UNA FÁBRICA DE CONSENTIMIENTO
JUAN CLAUDIO ACINAS
Urna destructora (Vote!), que
permite votar y contemplar como el voto queda destruido al instante, de manera
que no se tiene que esperar a que algunos políticos lo hagan durante toda una
legislatura. © Pep Torres.
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Como tantas otras, la palabra “candidato” tiene
su origen en el latín. Candidatus, en
la Antigua Roma, era quien vestía la toga candida,
una toga de color blanco con la que durante el tiempo de campaña electoral se
identificaba a quienes aspiraban a alguna magistratura. Además, candidus equivalía a puro, inmaculado,
sereno, íntegro, sincero o franco. Sin embargo, ni siquiera en aquellos tiempos
de virtudes paganas, los romanos eran tan necios como para atribuir a sus
políticos sólo cualidades tan benévolas y positivas. Así, el vocablo petitio que denotaba pretensión,
aspiración o candidatura, también significaba ataque, asalto o golpe. Y si el
término ambitio designaba el ajetreo
de los candidatos cuando paseaban por el Foro o el Campo de Marte solicitando
votos, a su vez era sinónimo de parcialidad, complacencia, ambición, pompa,
ostentación o afán de popularidad.
Y por si hubiera duda sobre lo
cercano de todo esto, se puede echar un vistazo a la carta que Quinto Tulio
enviara a su hermano Marco Tulio Cicerón, donde le aconsejaba sobre cómo ganar
las elecciones a cónsul en el año 64 a.C.: “Debes centrarte en el logro de dos
objetivos: obtener la adhesión de los amigos y el favor popular... Es necesario
crearse amistades que gocen de una influencia muy particular... Asegúrate el
apoyo de quienes tienen, o esperan tener, gracias a ti algún cargo o
beneficio... Simula las cualidades que no posees por naturaleza de tal manera
que parezca que actúas con toda espontaneidad. También es muy necesaria la
adulación, resulta imprescindible para un candidato cuyo aspecto y cuyas
palabras deben variar y adaptarse a las opiniones e inclinaciones de todos con
quienes se encuentre... No digas no a nadie. Las promesas quedan en el aire y no tienen un plazo determinado de tiempo...
Procura que se levanten contra tus rivales los rumores de crímenes, desenfrenos
y sobornos... Aquello de lo que no seas capaz, niégate a hacerlo amablemente o
no te niegues; lo primero es propio de un hombre bueno, pero lo segundo de un
buen candidato”.
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Desde aquella época en que la res publica era ya un asunto dirigido
por intereses exclusivamente particulares, la política empieza a entenderse
como una estrategia comunicacional para llevar a la gente, con más o menos
sutileza, hacia donde no necesariamente quiere ir. Es así como el sujeto no es
el ciudadano (actor-creador) que manifiesta sus demandas, sino el votante
(espectador-consumidor) que responde a estímulos mediáticos y atiende a la
representación (actuación teatral) de los verdaderos actores (los líderes
partidistas) sobre el escenario visible de la política (donde sólo se mueven
algunos hilos). Encontrándonos bajo una democracia reducida a una lucha
competitiva-electoral entre las oligarquías de los diferentes partidos, donde
los resultados electorales no son demasiado relevantes para conocer las
aspiraciones de la gente, sino para saber quién va a gobernar (mediante la aceptación
mayoritaria de su liderazgo). De lo que se trata, entonces, es de producir
consentimiento, sustituyendo la participación pública por una recepción nada
interactiva de los mensajes políticos y, con esto, persuadir, controlar o
manipular (construir) la llamada “soberanía popular”. De modo que se considera
a la gente como una mera cantidad (o suma de cantidades) sobre la que los
políticos y sus “creativos de ideas” emplean todos los recursos mercadotécnicos
(eslóganes, spots, tonadillas, carteles, etc.) para adormecer conciencias y
neutralizar cualquier auténtica oposición.
Ya lo dijo Georges Frêche: “Cuando
yo hago campaña, no la hago jamás para la gente inteligente. Gente inteligente
sólo hay entre el 5% y el 6%. Así que yo hago campaña para los gilipollas y
recojo votos en masa. Yo siempre he sido elegido por una mayoría de gilipollas”
(dos años después de esta irónica provocación, fue reelegido en marzo de 2010
con un 54% de los votos).
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Evidentemente, el negocio consiste
en vender, y con tal de vender no importa ser muy escrupulosos en cuanto a
ciertas formas de competir (ser incoherente, mentir, simplificar): lo que
importa (en la era de la posverdad) es echarle cara y tejer rumores junto con
el artificio de una exhibición personalista. Para lo cual no es cuestión, principalmente,
de convencer con razones, sino de crear un estado de opinión, de apelar a
emociones y sentimientos, suscitar pulsiones básicas (deseos, miedos), idear o
manipular símbolos (pins, camisetas, banderitas y banderas).
Todo lo cual tiene un otro precio. Y
no sólo por el encarecimiento de las campañas electorales, las financiaciones
turbias o las deudas adquiridas con los grandes agentes del mercado, sino por
otras consecuencias que se cargan sobre la ciudadanía, cada vez menos informada,
menos crítica, sin capacidad para formular y consolidar alternativas propias. Lo
que: a) devalúa el sistema democrático al incrementar la estetización y comercialización
de la política para captar a toda costa la atención del público; b) favorece
que lo sustancial sea sustituido por lo accesorio: el qué (los principios, el contenido y los argumentos) pierde
protagonismo respecto al cómo (lo posible,
la imagen, la forma); c) propicia que todo acabe por disolverse en lo
epidérmico, banal e inmediato, en lo que es sectario, simplón o irrelevante,
pero fácil de digerir, atractivo, llamativo, con buena apariencia; d) contribuye
a una rampante despolitización: los líderes acaban por transformarse en el
verdadero mensaje y los partidos se diferencian menos en sus propuestas que en
sus recursos iconográficos; e) condiciona una percepción selectiva: lo que el
candidato dice con palabras apenas se recuerda, lo que acapara la atención del
espectador es su figura mediática (expresión facial, gestos, sonrisa, tono de
voz) y cómo nos hizo sentir.
En fin, lo que hay…, dicen.
Juan Claudio Acinas
Anexo
LOS
TELEPRESIDENTES
No basta con ser presidente,
sino que hay que parecerlo.
Se gobierna para un
espectador/televidente más que para un ciudadano.
Gobernar es imaginar un
proyecto afectivo de nación.
Gobernar es promover un
héroe que nos proteja de todo mal.
Gobernar es tener una
propuesta simplista: dos o tres ideas, no más.
No se gobierna, se
permanece siempre en campaña.
Gobernar es convertir
al pueblo en guía e inspirador ideológico y estético.
Gobernar es estar en
los medios de comunicación.
Omar Rincón
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