SÁNCHEZ Y CASADO SE DIVORCIAN
JUAN CARLOS ESCUDIER
Lo del Gobierno con
el PP y su ruptura de relaciones ha sido un divorcio tan exprés que ni siquiera
se conocía que la pareja se lo estuviera montando ni mucho menos que hubiera
consumado el ayuntamiento. De hecho, tampoco se sabe muy bien qué significa que
Sánchez y Casado hayan partido peras, más allá de que dejen de felicitarse los
cumpleaños o que se bloqueen mutuamente en whatsapp y en twitter. Desde que la
separación se ha hecho pública vivimos sin vivir en nosotros y morimos porque
no morimos en plan Santa Teresa.
La cosa ha empezado
como una vulgar riña de enamorados. Pablo le ha dicho a Pedro que era un
golpista y éste le ha respondido que si mantenía sus palabras no tenían nada
más que hablar. Pablo, que cada día está más crecido desde que Aznar le mima
como una madre y los suyos le comparan con Cánovas del Castillo por sus
vibrantes alocuciones, no ha rectificado. Así que todo indica que Pedro le ha
retirado la palabra y hasta el saludo.
Se supone que las
relaciones entre el jefe del Ejecutivo y el líder del primer partido de la
oposición se centran en eso que llaman cuestiones de Estado y que la iniciativa
la lleva el de Moncloa, que es el que elige el lado de la cama que más le
gusta. No valen excusas tales como el dolor de cabeza. El presidente puede
llamar para compartir su estrategia antiterrorista, para pedir árnica con el
tema catalán, para evitar que se investigue al emérito, para justificar por qué
seguiremos vendiendo bombas a Arabia Saudí o para pactar una posición común
sobre el lío del impuesto de las hipotecas, que es bastante más que una
cuestión de Estado porque afecta a esos grandes benefactores de la humanidad
que son los bancos. Y si llama directamente o por ministra interpuesta, hay que
ponerse, ya sea para no hacerle ni puñetero caso y exponerse a la acusación de
irresponsable o para hacérselo pero sin que lo parezca, lo cual exige que medie
alguna invectiva.
Este tipo de
relaciones pueden variar según el caso y los protagonistas. A Zapatero, por
ejemplo, le molestaba mucho el desdén que le dispensaba Aznar, y eso que cuando
llegó a la secretaría general del PSOE y el estadista del bigote le citó en
palacio lo primero que hizo fue irse al Corte Inglés a comprarse un traje para
causarle buena impresión. Ya en Moncloa, se propuso ser más dialogante con
Rajoy y no ofenderse cuando éste le llamaba bobo solemne, acomplejado,
grotesco, zafio, maniobrero o traidor a los muertos de ETA, al tiempo que pedía
que se ampliaran los requisitos para ser presidente porque lo de ser español y
mayor de edad no le parecía suficiente.
Cuando le tocó el
turno, Rajoy quiso en parte emular a su predecesor hasta que ocurrió algo muy
parecido a lo de este miércoles. Sánchez le dijo que era un indecente y en ese
mismo instante se jodió el Perú. La reconciliación parecía imposible a la vista
de los mohines del socialista en cada encuentro forzoso, cuya duración no
excedía al de la tradicional visita del médico. Pero hete aquí que el 155
reavivó la llama de un idilio al que la moción de censura puso fin. Trastocados
nuevamente los papeles, con Casado en el lugar de Sánchez y con éste en el de
Rajoy, todo se ha ido al garete por ese epíteto de “golpista” dirigido al
hígado presidencial.
Nadie a estas
alturas comprende el alcance de esta pelotera. Se ha preguntado en el PSOE y no
han podido dar razón salvo para afirmar que estaban muy de acuerdo con que
Sánchez mandara a Casado a hacer gárgaras, que es como enviarle a hacer puñetas
pero con más ruido de fondo. En el PP, por su parte, han tenido que recurrir al
linimento para calmar unas manos enrojecidas de tanto batirle palmas al líder
por su audacia y bravura. Estando todos tan contentos, sólo cabe felicitar a la
expareja y desear a ambos que sigan separados el mayor tiempo posible.
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