VOX Y LAS ENCUESTAS
JUAN CARLOS ESCUDIER
Con los errores
ajenos se suele ser muy poco indulgente y hasta afeamos a los dioses sus
pretendidos gazapos. Nadie parece escapar a esta tendencia salvo las empresas
demoscópicas, cuya experiencia en eso de equivocarse es proverbial pero que,
ante cada nueva convocatoria electoral, logran presentarse como recién nacidos
sin pecados originales. Esta extraña circunstancia les otorga una credibilidad
de que la deberían carecer y, hasta en ocasiones -las menos- aciertan la porra,
más como casualidad o profecía autocumplida que por ciencia. Si la legislación
electoral no fuera una antigualla que impide sondeos en la semana previa a las
urnas tendríamos sus desatinos más frescos en la memoria.
El caso es que sus
predicciones acerca de los resultados de este domingo coinciden en que será el
PSOE el ganador de la contienda y que la suma de las tres derechas podrá sumar
o no una mayoría, lo cual es no decir gran cosa. Todas han coincidido en que
Vox irrumpirá con fuerza, aunque los sondeos, en su inmensa mayoría, relegan a
los neofranquistas por detrás de sus potenciales socios como quinta fuerza
política o como cuarta a costa de Unidas Podemos, sobre la que se ha
profetizado el naufragio.
Ha sido en estas
últimas horas de campaña cuando han surgido voces que alertan de que sus
evaluaciones acerca de Vox podrían estar subestimadas y que, en realidad, el
ímpetu de las huestes de la Reconquista sería mucho mayor de lo que han
previsto los sondeos. Para explicarlo se habla de una bolsa enorme de voto
oculto que no se declara por vergüenza y se alude a la experiencia reciente de
Finlandia –donde la ultraderecha rozó la victoria-, al caso de Trump o a la más
cercana experiencia de Andalucía.
Cualquiera que
conozca mínimamente las bambalinas de una campaña sabe de lo difícil y cara que
resulta la escenografía. Conseguir que los pabellones rebosen para aplaudir a
los líderes sólo está a la alcance de partidos con una gran implantación
territorial y con recursos suficientes para acarrear a los militantes en
autobuses y suministrarles bocadillos y banderas. El fervor se fabrica y cuesta
un ojo de la cara.
No es el caso de
Vox. De sus éxitos de convocatoria en Sevilla, Valencia, La Coruña, Valladolid
o Toledo, con aforos completos y simpatizantes en la calle, hay que deducir que
su potencia electoral es mucho mayor de lo que se vaticina y que no estamos
ante la clásica estrategia del miedo con el que algunos partidos tratan de
movilizar a los indecisos sino ante un pavor real y palpable a que su
nacionalismo cañí y casposo sea determinante en la política española.
Puede que las
encuestas no detecten a la ultraderecha pero existen otros sondeos, a pie de
barra de bar, que ofrecen una realidad bien distinta y que niegan incluso un
supuesto voto oculto que se declara a gritos. La pretendida corriente
subterránea está a la vista de todos, ya sea en el rellano de la escalera, en
la oficina o en el supermercado. Nadie debería, por tanto, llamarse a engaño.
De confirmarse
estos augurios, habrá quien explique la ceguera colectiva como una reacción
imprevisible al conflicto territorial, cuya influencia nadie puede negar. No
obstante, sería un extravío aún mayor atribuir exclusivamente a la crisis
catalana la involución a la que puede estar expuesta la sociedad española en su
conjunto. Los verdaderos responsables serán quienes han banalizado a la
ultraderecha y han blanqueado su discurso hasta presentarla como una fuerza
constitucionalmente homologable con la que se puede pactar sin rubor alguno.
Como se decía aquí
antes incluso de que las elecciones andaluzas confirmaran el fenómeno, es esa
nueva derecha sin complejos la que ha facilitado el ascenso de los
reaccionarios, al sustituir el necesario cordón sanitario que tendría que haber
contenido el contagio por una alfombra roja para que Abascal entre al Congreso
a caballo, como Pavía. El auge del extremismo tiene sus culpables y a partir
del domingo habrá encuestas que lo confirmen.
No hay comentarios:
Publicar un comentario