LA PELÍCULA DEL JUEZ LLARENA
JUAN CARLOS ESCUDIER
Hay personajes que
marcan tanto a sus actores que acaban por poseerles y hasta por trastornarles.
Le pasó a Janet Leigh, quien tras rodar Psicosis no volvió a meterse en una
ducha con cortinas, y a Johnny Weissmuller, que acabó sus días gritando como
Tarzán por los pasillos del psiquiátrico. Al juez Pablo Llarena puede estar
pasándole lo mismo en su papel de defensor de la Constitución y último bastión
contra el independentismo. Su puesta en escena ha sido tan memorable que
partidos y asociaciones judiciales se han conjurado para no dejarle solo ante
el peligro y el Gobierno, consciente primero de que sólo era una película, ha
tenido que luego transigir y sumarse a sus custodios.
La historia es
conocida. Hace más de dos meses el malvado Puigdemont y varios exconsellers
presentaron contra él en Bruselas una demanda civil por entender que el
magistrado, en un conferencia en Oviedo organizada por BMW, derrapó con sus
comentarios y prejuzgó a sus investigados. Nadie hizo mucho caso a la demanda
hasta que fue evidente que la citación para que Llarena declarase en septiembre
seguía en pie.
El del Supremo
pidió entonces amparo al Consejo General del Poder Judicial y el órgano de
gobierno de los jueces se lo concedió, saltándose para ello la norma que
establece un plazo de diez días desde el momento en el que el magistrado
considera perturbada su independencia y que, en buena lógica, debió de empezar
a correr el día en el que la demanda fue presentada allá por junio y de la que
Llarena era conciente, ya que desestimó una recusación basada precisamente en
este hecho.
El Gobierno había
decidido en un principio personarse en la demanda para prevenir un supuesto
ataque a la soberanía jurisdiccional de España, que es la que reserva a los
tribunales del país la facultad de juzgar hechos cometidos en su territorio,
pero se había negado a asumir la defensa de Llarena por los actos privados que
se le atribuyen. Para entendernos, el Ejecutivo defendería el derecho de España
a juzgar la supuesta rebelión o sedición atribuida a Puigdemont y los
exconsellers por parte del Tribunal Supremo pero se negaba a pagarle el abogado
a Llarena si alguien le denunciaba por haberse saltado un semáforo.
Las tornas
cambiaron a partir de este sábado, en el que Sánchez reunió a sus ministros en
una finca toledana y el aroma a tomillo acabó por convencerle de que mantener
su criterio inicial, que era el adecuado, daría alas a quienes le acusan de
ejercer de defensor de los independentistas. De ahí que donde se dijo digo se
dijera Diego y se anunciara que por dinero no iba a ser y que Llarena tendría
cubiertas no sólo las espaldas sino su prolongación orgánica en sentido
descendente.
La sobreprotección
del magistrado no es muy saludable ni para él ni para un tribunal que muchos
consideran que en la causa al ‘procés’ ha sobrepasado el ámbito jurídico para
adentrarse en el terreno de la artimaña y la estratagema. Ni el Estado de
Derecho ni la unidad del país precisan de ningún Capitán España vestido con
uniforme rojigualda de lycra y escudo en forma de disco. Nadie obligó a Llarena
a pronunciarse en un foro privado sobre su instrucción. Le hubiera bastado con
recurrir a la vieja y socorrida fórmula de que los jueces sólo se manifiestan
en sus autos y en sus sentencias. Puede que el personaje se le haya ido de las
manos y que no encuentre manera de quitarse el maquillaje ni para dormir.
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