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jueves, 1 de agosto de 2019

LA MANIPULACIÓN SISTEMÁTICA DE LOS DELITOS DE ODIO


LA MANIPULACIÓN SISTEMÁTICA DE 
LOS DELITOS DE ODIO
ALEJANDRO ZAMBUDIO
Internet y las redes sociales se están convirtiendo, en según qué casos, en una pesadilla: numerosas trampas acechan a través de la rendija de la intolerancia. Independientemente de que la Audiencia Nacional haya acotado cada vez más la aplicación del tipo penal en delitos como el de apología del terrorismo y demás, lo cierto es que, cada vez más, somos los ciudadanos los que hemos permitido que la barrera represiva del Derecho Penal haya sido mayor. Y esto lo hemos podido ver en el caso de Ernesto Castro, profesor de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid, que ha sido protagonista por la denuncia interpuesta por el Movimiento contra la Intolerancia, por comparar y relacionar el matadero de cerdos de Binéfar (Aragón) con las víctimas del Holocausto judío del barranco de Babi Yar.


Los delitos de incitación al odio, los de injuria y calumnias han aumentado por la acción de los tribunales. Pero un aspecto hay que tener claro: la barrera represiva del Derecho Penal y del Derecho Procesal Penal aumenta o disminuye en función del nivel de tolerancia de la sociedad. Y cada vez somos más intolerantes.

El delito de incitación al odio, el artículo 510 del Código Penal, está pensado para proteger a colectivos o grupos que, por su naturaleza, estén en riesgo de sufrir indefensión: inmigrantes ilegales, víctimas de la violencia de género, el colectivo LGTBI, por ejemplo. Habrá quien pueda argumentar que en una sociedad en la que impera la libertad de expresión, todos los ciudadanos "tendríamos que ser iguales en todos los sentidos", pero esto hay que entenderlo con matices. Si bien nuestro artículo 14 de la Constitución proclama "la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley", la propia jurisprudencia del Constitucional hace una matización de este artículo: se permite la discriminación positiva siempre y cuando haya un mismo supuesto de hecho, pero, eso sí, haya sujetos que, por sus circunstancias, se encuentren en desigualdad. ¿Atenta contra el principio de igualdad? No. Y esto tampoco es producto de nuestro Derecho. Son avances propios del Estado Social. Este detalle se encuentra también regulado en las constituciones europeas.

Las expresiones de Ernesto Castro no son acertadas, pero que puedan ser constitutivas de delito es opinable. También habría que ver hasta qué punto sus palabras pueden ser eficaces como para atentar o lesionar los derechos de las víctimas del Holocausto. Aquí entra la cuestión de que, en una sociedad cada vez más judicializada, el delito de incitación al odio está siendo objeto de una tergiversación partidista que lo único a lo que contribuye es a que el Código Penal tenga que tutelar actitudes que tendrían que quedar al amparo de una libertad de expresión dentro de los cauces de una sociedad democrática.

Un ejemplo: la visita de Albert Rivera a la localidad donostiarra de Rentería. El viaje del líder de Ciudadanos estaba perfectamente justificado —solo faltaba que un político no pudiera desplazarse libremente por territorio español—, pero es difícil de entender que Rivera declarara que lo que sucedió en Rentería fuera un delito de odio. Rivera es el líder del tercer partido político de este país: es un personaje público que, en su calidad de parlamentario, percibe una atención mediática importante. Su remuneración como diputado, más sus ingresos particulares, le impiden estar en una situación de desamparo. La ideología política de Ciudadanos, además, es "socioliberal", credo político que comparten millones de españoles y de europeos. ¿En atención a estas circunstancias, Rivera puede ser sujeto pasivo de un delito de odio? La respuesta es no.

En el desfile del Día del Orgullo, miembros de Ciudadanos, recibieron insultos y agresiones. Una vez más, desde el partido naranja se adujo la incitación al odio. Pero nos encontramos ante el mismo caso que el señor Rivera: los diputados de Ciudadanos no reúnen, desde mi punto de vista, las condiciones necesarias para ser sujetos pasivos de un delito de incitación al odio aunque la Fiscalía haya abierto diligencias. Un posible delito de injurias sí; incitación al odio sería retorcer el tipo penal.

Casos como el de Rivera o el del Movimiento contra la Intolerancia manifiestan el problema que en España hay con la judicialización de la vida pública. Hemos delegado en la propia Justicia problemas que corresponden a los particulares. El Derecho siempre ha de ser la última opción: solo cuando fracasan mecanismos de resolución de todos los problemas —el diálogo, por ejemplo— este ha de intervenir. Ya que los españoles hemos permitido que no exista la sociedad civil, que seamos incapaces de gestionar nuestros propios recursos, independientemente de que vivamos en un sistema que invade cada uno de los estamentos de la sociedad en su conjunto, impidiendo cualquier tipo de iniciativa por parte de los particulares, sí podríamos permitirnos, al menos, ser más responsables y empezar a entender que el Derecho no puede ser ese Leviatán hobbesiano destinado a solucionar todos los males de esta sociedad.

Porque lo de Ernesto Castro nos muestra cómo el Derecho Penal se está convirtiendo en una nueva batalla cultural entre derecha e izquierda, con la Justicia como campo de batalla, cuando el poder judicial ha de estar al margen de estos conflictos, y no ejercer de mediador en este tipo de asuntos.

Utilizar el discurso del odio como categoría jurídico penal es nocivo porque menoscaba el criterio de proporcionalidad, generando que se den soluciones precipitadas. Hay que partir de la base de que lo que es discurso de odio actualmente es vago e impreciso. El lenguaje hostil es importante. En el caso de Ernesto Castro, simplemente hace una comparación con el Holocausto para reforzar su opinión sobre una matanza de cerdos, pero no lanza un mensaje agresivo respecto de las víctimas de este, el Estado de Israel o el sionismo. Respecto a los delitos de incitación al odio y la libertad de expresión, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, tiene muy en cuenta el concepto de "orden público". Para Estrasburgo es fundamental el núcleo, la esencia del discurso, el efecto que pueda tener el discurso sobre el clima social y no que incite a la violencia. En cambio, el Constitucional ha seguido un esquema de regla-excepción. ¿Qué significa eso? La regla es la siguiente: que España no es una "democracia militante".

Por "democracia militante", el Alto Tribunal entiende que "la libertad de expresión protege incluso a quienes niegan la esencia de nuestro sistema constitucional", por tanto, la libertad de expresión no puede verse restringida por la difusión de ideas contrarias a esta. La libertad de configuración del legislador penal encuentra su límite en el contenido esencial de la libertad de expresión. "No se permite la tipificación como delito, la mera transmisión de ideas, ni siquiera cuando estas sean execrables, aunque sean contrarias a la dignidad humana". ¿Cuál es la excepción? El discurso del odio queda excluido de la libertad de expresión.

¿Cuál es el principal problema entre esta ruptura entre el discurso del odio y la libertad de expresión? Que omite ese fundamental juicio de proporcionalidad, algo fundamental en el derecho libertad de expresión, en especial, el "efecto desaliento": como el discurso incendiario ahora mismo está penado, esto puede conllevar a que muchos no ejerzan este derecho fundamental. O como el Tribunal Constitucional argumenta en una de sus sentencias: "Ha de garantizarse que la reacción frente a dicha extralimitación no pueda producir por su severidad, un sacrificio innecesario o desproporcionado de la libertad de la que privan, o un efecto disuasorio o desalentador del ejercicio de los derechos fundamentales implicados en la conducta sancionada".

El artículo 510 del Código Penal, para algunos juristas, puede ser inconstitucional. Es la teoría que sostiene, por ejemplo, Rafael Alcácer Guirao, profesor de Derecho Penal en la Universidad Rey Juan Carlos. La base es que  puede entrar en colisión con el artículo 53 de la Constitución, que proscribe al legislador —entre ellos, al penal— que se inmiscuya en el contenido esencial de los derechos fundamentales. También sostiene su argumentación que «la propia indeterminación semántica del precepto, su amplitud aplicativa y su exceso punitivo, disuade del ejercicio del derecho fundamental de la libertad de expresión». El derecho a la libertad de expresión no solo hay que protegerlo, sino también promocionarlo. Hay que fomentar un debate, la deliberación pública, incluso cuando ese discurso es contrario a nuestro sistema de creencias. En el momento en que un conjunto de ideas se vuelve inatacable, la libertad de pensamiento se elimina de la sociedad.

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