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lunes, 8 de octubre de 2018

AZNAR, EL PATRIOTA PATÉTICO


AZNAR, EL PATRIOTA PATÉTICO
ANTONIO MAESTRE
“Si puedes hablar a las masas y conservar tu virtud. O caminar junto a reyes, sin menospreciar por ello a la gente común…”. Pues no. No lo consiguió. Todos los días recitando en su despacho el poema If, de Rudyard Kypling, como salmo de obediencia franciscana, hacían intuir la necesidad que tenía de recordarse a sí mismo un código de comportamiento que no lo alejara del camino correcto.

No es casualidad que José María Aznar eligiera como guía vital uno de los principales ejemplos de la poesía estoica victoriana. Un retazo literario que entronca de forma directa con su manera de ser y actuar. Un personaje adusto y tosco, antipático y severo. De ira contenida, tensando el cuero yugular, inflamando las vías sanguíneas para calmar el ánimo. Atemperando emociones para no nublar la razón mientras agriaba el carácter de los que ninguneaba con su desprecio. Un hombre incapaz de mostrar sus sentimiento en público, de dejar ver cualquier atisbo de humanidad por miedo a considerarlo una muestra de debilidad que sus enemigos aprovecharían. Pero no siempre, porque la política tiene un componente emocional que hay que pulsar, aunque sea de forma impostada. Y para Aznar, esa era la patria, la nación, el orgullo español que liberara los complejos públicos de la derecha posfranquista. Los públicos, porque en privado seguían saludándose como tribunos romanos.


El patetismo es un arte pictórico que intenta mostrar la emoción con un severo dolor, una exaltación del sufrir que el expresidente del gobierno trasladó a la nación, a su idea de España, y que era la única forma en la que se permitía perder su rictus impertérrito y mostrar la externalización de la congoja. Su estoicismo victoriano solo se trasladaba a la defensa encendida de la nación y su alabanza de dios a través del imperio. Un carácter de estepa ibérica, que algunos elevan a tundra siberiana, pero que le dotaba de una ventaja. Prudente, perseverante y paciente, aplicando las enseñanzas de su abuelo Manuel Aznar. Muy metódico y trabajador. Un político que labró su propio camino del héroe a costa de sortear problemas, zancadillas y desprecios. Unos desprecios que jamás olvidó y que se fue cobrando con calma, recordando de una manera próxima al rencor a aquellos que le minusvaloraron cuando llegó a Madrid desde Tierra de Campos.

No se entiende la figura política de José María Aznar sin la gestión atribulada de sus traumas y complejos. Un hombre de talla exigua, enjuto, sin atractivo físico, con un labio indescifrable que resultaba analogía del carácter del labiado y que escondía, al igual que su emoción, bajo una frondosa y oscura mata de pelo. Llegó a la vida política nacional por descarte, en el año 1989 y tutelado por Manuel Fraga como único candidato posible a unas elecciones generales que se daban por perdidas. Nadie confiaba en aquel hombre gris llegado de Valladolid. Lo pusieron de candidato como mero elemento de transición en una fase gravísima de descrédito para la derecha española. Despreciado por las élites del momento que solo lo consideraron un provinciano sin peso ni clase para representarlos. El niño de las oligarquías era Mario Conde, la esperanza blanca del poder económico para desalojar al PSOE de la Moncloa. Su enfrentamiento fue descarnado, el banquero trató de sustituir con multitud de apoyos al de forjado pucelano. Aquelló dejó heridas y consencuencias concretas.

Charlotín le llamaban todos los que le despreciaban por su cómico bigote, copiando la idea de Juan Hormaechea, que le arrojó ese calificativo en un pub santanderino mientras en presencia de varios periodistas cantaba brazo en alto el himno falangista de las montañas nevadas. Y José María no olvidó todas aquellas afrentas. Todavía hoy el banquero clama contra Aznar por su encarcelamiento por el caso Banesto. Aznar se cobró su primera cuenta con los que lo pisotearon después de lograr en las elecciónes un diputado más que Manuel Fraga y quedarse como secretario general del partido. Fue recaudando responsabilidades por todos los agravios pasados mientras eso conformaba ese carácter vengativo y frío, que a su vez servía de advertencia para futuros enemigos, y compañeros.  

Su complejo se alimentaba al no haberse sentido aceptado por los que él consideraba de su clase. Ninguneado por aquellos vecinos que tenía en el barrio de Salamanca. Tratado como un extraño en un lugar de excesos por su austeridad y pocos recursos económicos comparados con los que le rodeaban. Despreciado como nuevo rico. Años más tarde, ya como presidente, se cobró todas esas burlas con la boda real de El Escorial y pasando de veranear de Oropesa al yate de Flavio Briatore. Otra muesca en la lista de oprobios sufridos. Y seguía labrando su carácter. Y su espíritu. Y también su cuerpo. Toda una oda a la masculinidad.

Francisco Umbral hablaba de otro de sus complejos, el de Peter Pan: “La nostalgia incurable de la infancia, el miedo a crecer, una resistencia a hacerse mayor”. En Aznar, ese trauma se vinculaba de forma directa al culto al cuerpo, alimentación frugal, deporte y necesidad por permanecer joven. Por esculpir su figura y así elevar su hombría. Una personalidad trasladada a la ideología, cual obra futurista de Marinetti, de exaltación de la velocidad testosterónica, que considera la violencia como motor de la historia. Inflexible y virulento contra la ilustración y la cultura de la tolerancia. Los pies encima de la mesa mostrando poder, llevándonos a la guerra y codeándose con los amos del mundo. Presuntuoso. Despreciando a su pueblo, al que considera ignorante y veleidoso por oponerse a la guerra entre ríos legendarios. Petulancia que rubricó el principio de su fin.

Su narcisismo se construyó con algunos hitos de su carrera política. Creyente de su figura como elemento de trascendencia histórica, tuvo en las elecciones del año 2000 y su mayoría absoluta un punto de inflexión. Al conocer que el PP ganó con 183 diputados las elecciones, comentó a los que tuvieron que oírle que con su victoria se había por fin acabado la Guerra Civil. La sociedad española había superado los traumas del 36 y había perdonado la responsabilidad de la derecha durante el franquismo. Y lo había conseguido él, el hombre de provincias, taimado y sin carisma que había modernizado la derecha posfranquista hasta convertirse a sus propios ojos en una de las principales figuras de la historia del siglo XX. Cómo no mirar con desdén a todos aquellos que quisieron sucederle.

Incapaz de pedir perdón y reconocer errores. Aires de grandeza que le impiden arrepentirse de cualquier decisión. Todos están equivocados. Un endiosamiento cesarista que marcó sus últimos años de presidente. Quiso terminar su tiempo en el gobierno dejando al PP con una mayoría absoluta y abandonando la presidencia en lo más alto. Pero la realidad le golpeó de una manera que jamás imaginó. La guerra que había promovido en Iraq acabó arrojándole 195 muertos a las puertas de su casa. La sangre tiñó Madrid y manchó la suela de sus botas de cowboy. Sus mentiras solo eran la forma que tenía su gobierno de gestionar la frustración que le impedía reconocer su responsabilidad y errores. Como víctima del terrorismo no podía gestionar ser el supuesto responsable político de tanta muerte. Y se lo escupieron a la cara cuando en el funeral por las víctimas del 11-M un hombre se le acercó para apuntarle con el dedo y declararle responsable de la muerte de sus hermanas. Aznar acabó como un hombre atormentado. La muerte de Julio Anguita Parrado en Iraq, el hijo de un político al que admiraba y con el que tenía una buena relación, fue la primera piedra en el edificio de ese tormento, visible y concreta en su gesto cuando, en su reciente comparecencia en el Congreso por la financiación ilegal del PP, el diputado Gabriel Rufián le exigió que dijera algo a la familia de José Couso. Aún no le han abandonado esos fantasmas que combate reprimiendo el gesto y la emoción pero que se muestran en todo su esplendor dibujados en cada arruga de su rostro.

No hay nada peor que la fe de un converso, y lo mismo pasa con los acomplejados desatados que consiguen liberarse del odio al propio yo. La ideología política de Aznar incardina directamente en esa derecha desacomplejada que, exonerada del yugo de los traumas, se muestra orgullosa de provocar, de mostrarse incorrecta y reaccionariamente revolucionaria. Una derecha radical que recorre toda Europa con Salvini, Kurz y Orban, y que sus discípulos Casado y Rivera intentan emular para parecerse al gran hacedor de la obra patria. Una derecha masculinizada y desatada que solo se separó del fascismo cuando sujetó sus complejos y que Aznar eximió de contenerse al enseñarle el camino de la redención.

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