AZNAR, EL PATRIOTA PATÉTICO
ANTONIO MAESTRE
“Si puedes hablar a
las masas y conservar tu virtud. O caminar junto a reyes, sin menospreciar por
ello a la gente común…”. Pues no. No lo consiguió. Todos los días recitando en
su despacho el poema If, de Rudyard Kypling, como salmo de obediencia
franciscana, hacían intuir la necesidad que tenía de recordarse a sí mismo un
código de comportamiento que no lo alejara del camino correcto.
No es casualidad
que José María Aznar eligiera como guía vital uno de los principales ejemplos
de la poesía estoica victoriana. Un retazo literario que entronca de forma
directa con su manera de ser y actuar. Un personaje adusto y tosco, antipático
y severo. De ira contenida, tensando el cuero yugular, inflamando las vías
sanguíneas para calmar el ánimo. Atemperando emociones para no nublar la razón
mientras agriaba el carácter de los que ninguneaba con su desprecio. Un hombre
incapaz de mostrar sus sentimiento en público, de dejar ver cualquier atisbo de
humanidad por miedo a considerarlo una muestra de debilidad que sus enemigos
aprovecharían. Pero no siempre, porque la política tiene un componente
emocional que hay que pulsar, aunque sea de forma impostada. Y para Aznar, esa
era la patria, la nación, el orgullo español que liberara los complejos
públicos de la derecha posfranquista. Los públicos, porque en privado seguían
saludándose como tribunos romanos.
El patetismo es un
arte pictórico que intenta mostrar la emoción con un severo dolor, una
exaltación del sufrir que el expresidente del gobierno trasladó a la nación, a
su idea de España, y que era la única forma en la que se permitía perder su
rictus impertérrito y mostrar la externalización de la congoja. Su estoicismo
victoriano solo se trasladaba a la defensa encendida de la nación y su alabanza
de dios a través del imperio. Un carácter de estepa ibérica, que algunos elevan
a tundra siberiana, pero que le dotaba de una ventaja. Prudente, perseverante y
paciente, aplicando las enseñanzas de su abuelo Manuel Aznar. Muy metódico y
trabajador. Un político que labró su propio camino del héroe a costa de sortear
problemas, zancadillas y desprecios. Unos desprecios que jamás olvidó y que se
fue cobrando con calma, recordando de una manera próxima al rencor a aquellos
que le minusvaloraron cuando llegó a Madrid desde Tierra de Campos.
No se entiende la
figura política de José María Aznar sin la gestión atribulada de sus traumas y
complejos. Un hombre de talla exigua, enjuto, sin atractivo físico, con un
labio indescifrable que resultaba analogía del carácter del labiado y que
escondía, al igual que su emoción, bajo una frondosa y oscura mata de pelo.
Llegó a la vida política nacional por descarte, en el año 1989 y tutelado por
Manuel Fraga como único candidato posible a unas elecciones generales que se
daban por perdidas. Nadie confiaba en aquel hombre gris llegado de Valladolid.
Lo pusieron de candidato como mero elemento de transición en una fase gravísima
de descrédito para la derecha española. Despreciado por las élites del momento
que solo lo consideraron un provinciano sin peso ni clase para representarlos.
El niño de las oligarquías era Mario Conde, la esperanza blanca del poder
económico para desalojar al PSOE de la Moncloa. Su enfrentamiento fue
descarnado, el banquero trató de sustituir con multitud de apoyos al de forjado
pucelano. Aquelló dejó heridas y consencuencias concretas.
Charlotín le
llamaban todos los que le despreciaban por su cómico bigote, copiando la idea
de Juan Hormaechea, que le arrojó ese calificativo en un pub santanderino
mientras en presencia de varios periodistas cantaba brazo en alto el himno
falangista de las montañas nevadas. Y José María no olvidó todas aquellas
afrentas. Todavía hoy el banquero clama contra Aznar por su encarcelamiento por
el caso Banesto. Aznar se cobró su primera cuenta con los que lo pisotearon
después de lograr en las elecciónes un diputado más que Manuel Fraga y quedarse
como secretario general del partido. Fue recaudando responsabilidades por todos
los agravios pasados mientras eso conformaba ese carácter vengativo y frío, que
a su vez servía de advertencia para futuros enemigos, y compañeros.
Su complejo se
alimentaba al no haberse sentido aceptado por los que él consideraba de su
clase. Ninguneado por aquellos vecinos que tenía en el barrio de Salamanca.
Tratado como un extraño en un lugar de excesos por su austeridad y pocos
recursos económicos comparados con los que le rodeaban. Despreciado como nuevo
rico. Años más tarde, ya como presidente, se cobró todas esas burlas con la
boda real de El Escorial y pasando de veranear de Oropesa al yate de Flavio
Briatore. Otra muesca en la lista de oprobios sufridos. Y seguía labrando su
carácter. Y su espíritu. Y también su cuerpo. Toda una oda a la masculinidad.
Francisco Umbral
hablaba de otro de sus complejos, el de Peter Pan: “La nostalgia incurable de
la infancia, el miedo a crecer, una resistencia a hacerse mayor”. En Aznar, ese
trauma se vinculaba de forma directa al culto al cuerpo, alimentación frugal,
deporte y necesidad por permanecer joven. Por esculpir su figura y así elevar
su hombría. Una personalidad trasladada a la ideología, cual obra futurista de
Marinetti, de exaltación de la velocidad testosterónica, que considera la
violencia como motor de la historia. Inflexible y virulento contra la
ilustración y la cultura de la tolerancia. Los pies encima de la mesa mostrando
poder, llevándonos a la guerra y codeándose con los amos del mundo.
Presuntuoso. Despreciando a su pueblo, al que considera ignorante y veleidoso
por oponerse a la guerra entre ríos legendarios. Petulancia que rubricó el
principio de su fin.
Su narcisismo se
construyó con algunos hitos de su carrera política. Creyente de su figura como
elemento de trascendencia histórica, tuvo en las elecciones del año 2000 y su
mayoría absoluta un punto de inflexión. Al conocer que el PP ganó con 183
diputados las elecciones, comentó a los que tuvieron que oírle que con su
victoria se había por fin acabado la Guerra Civil. La sociedad española había
superado los traumas del 36 y había perdonado la responsabilidad de la derecha
durante el franquismo. Y lo había conseguido él, el hombre de provincias,
taimado y sin carisma que había modernizado la derecha posfranquista hasta
convertirse a sus propios ojos en una de las principales figuras de la historia
del siglo XX. Cómo no mirar con desdén a todos aquellos que quisieron
sucederle.
Incapaz de pedir
perdón y reconocer errores. Aires de grandeza que le impiden arrepentirse de
cualquier decisión. Todos están equivocados. Un endiosamiento cesarista que
marcó sus últimos años de presidente. Quiso terminar su tiempo en el gobierno
dejando al PP con una mayoría absoluta y abandonando la presidencia en lo más
alto. Pero la realidad le golpeó de una manera que jamás imaginó. La guerra que
había promovido en Iraq acabó arrojándole 195 muertos a las puertas de su casa.
La sangre tiñó Madrid y manchó la suela de sus botas de cowboy. Sus mentiras
solo eran la forma que tenía su gobierno de gestionar la frustración que le
impedía reconocer su responsabilidad y errores. Como víctima del terrorismo no
podía gestionar ser el supuesto responsable político de tanta muerte. Y se lo
escupieron a la cara cuando en el funeral por las víctimas del 11-M un hombre
se le acercó para apuntarle con el dedo y declararle responsable de la muerte
de sus hermanas. Aznar acabó como un hombre atormentado. La muerte de Julio
Anguita Parrado en Iraq, el hijo de un político al que admiraba y con el que
tenía una buena relación, fue la primera piedra en el edificio de ese tormento,
visible y concreta en su gesto cuando, en su reciente comparecencia en el
Congreso por la financiación ilegal del PP, el diputado Gabriel Rufián le
exigió que dijera algo a la familia de José Couso. Aún no le han abandonado
esos fantasmas que combate reprimiendo el gesto y la emoción pero que se
muestran en todo su esplendor dibujados en cada arruga de su rostro.
No hay nada peor
que la fe de un converso, y lo mismo pasa con los acomplejados desatados que
consiguen liberarse del odio al propio yo. La ideología política de Aznar
incardina directamente en esa derecha desacomplejada que, exonerada del yugo de
los traumas, se muestra orgullosa de provocar, de mostrarse incorrecta y
reaccionariamente revolucionaria. Una derecha radical que recorre toda Europa
con Salvini, Kurz y Orban, y que sus discípulos Casado y Rivera intentan emular
para parecerse al gran hacedor de la obra patria. Una derecha masculinizada y
desatada que solo se separó del fascismo cuando sujetó sus complejos y que Aznar
eximió de contenerse al enseñarle el camino de la redención.
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