SOPA DE CEBOLLA PARA MIGUEL
RAMÓN J. SORIA BREÑA
Preparaba una sopa
de cebolla de lujo. Entonces aspiraba a ser sublime sin interrupción cuando el
amor y el tiempo en libertad iban de la mano. Acababa de volver de París y
estaba aún deslumbrado por una sopa que el gran Bocuse había puesto de moda
hacía algún tiempo, la Sopa Valéry Giscard d'Estaing o Sopa de trufas Elyseé.
1975. Tenía cebollas tiernas y una gran trufa negra, ganas de deslumbrarte y
hambre de siesta en compañía.
¡Hoy hace setenta
años!, me dijiste. No presté atención a la vaga efemérides, solo a tu belleza
de recién levantada, al olor a café y a la preparación de todas las viandas
para mi lujosa sopa. Fuiste a una de las librerías y sacaste el pequeño libro
desgastado para leerme otra receta de otra sopa de cebolla bien distinta. La
que yo estaba haciendo era fruto del lujo y del poder, de ingredientes
caprichosos y un refinado capricho. La que tu me leías en ese momento era
invención del hambre, tal vez del hambre silenciosa y rabiosa de generaciones
de hombres y de mujeres del sur que no habían tenido muchas veces para comer
más que pan y cebolla. La primera tenía la suave belleza del hojaldre caliente
que esconde la cucharada colmada de golosinas, al segunda la belleza invencible
del amor de un padre que está lejos y sufre.
La cebolla es
escarcha
cerrada y pobre:
escarcha de tus
días
y de mis noches.
Hambre y cebolla:
hielo negro y
escarcha
grande y redonda.
En la cuna del
hambre
mi niño estaba.
Con sangre de
cebolla
se amamantaba.
Pero tu sangre
escarchaba de
azúcar,
cebolla y hambre.
Un padre
encarcelado, aún perplejo, humillado, indeciso, ignorante todavía de lo que
vendrá después, de la tristeza más indecible, del dolor más agudo, físico y
mortal, de la desesperación de saberse vencido y derrotado para siempre, porque
la vida no tiene posteridad y sí un frágil presente para quien ha visto tantas
vidas partidas. 1939, cárcel de Torrijos. No hay papel. Su mujer le escribe que
en casa solo tiene cebolla y pan para comer y para dar al hijo. Él escribe
entonces esta receta con un lápiz en trozos de papel higiénico. Ya sabemos la
historia del poeta. No la voy a contar aquí. Hay muchos libros con todos los
detalles. Está el durísimo retrato agonizante o muerto ya, pintado por su
compañero Buero Vallejo en 1942, en el reformatorio de Adultos de Alicante. Y
antes las traiciones de los que él creía que eran sus amigos. Y antes su
regreso a Orihuela tras la guerra pensando que, acabado el horror, llegaría la
paz. Y después su torpe huida a la frontera portuguesa, su primera prisión, la
azarosa puesta en libertad, su nuevo procesamiento, la condena a muerte. Y
luego la enfermedad, la agonía de semanas, tuberculosis, bronquitis, tifus,
venganza, dolor, tanto dolor, la agonía como forma de tortura a él, a su
familia. Sobre todo dolor de padre y de enamorado al tener la absoluta certeza
de que ella y el hijo se quedarían solos en un país gobernado por tantos
animales, tantos años.
Una mujer morena,
resuelta en luna,
se derrama hilo a
hilo
sobre la cuna.
Ríete, niño,
que te tragas la
luna
cuando es preciso.
Alondra de mi casa,
ríete mucho.
Es tu risa en los
ojos
la luz del mundo.
Ríete tanto
que en el alma, al
oírte,
bata el espacio.
Sin embargo en esta
receta, en esta nana, Miguel solo nombra la felicidad, porque con cebolla y pan
antes que Josefina hicieron muchas cocineras pobres guisos ricos y
reconfortantes. Leías despacio. Tu voz sonaba frágil al principio, rodeada de
cerezos en flor y fresco de mañana. Detrás de la belleza delicada y sencilla de
los versos se escondía la más atroz posguerra, la siniestra inquina del
franquismo para con los vencidos, su deseo de borrar cualquier rastro de
progreso, de aniquilarlo todo. Sabes que el último libro de Miguel, “el hombre
acecha”, aún sin encuadernar, fue “depurado” es decir, destruido por una comisión
presidida por un filólogo que no voy a nombrar para no llenarlo de importancia,
por azar o fortuna se salvaron dos copias y el libro se pudo editar muchos años
después, ya en democracia. Y este libro que tienes en las manos, “cancionero y
romancero de ausencias”, será escrito en esa primera cárcel en unas condiciones
de insalubridad, miseria y frío inimaginables. Sin embargo la nana, la receta,
esta escrita en seguidillas, como quien canta lo primero que le sale del
corazón sin pensar mucho. En tu voz sonaban sus palabras como brisa caliente y
alegría de abrazo deseado.
Tu risa me hace
libre,
me pone alas.
Soledades me quita,
cárcel me arranca.
Boca que vuela,
corazón que en tus
labios
relampaguea.
Es tu risa la
espada
más victoriosa.
Vencedor de las
flores
y las alondras.
Rival del sol,
porvenir de mis
huesos
y de mi amor.
Han pasado siete
años y aún me acuerdo. Me acuerdo cada 28 de marzo que ese día hice las dos
sopas, la sopa de los ricos y de los pobres, la sopa de Paul y de Miguel, Tenía
y tengo la certeza que gracias a los versos de Miguel, a su generosidad y a su
vida derrochada en luchar por un país mejor, más moderno y más justo, estaba
ahí esa mañana cocinando sin miedo una sopa de lujo y también cocinando una
sopa humilde gracias a su receta-nana y a la memoria de tantos que nunca han
olvidado y han escrito, han recordado, han denunciado, han dicho y aún buscan
los huesos de los que amaron. La receta de aquellas que cocinaron durante
generaciones con casi nada y lograron inventar comidas muy ricas con
ingredientes tan pobres.
La receta en la que
están pensando Miguel y Josefina es muy sencilla. Se pica una cebolla grande
(en brunoise, diría Paul) y se sofríe en aceite de oliva, cuando está blanda de
añade un diente de ajo y se deja que se caramelice o dore a fuego lento. Se
pone media cucharadita de pimentón dulce, se remueve unos segundos para que se
fría pero que no se queme y se añade un litro de caldo de pollo o de verduras.
Es muy frecuente, sobre todo en Extremadura, que el caldo se haga con un
hervido de verduras corrientes: un trozo de col, otra cebolla, un puerro y unos
espárragos de campo que dan un fondo amargo al dulzor de la sopa. Se deja
hervir el caldo, probamos, rectificamos la sal y colamos. Se preparan a parte,
en la sopera, finas láminas de pan asentado. Se vierte el caldo sobre ese pan y
se sirve al momento la sopa bien caliente. Hay muchas diferencias por pueblos,
comarcas o regiones de esta sopa pero su base es siempre la misma: cebolla
dorada en aceite, agua y pan duro. Se puede dorar por encima esta sopa
metiéndola al horno fuerte quince minutos.
La carne aleteante,
súbito el párpado,
y el niño como
nunca
coloreado.
¡Cuánto jilguero
se remonta, aletea,
desde tu cuerpo!
Desperté de ser
niño.
Nunca despiertes.
Triste llevo la
boca.
Ríete siempre.
Siempre en la cuna,
defendiendo la risa
pluma por pluma.
¿Qué pensaría
Miguel Hernández de este tiempo de hoy y de esta sopa de Bocuse tan derrochona?
Te pregunté. ¡En el restaurante de Lyon esta sopa costaba ochenta y cinco euros
pero hacerla yo hoy apenas me costará veinte! Tardaste mucho tiempo en
contestar. Leíste en voz alta otros poemas mientras yo seguía cocinando las dos
sopas. Tu voz sonaba muy segura, llena de la libertad y la belleza, la lucidez
y la energía de quien entiende con orgullo de sureña que Miguel Hernández, su
memoria, sus versos y su risa estaban hoy muy vivos y presentes, en cambio los
nombres de todos los demás, gentuza ruín, habían sido borrados por el viento
del pueblo y de la historia. ¡Le gustaría la sopa!, rompería con curiosidad el
hojaldre y metería con hambre y gusto la cuchara, diría que, a pesar de ser
hombre, ¡no eres tan mal cocinero!
Doro seis alitas de
pollo a horno fuerte unos tres cuartos de hora. Sofrío en buena mantequilla un
puerro, una zanahoria y una cebolla grande bien picada y cuando están doradas
las verduras añado las alitas, un cuarto de gallina, dos carcasas de pollo, dos
muslos de pollo, dos litros de agua y cuezo a fuego lento durante dos horas.
Voy desgrasando el caldo y al final los cuelo bien con un colador de tela para
que el caldo quede dorado y transparente. Vuelve la olla al caldo, cuezo
durante dos horas y espero a que se reduzca a la mitad.
Ser de vuelo tan
alto,
tan extendido,
que tu carne parece
cielo cernido.
¡Si yo pudiera
remontarme al
origen
de tu carrera!
Al octavo mes ríes
con cinco azahares.
Con cinco diminutas
ferocidades.
Con cinco dientes
como cinco jazmines
adolescentes.
A parte sofrío en
buena mantequilla, en una sartén, cortado todo en dados pequeños, media cebolla
tierna, medio apio sin hilos, unas setas de temporada y una zanahoria. Añado
algo de sal y rehogo cinco minutos. Corto en dados pequeños la carne de los
muslos de pollo limpia de ternillas y piel e igual cantidad de foie micuit.
Rallo unos treinta gramos de la trufa negra dentro de cada soperilla
individual. Añado una cucharada de dados de foie, otra de las verduras y otra
de carne de pollo. Relleno de caldo, cubro con un círculo de hojaldre cada
sopera sellando bien el borde, barnizo con huevo batido y horneo a 220 grados
durante quince o veinte minutos. Comimos de primero la sopa de Miguel y de
segundo la de Paul. Brindando por la vida y su memoria.
Hoy, otro 28 de
marzo, he vuelto a hacer las dos sopas en su honor ¿Qué queda de aquellos
orgullosos miserables que hicieron del poder carroña y que persiguieron,
encarcelaron y dejaron morir a Miguel Hernández? Nada, ni siquiera desprecio.
¿Y qué queda de Miguel Hernández? Todo. En sus versos de batalla o los de amor,
aún en los más barrocos y rimados, sigue oliendo el rocío dulce de la ternura.
Sus palabras saben en la boca con la intensidad del pan recién hecho, del beso
del hijo o una sopa oscura y dorada de cebolla cuando hay hambre. Y hoy, en el
día que fue de tu muerte, no van a ganar de nuevo ellos, Miguel, no ganarán, no
pasarán.
Frontera de los
besos
serán mañana,
cuando en la
dentadura
sientas un arma.
Sientas un fuego
correr dientes
abajo
buscando el centro.
Vuela niño en la
doble
luna del pecho.
Él, triste de
cebolla.
Tú, satisfecho.
No te derrumbes.
No sepas lo que
pasa
ni lo que ocurre.
AUTOR
Ramón J. Soria
Breña
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