.
Recordemos que
estas estadísticas hacen referencia a niveles extremos de existencia -la
pobreza, medida con criterios menos estrictos, es mucho mayor-, que impiden
cubrir las necesidades más elementales de las personas, lo que las coloca en
situación de vulnerabilidad grave y persistente ante la enfermedad.
En esa mirada larga
que ahora es más necesaria que nunca, tenemos que ser conscientes de que la problemática
de los pobres y de las enfermedades que padecen nos habla de una globalización
que sus defensores prometían que sería un juego de suma positiva, donde todos
ganarían, especialmente las economías más rezagadas y los sectores más
desfavorecidos. Pero lo cierto es que en aspectos fundamentales ha fracasado.
La globalización realmente existente es profundamente asimétrica y ha mantenido
o ampliado las diferencias entre países, regiones y clase sociales.
El capitalismo de
los "países desarrollados", que tantas veces ha sido presentado como
un modelo a imitar, por haber alcanzado altos niveles de prosperidad,
eficiencia y encarnar las buenas prácticas económicas… este capitalismo se ha
sostenido y todavía se sostiene en una relación profundamente desigual con la
periferia. En este sentido, los países pobres han visto cómo sus materias
primas y recursos han sido sistemáticamente esquilmados; se han convertido en
un vertedero donde se deposita la basura generada por nuestros sistemas
productivos y patrones de consumo; su fuerza de trabajo ha sido utilizada por
las empresas transnacionales en condiciones de semiesclavitud; han padecido una
relación de precios entre sus exportaciones e importaciones claramente
desfavorable; y en sus territorios los bancos han realizado formidables
negocios a cuenta de la deuda externa, que han pagado varias veces. Todo ello
ha supuesto una sistemática e ingente transferencia de renta y riqueza que,
además de beneficiar a las elites, ha financiado nuestro crecimiento económico.
Luchar con decisión
contra la enfermedad llamada pobreza significa cuestionar un modelo económico
agotado e insostenible, unas estructuras oligárquicas, unas instituciones
ineficientes y capturadas por los poderosos, y unas políticas que sólo a ellos benefician.
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