LOS SIETE RISCOS
DUNIA
SÁNCHEZ
Y corría el siglo XVI, los riscos se
amontonaban en siete , en siete diabólicas cavernas, según decían, de mujeres
expulsadas del pueblo. Siete eran ellas, Siete
almas vigilante de las cimas de todo lo que cursaba abajo, en la aldea.
Sus miradas se perdían en las nieblas de un otoño precoz, duro, cruel, sombra
de sus ojos blancos de tanta oscuridad. Fueron arrancadas de sus vidas
cotidianas con el rajar de sus quehaceres , de sus saberes. Una escribía lo
censurado, una leía lo prohibido, una sanaba con sus manos maduras en la noche
cuando lo prohibido saltaba la muralla, una era partera con los métodos por
ella misma creados y malignos ante la comunidad, una era música de las bellas
melodías en un convento donde todo era clausura, una era en sus pensamientos
vestía trajes de hombres y cabalgaba más allá del horizonte donde las olas
rajan la libertad y llegamos la última aquella que pintaba todo mal de aquella
sociedad y sus creencias. Ahora vivían
en el aislamiento, en esos riscos donde nadie podría llegar, donde nadie debía
ir. Las llevaron para que ellas mismas se cruzarán con su propia muerte
habiendo ya sido torturadas en esa atmósfera enrarecida de una aldea donde las
órdenes la dictaba la iglesia. Una
religión manoseteada por cruces en la deriva de todo lo que era pecado. Nacer
mujer ya lo era en sí, catalogadas como bestias del callar y de la nada. Una
sociedad marcada por hombres recelosos, envidiosos, usureros de su potencial,
de su fuerza. Siete eran ellas, siete almas vigilantes en las cimas de los
riscos. Mujeres con cicatrices ante la devastación de sus cuerpos ante el más
cruel de los castigos. Amarradas por las manos, por las piernas, por el cuello,
por la cintura. Arrastradas ante un público hermético, carcomidos por ideas
erróneas. Pasadas por hogueras donde el fuego y la muerte jugaba a las
carcajadas de las miradas que creían que serían su salvación, miradas
hechizadas por el santo oficio. Siete riscos, siete mujeres. Desnudas, que solo
se alimentaban de la dejadez de los campos cultivados cuando la noche
llegaba. El gran poder pensaba que así
sanarían, creían que la muerte las sacudiría sino volvían a la normalidad. Y
las siete almas vigilantes de las cimas seguían sus propios ritmos , se
transmitían entre unas y otras cada pensamiento, cada deseo, cada fuerza para
mantenerlas en vertical con el aliento que nutria sus huesos. No se conocían,
pero lo sabían. Sabían que habían siete riscos, siete cavernas donde siete
mujeres se entregaban a su arte, a su pasión con el paso del tiempo
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Los siete riscos
con formas dispares , con rocas amorfas y filamentosas que prohibía todo pasa
para cualquiera de la aldea. Una aldea grande, conformada por una iglesia donde
epicentro de sus movimientos. Una arquitectura amplia, convencida de que así
llegaría a su Dios ¡Qué Dios¡, me pregunto. Un Dios erguido en la conciencia de
sus fieles a ras de la muerte de la libertad, de la paz. Todos asentados en
ella como si fuera tempestad que no hay que despertar sino elogiarla,
levantarla, pulirla de rezos y rezos a cada momento cuando las campanas
replican. Todo lo demás era tierra, tierra fértil donde se quiera que se mirará
y más allá envuelta por un mar precipitado en cierto punto de un mundo donde se
creían únicos, exclusivos de su adorado Dios. Una isla, sí es solo una isla en
medio en el más extenso de los océanos y solo una orden inducida a las más
severas penas cuando alguna alma propagaba su lucidez. Todos ojos cerrados.
Todas riendas de una fe ciega. Todos ignorantes de las verdades de aquellas
siete mujeres de los siete riscos. Ahí la nada soportaba con todo su esplendor
el espectáculo más allá de las mareas. Ellas podían ver, cada una en su risco,
otras maneras de vida, otras formas de absorber la frenética brisa fuerte del
otoño, del invierno, de un día cualquiera. De los siete riscos caía en su larga
cabellera hasta llegar a la aldea todas las formas de naturaleza de aquella
ínsula. Tabaibas, cardones y un etc de
elementos nacidos de la madre naturaleza. Llegar a los sietes riscos era
prácticamente imposible, solo las siete mujeres, solo los aborígenes
antecesores de la mentira danzaban con
sus saltos en ellos ayudados por un palo, un palo grande. Nadie lo sabía pero,
allí, en los siete riscos ya había sido habitado. No por estas siete mujeres
sino por las vidas ahora esclavas de sus antecesores. Vidas calladas en el
tortuoso trabajo diario. Vidas amputadas ante el poder aberrante de unas
creencias que empoderaba el rechazo. Vidas tratadas como absurdas, bajas,
menospreciados por aquellos considerados avanzados...CONTINUARÁ
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