POR ROBERTO
CABRERA
¿Todos tenemos un gran animal narrativo por dentro? Pero este
tipo de oraciones no suelen consignarlas
los escritores de primera. Fusión de Eco con Narciso. El parto de
Abraxas que molesta. El iniciático pachulí, la serenadora acacia. Todos los
personajes aparecen agachados. Acaban de salir de escena. En los
entrebastidores nadie tiene el aspecto patibulario de un Billy the Kid en las
últimas; son muecas que se injertan al talón de la picardía. Homo Narrator se
desboca en nosotros dibujando los pensamientos en la boca, poniendo la
lamparilla encendida en el corredor de un decorado. Yo tampoco me creí al
principio capaz de trepar a aquel viejo árbol de la floresta de Calvin, y menos
encontrarme la desnudez de las muchachas del Auberge, pero no es menos cierto
que una vez las escuchamos tras los ventanales del jardín, y lo que dijo una de
ellas fue más o menos: “tengo los pelos
del yoni como los bigotes de Dalí”. Esto lo dicen más o menos los otros
escritores. En la novela de género, el
personaje si no lleva revólver está con el culo al aire todo el tiempo. Su
sensibilidad se ordena en relación a un objetivo, el caso. Y su razón se
moviliza hacia la lógica ordenación de hechos que la imaginación arroja en
granos de metáforas que relacionan correspondientemente ambos mundos. La
superstición y lo inconsciente se anticipan y son convocados al banquete de
Eros, el felizmente nacido de concubina. Con todas las virtudes de los genes
paternos. La consumación del incesto social.
Bajo balos,
contrabajo y batería se acoplan y discurren como leche de cardón brazo abajo de
una momia. Ese día tuvo el mediodía difícil aquel embalsamador, Guayota se
escondió tras el codeso y la retama desde que el Sol traspasó el cenit.
Aburrido de guardar los infiernos del Solar de lo mágico y maravilloso,
pronunció la palabra que deja la noche a su merced: Ukanká... Cuando decidió
entrar a la cueva desde donde vigilaba a los embalsamadores de Echeyde,
sorprendió a unos excursionistas haciendo fuego y comenzó a tirarles piedras, pequeños
guijarros de poca densidad para asombro de aquellas inquietas mentes propensas
ahora a la paranoia. Luego, harto de reír a grandes carcajadas y resoplar
azufre como un dragón, dio un último rugido de león desde detrás del retamar y
los cardonales, que dio con sus foráneos cuerpos dentro del auto, en cuyo
interior todas las cosas guardaban riguroso orden, pero muy diferente del
establecido allí al iniciarse el paseo.
Lo experimentado
aquella tarde haría enmudecer a los voceros de las emisoras de radio, quienes
en otras ocasiones convocaban a cientos de "mentes curiosas" en
descampados donde hubiesen avistamientos de objetos no identificados y con
megáfonos iguales a los de monitores militares gritaban: “¡suelten aquí la
energía! ¡La energía negativa, el mal rollo bótenlo aquí!”. En aquella época
vivía por los alrededores de aquel bendito descampado de Puerta Maillot y
fíjate ahora, qué verde era mi valle. Aquello quedó hecho una pena a nivel
ecológico, incluso desde que terminó la telecomunicación, quedó el campo
anegado de botellas y servilletas de bocadillo. Realmente biodegradado hasta el fiasco. Luego vendría
bajando por aquellos páramos, el célebre asesino de La Umbría. Se ejercería la
prostitución y se establecería incluso un gueto de alemanes que pasaban hambre
con tal de no pagar... que tampoco tendrían, pobre gente. Pero que se actuaba
con mucho tacto y consideración, todo lo contrario a la xenofobia o el
linchamiento moral.
Pero la persistencia
del Pimentele en estos temas paranormales, le depararía un notable éxito. Fue
llamado a numerosos programas y se especializó en psicofonías y otros fenómenos
de difícil discernimiento para la ciencia. Luego se aburrió infinitamente del
tema. Su mente repetía: sensibilidad es igual a selectividad. Derivó sus
especulaciones hacia las prácticas ocultas de la Santa Iglesia, comenzando a
alternar en suntuosos almuerzos con otros tantos desenfadados científicos
escolásticos, filósofos naturales y doctores llullianos, algunos de ellos
mallorquines. Su penetrante inteligencia y sus argumentos ambiguos y oportunos,
le hicieron entrar en confianza, aunque en ocasiones recurriera a untar en
aceite de pentotal los tabacos de usía y vuecencia. Fenómenas manos de vegueros
que contrastan con los pulcros anillos pesados de la jet de los clérigos, unos
de paisano, otros con clériman y menos de sayo bajo con vitola, con los que
charla de forma entusiasta y distendida Pimentele hasta llegar al quid.
— ¿Dónde padre,
dígame, se encuentran los restos del deán mayor. ? — preguntó desafiante.
Al obtener la callada
por respuesta, pensó que se confirmaba su hipótesis de que Isidoro Rivero fue
muerto y desaparecido, por su doceañismo y desafío a las prácticas coloniales.
Tiempo atrás, a su desaparición, sufrió una reyerta que se saldó con una fuerte
herida traumática en la rodilla. Otras logias lo envolvieron en su manto de
humo o negaron su lápida bajo el amplio enlosetado de la catedral.
Pimentele comenzó a
llegar cada vez más lejos en su tarea alquímica de reconstrucción del
sincronismo de la muerte de Isidoro Rivero. <>. ¿Exhumado o arrojado a los pasadizos
subterráneos que comunican varios conventos y palacios?
Visitando los tesoros
del Arzobispo como invitado, tuvo ocasión Pimentele de fotografiar
disimuladamente joyas muy similares a las de un retrato del deán. Cada joya
tenía un registro en un libro adjunto, donde a veces se citaba la procedencia
de la pieza. Si de un orfebre que trabajaba para la casa o de donantes que
solían hacerlo por voto o en el curso del madrinazgo que debían cumplir los
ordenados.
Pimentele hizo
observaciones interesantes cuando
inquiriendo al reverendo dijo: — ¡De modo que en los libros figuran las
exequias de cualquiera y no figuran las del deán! Fue una zancadilla, fue una
trampa, usted lo sabe. ¿Por qué?—. Ese
secreto estuvo a punto de desvelarlo el doctor Ayala, cerca de su muerte. Los
diputados estaban muy molestos. Los militares, no menos. Isidoro se había disculpado
por no asistir a una comisión aquejado de un golpe con un arma contundente en
la pierna.
— Ni siquiera su familia hizo una demanda reclamatoria de los
restos, padre...
— Quién sabe si Porlier o Gory tuvieron la respuesta.
— El General dio nombre a una calle que fue tachada
de ser una auténtica vía marroquí.
— ¿Qué más se le reconoce? — interrogó Pimentele, relajando el
ambiente con una difusa bocanada de buena liga y ceniza de cobre.
— ¡El deán llamó estafadores y ladrones a muchos!, que se
vengaron sin duda.
— Entonces, padre ¿ por qué la Iglesia tampoco se ha molestado
en hacer que resuene la verdad en todo esto?—Era el señuelo catártico. — ¿No es
la misma falta obrar mal que vendarse los ojos ante una injusta y maligna
conspiración, y más si va contra uno de sus prestigiados defensores?
Era ya muy tarde
cuando Pimentele abandonara el palacio episcopal. Su mente corría acelerada por
los buenos licores y los ricos manjares, que actuaban como droga que imprime
agilidad de lince a sus conclusiones.
— Más difícil había
sido el caso del Vizconde del Pino y, sin embargo, hoy se conoce la completa
historiografía — se dijo.
En los días sucesivos
sintió unas progresivas alucinaciones, que le impidieron acudir al trabajo.
Esto se mantuvo constante hasta que obtuvo la baja del psiquiatra, quien no se
encontraba seguro en si habría o no que enviarlo a una "casa de
salud" por algún tiempo.
Estaba seguro de que
con la historia del manuscrito, Pimentele se iba a congratular de tener entre
sus manos un entretejido pullóver. Pero se equivocó. Pimentele estaba
literalmente en las nubes. Mezclaba la historia del manuscrito con anécdotas
eclesiásticas, que no daban buena espina. "El manuscrito"
desaparecería por un móvil sexual, mientras Isidoro Rivero por otro
político-militar. Pimentele había sido inhabilitado con este retiro cerca del
mar, del acceso a su acostumbrado laboratorio alquímico, siempre protegido por
estos gatos negros y dos estatuillas en el balcón con otros dos leones.
<>. Cierta vez un Rosacruz fotografió mi casa y me habló de
Poggio Monteverde, de quien haría una tesis. <>. Pero mi choza tiene
dragón y palmas, y sus cuidadores de barba azul permanecen acechantes sobre las
tejas.
Porque al llegar de
nuevo meto la mano en las habas y esta es la llave protectora para lo que tenía
por casa, la habitación del Auberge, del que seguía resultándole extraña la
decadente decoración que se extendía por toda la red del carnet de alberguista.
Algunos domingos
salía con la bicicleta y el ticket de "mens sana in corpore sano" y
se llegaba hasta el Club donde ya otra vez había mencionado la circunstancia de
que cambiaron el agua de las piscinas porque se había bañado un negro.
— Que vayan pasando los socios — dijo la voz.
— Prefiero que esta clase de tipos no esté en mis apuntes —
pensó en Valery horrorizado por uno de esos alumnos idiotas de La Sorbona.
— Shhshhshh. Oigo unos abejorros.
Recuperó las gafas
que dejara en el altillo y se recogió, ya tarde, no sin antes visitar la
"Cueva del Marino". Era realmente la covacha formada por el desorden
caprichoso de una otrora bien cuidada buganvilla, que caía sobre una escalinata
de doble acceso, ya en desuso, junto al muelle. Era un lugar misterio ya que el
espacio interior era notablemente más amplio de lo que pudiera parecer por
fuera. Incluso tenía unos cartones que debían ser la cama de un mendigo y también
un viejo libro de bitácora con múltiples anotaciones en inglés.
El personaje había
sido columbrado por él en plena Avenida del Norte ejecutando las tales
anotaciones, entre las que se distinguían claramente los nombres de los barcos,
frente al resto de fárrago literario. Esto le hizo rememorar la actividad del
Vigía, que conociera en Las Coloradas y que se colaba en la vida militar para
hacer desde aquel "interregno" sus anotaciones sobre el puerto de La
Luz, armado con un catalejo y dentro de una garita construida antes de los años
30. Ambos espectáculos se unen y nos proyectan una atmósfera "on the
road", donde lo que motiva es el gran morro de la Ford Ranchera y escuchar
su confortable, rudo y constante motor y algunos instrumentos musicales que en
su transporte producen sonidos caprichosos y hablan en clave con los viajeros.
Robin Fly sin hacer
ruido pasó por fuera del jardín ya nocturno sin que la bicicleta emitiera
ningún sospechoso chasquido. Temió que volviera a verlo el padre de la
muchacha. Y visionó la lamentable escena en su reflejo pupilar en coma tras la
carrera. Allí había estado él una mañana, charlando con la hija de Tom Paine.
La muchacha, con algunas flores frescas y excelentes vibraciones, con un
vestido blanco que exhalaba un arco iris difícil de distraer. Después de que la
muchacha hablara apoyada en la valla, salió el padre, que dijo a Robin Fly:
"Perdone, señor, no haga caso de nada de lo que está ella diciendo",
y se la llevó con su dura mano acariciando maliciosamente el frágil cuello de
la musa.
Robin Fly se unió a
un pelotón de principiantes que discurrían por un tramo de autopista,
raudamente los adelantó con una pedalada larga y segura, sin inmutarse por el
estado del asfalto. Luego, para perderlos de vista definitivamente, alongó el
cuerpo y sincronizó un cambio que le hizo salir disparado. Parapetado sobre el
cuadro de fibra de carbono echó una mirada retrospectiva y disimulada por
debajo de la axila y percibió a lo lejos unas lenguas colgantes y los
interminables jadeos del pelotón.
En el Auberge se
había mostrado taciturno e indeciso, pero ahora se encontraba seguro de sí y
bregado como un judoka.
Benicasim es el
nombre de un canario vendido como esclavo en la costa de Levante. Hoy es un
oasis turístico, Mediterráneo.
(fragmento de
la novela: Los lunares del césped
ed. Idea. S/C.
de Tenerife 2010)
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