EBRIA
LUZ INSEPULTA
ROBERTO CABRERA
(…) cada palabra, como acontecer del momento,
hace que esté ahí también lo no dicho. Gadamer, 1977, p.549
Hay que recurrir a otras palabras, tonos, formas de silencio,
para comprender lo que el lenguaje quiere decir. Grondin., 2003, p 224
Eran jóvenes que pensaron en
revolucionar el lenguaje y cuya poesía resiste y evoluciona desde aquella
emergencia transida de cambios a empujones, achicándole espacio a la banalidad,
poetas que en su ingénita madurez reclaman la solvencia para desatar el nudo y
bajar del nido de los conceptos hacia las emociones encandiladoras, grabando
esporas germinantes en la lava de la tradición. Son Quantas de luz ciega, las
ondas que gravitan; de futuro partículas de una luz heredada, honda huella,
nuevo giro contundente que mella el afilado machete eléctrico que corta nubes
led de un espacio global, porque nada está en su sitio sino en el orden
visceral.
Sin luz propia no hay poesía. Sin miga no hay alma, y así tantas
circunstancias que atraen a una lectura única, aceptación de eterno retorno,
luces por explorar, y gozar.
La señaléctica que el poeta ha ido evidenciando cobra valor en
el lenguaje y su económico uso, auténtica luz que en todos sus infinitos
registros se cuela por cada rendija de los versos para ofrecer tonalidades
sucesivas en los lienzos y óleos que nos contemplan, su trama, el rencor, la
esperanza, la vacuidad, la muerte, en medio, el equilibrio, la phronesis, la
prudencia virtual desde su pensamiento divergente, desde el afuera que combate
enfrentado a tantas espadas de mecánica racionalidad, tantas capas de ignominia a deshijar.
La sombra no se puede enterrar,
proverbio africano. Ebria luz insepulta del poeta Javier Castañeda, parece
suscribir este adagio en su anverso azaroso.
Bien sea por los rayos solares o por explosiones de supernovas desde sus
nidos luminosos o el big bang, todo lo que alumbra nuestro universo lírico y
personal, queda aquí retratado con ese arrebato propio de la poesía adelantada
al conocimiento y determinación. La trascendencia de la luz, amanece en el
libro con una cita de Rubén Darío al sol, al Zeus insomne, deidad insoslayable.
La
poesía se emborracha de ese reflejo insepulto para, balbuceante despertar a
cada verdad en las cosas en una catártico proceder con sus flecos de
inconsciencia, con su aparecer contradictorio, con un efecto en el lenguaje
trastabillante que viene a realzar la espita brillosa del sentido.
Basta
entonces de significados, conviene estrujar lo razonable adquirido, crear
nuevas metáforas resquebrajantes del idioma que lo tiñan de nuevas
expresividades. Mi yo como intérprete no puede enmudecer ni ante la poesía de
Castañeda, merecedor de la luz, ni frente a otros poetas benahoríes como
él, que coincidieron en la ciudad de La
Laguna en los años 80, tales como Leocadio Ortega, Olga Luis o Antonio Arroyo,
y que no han pasado desapercibidos ni para la crítica ni para el público, por
su universalidad y aporte de vigor y originalidad a la poesía insular.
Quisiera como tal acercarme con modestia
a cada una de las tres partes en que se presenta la obra. En la primera parte
el poeta va revelando su impostura hacia
un lenguaje asimilable sin vislumbrar la pregunta de dónde ha nacido cada
verso. Reflexiones, cuadros, visiones, y espacios viajan con la luz. Y encontré
la sinestesia en La luz hablada, los hombres huecos de T.S. Eliot,
tablas flamencas, la duda en Sol de sombra o el aplastamiento del tiempo
en Bisagras sin piedad, tatuajes y despedidas y toda una suerte de
adiviñas. El mito de Don Sebastián, la necesidad del equilibrio entre la
historia, el presente y la lengua del texto, pero también un estilo lezamiano y evocador del gran Luis Feria, que remueven
los túneles urbanos, las casas sin hogar y la vida del sinvivir.
En
la segunda entrega y a cámara lenta, el autor reclama la calma para que la
lumbre llegue a lo que estaba oculto u ocultado, desde la violación sufrida por
Artemisis Gentileschi, la costra clerical, el propio cuerpo y sus metamorfosis,
algo similar a los continentes de tierra amarga de Dulce Díaz Marrero, el
ocaso, el despertar de Eros, amantes de ayer, premoniciones, hasta la paciencia
infinita de la inacción.
En la tercera, hay
como un ajuste de cuentas con la beatitud irredenta. La Noche finita frente a
un mañana perenne para después de la muerte. Las obras y el dolor de Munch, la
dialéctica, la monadología de Leibnitz en Florece sola, la ocultación, los días
perdidos del despertar, la obra inacabada de Gaudí, estrellas y diosas del orto
como Madonna, los árboles huérfanos de las grandes ciudades, la identidad
nómada del turista en temporada alta. El pasmar la luz de la escuela sevillana,
los estibadores de vivencias, hasta recalar en Ebria luz insepulta, un canto a
la vida dionisíaca.
@Roberto Cabrera
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