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miércoles, 13 de noviembre de 2019

AÚN MÁS FEO


AÚN MÁS FEO
ÁLVARO GUZMÁN BASTIDA
Dentro de su Hyundai, Melvin espera inquieto la llegada de su amigo mecánico. Ha amainado la lluvia, y empiezan a volverse a ver coches circulando por la carretera. “Debe estar de camino”, susurra, ajustando el cargador de su teléfono en el enchufe sobre del mechero. Vuelve a consultar la hora y niega con la cabeza. No va a llegar a la reunión del incipiente sindicato.

“Ahora tenemos un nuevo tipo de trabajador”, arenga a los asistentes el cabecilla sindical Saket Soni. El menudo indio hace una pausa efectista e interpela a su audiencia con la mirada. En la trastienda del café reina la curiosidad, que se abre paso entre los bostezos de un colectivo agotado tras otro día en el tajo. “El trabajador que reconstruye ciudades después de los desastres naturales. Esa nueva fuerza de trabajo necesita una voz. Y estamos aquí para ayudarles a encontrar esa voz, para que se haga oír alta y clara”.


El líder sindical cede la palabra a sus lugartenientes Cynthia Hernández y Daniel Castellanos. Este, siempre fulgurante, abunda en el alegato de su jefe antes de abordar el asunto que le tocaba, la logística de la entrega de las credenciales con los que la organización pretende proteger a sus miembros de las andanadas policiales. “Estamos aquí precisamente para informarles de que sí tienen derechos, tengan o no documentos tienen derechos acá. Que sepan que al final de la reunión vamos a repartir los carnets. A los que ya les tomamos fotos los tendrán hoy. El resto, quédense para que se las saquemos y podamos entregárselos pronto”.

“¿Para qué nos van a servir esos carnets si nosotros somos ilegales?”, interrumpe un joven salvadoreño impaciente, entre los gestos de aprobación del resto de asistentes. “Eso les vamos a explicar”, tercia Cynthia Hernández, que había tomado el micrófono de su compañero. Hernández, que apenas supera el metro sesenta de altura, tiene una mirada diáfana y penetrante y se comporta con una seguridad que le ha hecho ganarse el respeto del hipermasculinizado colectivo de trabajadores migrantes. Antes de apearse, presenta a Omán Matutes, el chopo hondureño que cayó en una trampa policial hace medio año, y que ahora, libre pero herido en el alma, con una espada de Damocles colgada en forma orden de deportación, exorciza sus demonios repitiendo una y otra vez el relato de lo que le pasó ante decenas de camaradas en potencia. “Su historia les va ayudar a entender por qué es bueno que tengan los carnets”.

“No hice daño a nadie”. Nadie Osmán cuenta cómo, en el otoño de 2018, recién llegado a Panamá City en busca de trabajo en la reconstrucción posterior al huracán, recibió una llamada que le cambiaría la vida. “No sé quién les dio mi teléfono. Pero yo atendí y me dijeron que buscaban alguien para hacer roofing. Yo le dije que sí sé de roofing y accedí a ir al lugar”. Osmán anotó la dirección y se puso en camino hacia una casa a escasos veinte minutos del aparcamiento de encuentro de los temporeros. Claro que sabía reponer tejados. Para eso había viajado a Florida desde Nueva Orleans. “Cuando yo llegué se pararon unos hombres ahí detrás y me dijeron: ‘¿Tienes licencia?’ Pero, ¿de qué están hablando? Yo no tengo licencia. Soy un trabajador. Y entonces me dijeron: ‘Quedas arrestado’. Yo les dije: ‘Bueno, si ustedes piensan que están haciendo lo correcto’. Ya de ahí llamaron a la migra”.


En Panamá City la policía le hace el trabajo sucio a las autoridades migratorias. Para que una agencia que, como Immigration and Customs Enforcement (ICE en sus siglas en inglés), cuenta con apenas veinte mil empleados pueda acercarse remotamente a su mandato de deportar a once millones de personas, necesita colaborar con otras fuerzas armadas. En Estados Unidos, con excepciones contadas como el FBI y la CIA, no hay cuerpos de seguridad federales. De modo que el eslabón que une a las policías local y los estados federados con las autoridades que se deben a Washington resulta fundamental. Para deportar a un indocumentado es preciso arrestarlo primero. ICE no cuenta con los recursos suficientes para determinar dónde vive todos y cada uno de los indocumentados. Es ahí donde entra en juego la policía: si cada día, en cada uno de los cincuenta y un estados de la unión, cada vez que se detiene a alguien con la piel oscura por girar con su coche sin usar el intermitente o por beber en la calle se le piden los papeles y se alerta a ICE en caso de que no los tenga, de pronto 20.000 contra once millones no parece una quimera.

Pero ese engarce no resulta fácil. Dentro de la tradición estadounidense, la descentralización (para bien y para mal) del poder tiende a redundar en la reticencia de los cuerpos policiales regionales o municipales a colaborar con sus homólogos federales. Y en un clima de resistencia civil masiva a la acción de ICE, los cuerpos de policía de todo el país han ido deshaciendo sus lazos con la migra, que el gobierno de Obama había fortalecido mediante un sinfín de programas de colaboración. (Las grandes empresas tecnológicas, como Dell, Microsoft, HP, Thompson Reuters, Amazon o Motorola cubren de una manera cada más sustantiva ese hueco al nutrir a ICE de datos obtenidos mediante la vigilancia de sus usuarios, y venderle software para que localice a sus objetivos. No en vano las campañas de presión –desde afuera– y la organización sindical –desde adentro– para frenar dichas colaboraciones han cobrado fuerza en los últimos meses como punta de lanza de la defensa de los derechos de los inmigrantes). 

No así en Panamá City, donde el sheriff Tommy Ford, quizá para abundar en la larga historia de homólogos suyos que, desde los tiempos del apogeo del Ku Klux Klan se empeña en demostrar que tienen la bandera supremacista más blanca y más gorda, se apresuró en alistarse, en enero de 2018, en un programa piloto que fortalecía aún más el nexo entre ICE y la policía de su condado. Desde entonces, ICE toma custodia de cualquier detenido del que se sospeche –sin necesidad de pruebas– que no tiene papeles durante hasta cuarenta y ocho horas, para facilitar así su detención y ulterior deportación.

La veda se abrió pues en enero, pero la temporada de caza despegó, cómo si no, con el Huracán Michael. Muy lejos de estar solo, Osmán fue uno de los cientos de trabajadores inmigrantes que cayeron en las sucesivas trampas que les tendía la policía para servírselos en bandeja a las autoridades migratorias. El mismo día que Osmán, respondiendo al mismo señuelo policial, acudieron a la misma casa dispuestos a trabajar una veintena de trabajadores. Todos fueron arrestados. Todos puestos a disposición de las autoridades migratorias, para regocijos de policías y agentes de ICE, que celebraban el trasvase en emails cruzados. Desde que el huracán azotó la ciudad, el número de inmigrantes detenidos y automáticamente entregados a ICE se ha disparado en Panama City un 700%. Son datos –emails incriminatorios incluidos– que han llegado al sindicato en ciernes Resilience Force mediante el concienzudo uso de las leyes de transparencia del Estado de Florida. Un rato antes de la reunión, Saket Soni y sus compañeros mostraban a Osmán la montaña de papeles que habían sonsacado a la policía del condado. “Esto sucede en un momento en el que el condado y esta parte del país necesita a los inmigrantes más que nunca”, le explicaba Soni a él y a media docena de trabajadores atónitos. Meticulosamente, repasaban junto a él las estadísticas de detenciones, los emails que celebraban su captura y la de cientos de trabajadores. Emergía pues un patrón. “Así que no fui yo sólo”, mascullaba Osmán.

En esos documentos se va a basar la defensa legal que Resilience Force prepara para Osmán. El joven hondureño se enfrenta a una orden de deportación inminente después de que, para poder salir del centro de detención en el que pasó cuatro meses tras estar en la cárcel otros dos, firmara una declaración de no impugnación a los cargos de operar sin licencia. (Osmán y el sindicato disputan dicho cargo, que da por hecho que el trabajador se hacía pasar por un contratista o pequeño empresario, en cuyo caso sí hubiera requerido licencia para trabajar. Osmán es un obrero raso). La defensa alegará, pues, discriminación racial e inducción dolosa por parte de la policía y de coacción por parte de los agentes migratorios que le hicieron firmar la declaración en la que se declaraba culpable e, implícitamente, deportable. Por mucho que les asista la razón moral, y salvo milagro judicial, las horas de Osmán en el país en el que ha pasado toda su vida adulta están contadas.

De las asambleas de la Fuerza Resiliente surge algo más que soluciones audaces a problemas concretos: la puesta en común de las experiencias de trabajo y explotación tiene un efecto de catarsis en los asistentes, que se sienten valorados por primera vez en su trabajo. Sus vivencias, su orgullo y problemas se colectivizan y, por tanto, se politizan: haberse lesionado al caer de un andamio deja de ser motivo de vergüenza al conocer que hay un problema extendido de inseguridad laboral. Uno deja de verse como un apestado por dormir en su coche cuando comprende que se puede interpelar al ayuntamiento para que ataje el problema de la falta de vivienda de los trabajadores de la reconstrucción. No haber cobrado por el trabajo hecho pasa de ser una fuente de frustración por haber pecado de pardillo o, como mucho, una cuita del David proletario contra el Goliat patrón para convertirse en un asunto de enjundia política.

Esos tres –la falta de vivienda, la ausencia de condiciones mínimas de seguridad en la obra y el robo de salarios– son junto con la presión policial y las deportaciones los problemas endémicos que devastan a los trabajadores migrantes de Panama City. Estremece lo extendida que es la práctica del robo de salarios, un problema tan ubicuo como difícil de medir, y sin duda acuciado por la desprotección legal y el creciente miedo a denunciar de los trabajadores migrantes. En 2017, un estudio del Economic Policy Insititue cifraba el volumen de salarios no pagados en Estados Unidos en quince mil millones de dólares anuales. En Panama City es difícil encontrar un solo trabajador que no haya sufrido este abuso varias veces. Muchos muestran mensajes de texto con chantajes de los contratistas, que les amenazan con acudir a la policía migratoria a delatarles si se les ocurre abrir la boca.

Terminado el relato de Osmán, un silencio pesado y sombrío se ha apoderado de la trastienda del café. “¿Qué podría haber ayudado a Osmán en una situación así?”, tercia el delegado sindical Daniel Castellanos. Ante la falta de respuestas, prosigue: “Le perjudicó mucho no haber llevado encima ningún documento. Como saben, en Estados Unidos no hay un documento nacional, o DNI, como en muchos de sus países. En los carnets que les vamos a entregar aparecer su foto, un sello distintivo de nuestra organización y el teléfono de nuestros abogados”.

Antes de que terminar su intervención, Castellanos observa contrariado cómo arrecian los murmullos en la sala. Alza la voz para abrirse paso entre ellos. Proliferan los gestos de desaprobación. “Además”, continúa, “en la parte de atrás, tendrán una breve declaración explicándole al guardia que no tienen nada que decir y relatando sus derechos”.

“Qué derechos ni qué derechos”, espeta un mulato fornido. “Aquí lo que pasa es que son unos racistas y vienen a por nosotros”.

“¡Calla! Que esta gente nos quiere ayudar”, reclama otro trabajador.

 “Así que, si les paran”, termina apresurado Castellanos, “entréguenles eso. Puede que aún así les detengan, pero tienen la obligación de llamar al número de nuestros abogados”.

En la orilla de un aparcamiento a escasos seis kilómetros de distancia, Melvin se llena la boca oxígeno, límpido tras la tormenta. De reojo, observa cómo su compatriota se pelea con la bujía de su desvencijado Hyundai. De pronto, el mecánico se yergue y niega con la cabeza. “Esto no da más, Melvin. Te voy a tener que cambiar la biela”.

“Pero, ¿dónde la tienes?”, pregunta inquieto Melvin. “Si tú aquí no tienes un taller como en Honduras”.

“Voy a ver si encuentro algo al Home Depot”, responde el mecánico. “Pero tienes que cambiar de carro. Este trasto te va a dejar tirado cualquier día de estos”.

Melvin asiente, con su media sonrisa enigmática de sufridor empedernido.

En el café, Osmán y Mario, el obrero mexicano con la pierna rota, lideran la siguiente sección de la reunión fundacional del sindicato. En ella, simulan una conversación entre un policía y un trabajador inmigrante, convenientemente provisto del carnet del sindicato. “¿Qué hace usted aquí?”, prorrumpe . “Nada. Yo no tengo nada que decirle, agente. Aquí tiene mi documentación”.  Los líderes del sindicato corrigen los tics de la interacción. “No te tienes que adelantar y ofrecerle el documento”, indica uno de ellos. “Dáselo sólo si te lo pide”. El juego de roles se sucede, invitándose a participar a todos los asistentes.

“Esto no es así”, se le oye terciar a uno. “A nosotros nos discriminan. No podemos andar dándole un papelito a la policía. Si nos paran, ya nos van a llevar presos”.

“Lo importante es que entiendan de qué trata esta nueva ley”, interrumpe la cabecilla Cynthia Hernández. “Ahora que la aprobaron, todo se va a poner aún más feo”.

El Estado de Florida no da tregua a los inmigrantes. Por si tener un sheriff más papista que el Papa Trump fuera poco, los legisladores estatales han dado en los últimos meses otra vuelta de tuerca a su codificación legal de la guerra contra el migrante. Bien pudiera ser la definitiva. Al fin y al cabo, programas como el que engrasan la colaboración entre la policía de Panama City y ICE funcionan por invitación. No dejan de estar sujetos a la connivencia de las autoridades locales y, en último término, a la voluntad popular. Basta con elegir a un sheriff que no esté por la labor de servir en bandeja deportaciones masivas, como viene ocurriendo por todo el país, y se acabó el problema.

Quizá por eso en Tallahassee, la capital de Florida, quieren curarse en salud, dejarlo todo atado y bien atado, a prueba de bombas democráticas. La nueva ley, de inocuo nombre SB 168, obliga a todos los municipios y condados a colaborar con ICE. Pero no se detiene ahí. La norma convierte a las autoridades locales en una extensión de facto de la policía migratoria. La ley, el sueño húmedo de los nativistas más rábidos, destila los postulados que teorizó en los años noventa Kris Kobach, figura pretrumpiana donde las haya. Kobach es un fascista con mansión y corbata. Educado en Harvard y Yale, navega en política a trompicones, de fracaso electoral a nombramiento a dedo y tiro porque me toca. Cuando todavía podía engañar a alguien con credenciales de élite académica, puso negro sobre blanco una teoría legal según la cual los gobiernos locales y regionales podían ser mucho más efectivos a la hora de reducir la inmigración de manera duradera que la Administración Central. ¿La fórmula? Apretarles las clavijas a los inmigrantes en todas las esferas de la vida, desde las más mundanas a las más esenciales. Los inmigrantes, teorizó Kobach, terminarían “autodeportándose” ante el clima de hostilidad para su existencia.

La SB 168 obliga a cualquier funcionario que se encuentre en el desempeño de sus funciones públicas a delatar a las autoridades a los inmigrantes simpapeles. No se trata ya de la policía, que tendrá que ocuparse de detener a trabajadoras del hogar mexicanas o cocineros somalíes en lugar (no hay tiempo ni recursos para todo) de hacer frente a asesinos o violadores. La norma obliga también a los servicios de emergencia, los profesores de los colegios, los trabajadores sociales, el personal de los hospitales o los psicólogos de las universidades a entregar a ICE a cualquier inmigrante del que sospechen que no tiene papeles. Si la maestra de una escuela tiene indicios de que los padres de uno de sus alumnos no tienen papeles, cometerá un delito si no llama a la migra. Cuando una funcionaria se entreviste con una mujer maltratada y esta le cuente que no denuncia a su marido por miedo a que la deporten, estará obligada a ser ella quien la delate a ICE. Si el conductor de una ambulancia sospecha del estado irregular de la víctima de un accidente, deberá descolgar el teléfono de la American Gestapo. Primero vinieron a por los inmigrantes…

En la trastienda del café devenida en zulo de conspiración sindical para indocumentados, va apagándose la performance tragicómica, en la que los desencuentros han dejado paso a la risa terapéutica. Disipada la algarabía, vuelve a reinar el silencio. Lo interrumpe, solemne, una madre guatemalteca, con su bebé recién nacido en brazos: “Todo esto de los abogados y la policía está muy bien. Pero aquí el problema es que no nos pagan”.

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