LOS COCHES ELÉCTRICOS PUEDEN DAR DISGUSTOS A ESPAÑA
CARLOS ELORDI
La iniciativa del
gobierno de prohibir la matriculación de vehículos contaminantes a partir de
2040 y su circulación diez años después conecta plenamente con las decisiones
que se están tomando en el resto del mundo. Aunque aquí lo único que parece
preocupar es la polémica política cotidiana y de muy corto alcance, los medios
más influyentes del planeta llevan mucho tiempo dedicando un espacio preferente
a las revoluciones ecológica, económica
e industrial que conllevan e impulsas esos movimientos. El gobierno
camina, por tanto, al ritmo de los tiempos. Lo que no está tan claro es si
España está en condiciones de afrontar los retos que esos cambios suponen. Sin
embargo éstos son inevitables.
Y se están
acelerando. Son ya unos cuantos los máximos dirigentes de la industria
automovilística que declaran sin ambages que su futuro está en el coche
eléctrico, que los de gasolina y gasoil terminarán dejándose de producir. Y
crecen exponencialmente las inversiones que esos fabricantes están planificando
para apuntarse a ese futuro. Hace menos de dos meses que los ministros de
industria de la UE acordaron reducir en un 35 % las emisiones de los vehículos
de aquí a 2030. La respuesta de los fabricantes ha sido la de multiplicar por
diez, de 25.000 a 255.000 millones de euros sus planes de inversión para poder
fabricar coches eléctricos más eficientes y baratos que los actuales.
Con una frecuencia
creciente las grandes multinacionales anuncian nuevos modelos eléctricos: el
Taycan de Porsche, el I Pace de Jaguar, el EQ de Mercedes, el Mini E de BMW.
Algunos de ellos no entrarán nunca en la cadena de producción y sirven sobre
todo para confirmar que esas marcas están a la altura de las circunstancias. Y
no sin esfuerzo, porque esos prototipos cuestan mucho dinero.
Pero la impresión
que se deduce de las noticias en torno a esa transformación en marcha es que
los gigantes del automóvil, las marcas clásicas, no son los principales
protagonistas del cambio que se está produciendo. Que las están mejor
colocadas, porque llevan más tiempo y más dinero gastado en el empeño, son unas
cuantas nuevas firmas que partiendo casi de la nada pueden terminar llevándose
el gato al agua.
Tesla, que acaba de
presentar sus primeras cuentas con beneficios, en Estados Unidos o el inventor
británico Dyson, que acaba de firmar un contrato para desarrollar y producir
coches eléctricos en Singapur, son alguno de esos nuevos nombres. Y se prevé
que en breve se les sumen bastantes más. Pero en los periódicos aparece también
otro dato fundamental. El de que el futuro del coche eléctrico está en Asia, y
particularmente en China, en donde en los últimos años, casi a la chita
callando, se ha producido un ingente esfuerzo tecnológico e inversor para
colocarse a la cabeza del mundo en este sector.
En China, cuyos
coches convencionales siguen conquistando nuevas cuotas de mercado, hoy se
produce el 69 % de las baterías o está planificada la producción de este
elemento crucial de los coches eléctricos. Estados Unidos sólo alcanza el 15 %.
Europa no llega al 4 %. Por si ese protagonismo asiático no fuera suficiente,
Japón está a la cabeza en la investigación y desarrollo de nuevos motores
eléctricos.
La lucha contra la
contaminación atmosférica y la necesidad de reducir la dependencia del petróleo
y del gas son los motores por así decir ideológicos de esos cambios que van a
figurar como hitos en la historia económica e industrial del mundo y que cada
día plantean nuevos desafíos tecnológicos en los que trabajan decenas de miles
de investigadores. Aumentar la producción de níquel mediante nuevos
procedimientos u obtener cobalto en el fondo del mar como proponen
investigadores australianos son algunos de esos retos.
Y nadie va a poder
parar esos procesos. Los coches eléctricos o los patinetes –cuya producción
Ford va a aumentar significativamente- han llegado con vocación de asentarse en
el mercado. Falta aún tiempo, y mucho desarrollo tecnológico, para que esa
realidad sea aplastante. Pero todo indica que va a llegar. Sin duda un tanto
más tarde en lo que respecta a los camiones. Las crecientes y cada vez más
difundidas restricciones al tráfico de vehículos contaminantes van a hacer aún
más inevitable el proceso.
Es indudable que
todo ello tendrá algunas consecuencias negativas. Los grandes fabricantes de
automóviles van a sufrir. Tendrán que dedicar mucho dinero para renovarse y, al
menos durante un primer periodo, recortarán plantillas para hacerlo: los
alemanes, gigantes europeos, acaban de anunciar que en su país se perderán
100.000 puestos de trabajo. Lo cual no parece que vaya a disuadirlos en su
empeño de impulsar el coche eléctrico. En cambio Donald Trump, confirmando que
es el más conservador, sigue protegiendo a la industria tradicional. A pesar de
que en Estados Unidos no dejan de surgir iniciativas para promover el coche
eléctrico.
Vistas así las
cosas, los proyectos anunciados por el gobierno español no pueden si no ser
aplaudidos. Pero la iniciativa suscita algunas preguntas inquietantes. La
primera parte del hecho de que España es el segundo productor europeo de
coches. Pero también del de que todas las firmas que actúan en nuestro sector
están en manos de capitales extranjeros. Y lo uno conjugado con lo otro es un
elemento de debilidad. Que se hizo evidente cuando tras el estallido de la crisis
mundial de hace una década prácticamente todas las multinacionales presentes en
nuestro país anunciaron fortísimos recortes de producción y de plantillas o
lisa y llanamente el cierre de sus instalaciones.
A casi todas ellas
se les pudo convencer de que no llevaran a cabo sus planes, al menos en su
totalidad, mediante ingentes subvenciones o ayudas de todo tipo. ¿Cree este
gobierno o los partidos que aspiran a sucederle que habrá que hacer lo mismo si
esas empresas deciden que sus plantas españolas habrán de pagar el pato de la
reconversión al coche eléctrico? ¿Y cuánto dinero haría falta para revertir
esas eventuales decisiones?
Los problemas de
siempre están ahí, por poco que se les mire. Los sucesivos gobiernos de la
democracia no han querido propiciar un auténtico desarrollo industrial acorde
con los tiempos. Y menos aún un esfuerzo tecnológico y de investigación como el
que exigen las transformaciones en curso y que no sólo los países más ricos
están abordando. Ojalá que el proceso, aún por concretar y que puede producir
muchas sorpresas, ofrezca a España alguna oportunidad de soslayar los peores
escenarios posibles. Lo que está claro es que es inevitable.
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