QUERRÁN QUEMARNOS Y NO
PODRÁN QUEMARNOS
GABRIELA WIENER
“Yo no lo
he querido nunca, yo no puedo decir que he estado con mi marido porque le
quería. Yo le tenía pánico, yo le tenía miedo, yo le tenía horror”. Así contaba
Ana Orantes ante una cámara la pesadilla de haber soportado durante 40 años los
brutales maltratos de José Parejo y así nos abría los ojos para que dejemos de
una vez de confundir el amor con el horror. Trece días después, su esposo
acudió a la vivienda, la golpeó, la maniató, la arrastró hasta el jardín y allí
la asesinó rociándola con gasolina y prendiéndole fuego.
El caso
de Orantes marcó un precedente en España porque fue una de las primeras veces
en que una mujer contó públicamente lo que había estado pasando detrás de la
puerta y lo hizo nada menos que en la televisión. Contarlo le costó la vida en
1997. El escarmiento fue el fuego. Hasta ahora, las historias de mujeres
quemadas con fuego, con ácido, con la plancha caliente, con agua hirviendo,
solían llegar de los interiores de las casas en las que sus parejas llevaban
mucho tiempo haciéndoles daño. Para asomarnos al horror, el horror definitivo
tenía que haber ocurrido. Pero fue filtrándose. El año pasado, un grupo de
mujeres quemadas con ácido por sus parejas participaron en un desfile de modas
para denunciar la crudeza de la violencia de género en la India. La mayoría
tenía el rostro desfigurado. En Lima, Perú, decenas de mujeres han sido
quemadas en los últimos años por hombres que decían quererlas. A una de ellas
su pareja le lanzó encima la olla hirviendo de ají de gallina, un plato peruano
típico. Un plato que había cocinado ella.
Pero el
pasado 24 de abril el horror salió del hogar, de las cocinas, de las
habitaciones y se desplazó a las calles, al espacio público. Y ya no fue el
marido, fue el acosador. Un hombre llamado Javier Hualpa, se subió a un autobús
encapuchado y portando un bote de yogurt lleno de gasolina, se acercó
sigilosamente a Eyvi, la chica de 22 años con la que estaba obsesionado desde
que trabajaran juntos dos años antes en la misma oficina. Hacía unos días Hualpa
le había mandado flores, pero Eyvi las había rechazado al darse cuenta de su
asedio, en varias ocasiones, además, lo había descubierto siguiéndola hasta el
instituto en el que estudiaba para secretaria. Esa vez también la siguió hasta
el bus, al verla la bañó con gasolina y le prendió fuego con una cerilla,
arrasándola y afectando a varios pasajeros. Las quemaduras comprometieron más
del 60 por ciento del cuerpo de Eyvi. Tuvo que permanecer sedada durante
semanas para evitar que sintiera el terrible dolor de sus heridas. El criminal,
durante su terrible confesión, dijo que solo había querido quemarle la cara,
que no quería asesinarla: “Quería dañarle su cara porque yo sé que ella sacaba
provecho de eso”, dijo. Su “defensa” es que ella le “ilusionaba” en vano, lo
hacía sufrir. Solo ansiaba borrar esa cara bonita que le recordaba que no era
suya, para que nadie nunca más se fijara en ella. Mientras confesaba el
malnacido lloraba. Eyvi murió el sábado, a consecuencia de sus heridas y una
infección generalizada, había sido sometida a 12 operaciones para reconstruir
los tejidos de su piel pero no resistió el tratamiento. Según las leyes
peruanas, por feminicidio podrían caerle 35 años a su asesino, aunque por lo
emblemático del caso hay quienes ya piden la cadena perpetua. La muerte de Eyvi
Ágreda tiene en vilo al país.
La poeta
peruana Victoria Guerrero y la librera española Ana Bustinduy escribieron a
cuatro manos en la revista feminista
peruana Malquerida un desgarrador manifiesto en el que iban alternando la historia
de terror que estaba viviendo Eyvi en su agonía en el Perú y el feroz
seguimiento mediático que en España se estaba dando al caso de ‘la manada’,
mientras los misóginos de Forocoches iban difundiendo información personal de
la víctima, sus fotos y despellejándola viva: “No estás sola, no estás sola,
nos repetimos. Nos lo decimos las unas a las otras, se lo gritamos a Eyvi en
Perú, a la víctima de ‘la manada’ en España, a nosotras en el espejo. “No estás
sola” –escribieron Victoria y Ana. Y también: “marcadas como ganado, marcadas
como esclavas, marcadas como parejas. Nos desfiguran, dejan su huella sobre
nosotras, nos disciplinan a través del fuego, nos devoran con la mirada. Les
dijeron que la calle es suya y lo que hay en ella también, que pueden tomar
mujeres a diestra y siniestra, que pueden penetrarnos por todos los orificios
de nuestros cuerpos, que pueden ser padres ausentes, que pueden violarnos para
desfogar sus impulsos naturales, que pueden coger aceite caliente, comida
recién hecha, ácido muriático, gasolina, prender un fósforo, y, al primer
rechazo, a la primera indocilidad, el chispazo se extiende sobre nuestros
cuerpos”.
El día en
que Eyvi murió coloqué un escueto mensaje en mis redes: “A Eyvi la mató tu
machismo y tu indiferencia”. Tuve que borrar varios comentarios ofensivos de mi
muro en los que algunos hombres tenían el cuajo de ponerse en el centro del
universo para enarbolar el habitual “no todos los hombres somos así”, pero los
peores los vi en otros muros infames, en los que la culpaban y se alegraban de
su muerte: “te mataron por jugar con los sentimientos de los demás”. El dibujo
de Kimi, una joven ilustradora, en la que pinta a Eyvi rodeada de puños en
alto, con el encabezado: “Todas contigo, Eyvi” se hizo viral pero fue compartido
miles de veces alterado, vandalizado: alguien había tachado el “todas” y lo
había sustituido por “todos”. Miles de personas pensaron que era un buen día
para corregir un mensaje de sororidad, borrando el femenino, borrando otra vez
a las mujeres que se nombran a sí mismas en el duelo.
Los
misóginos creen que hay mujeres que deben ser castigadas por decir que no,
porque ellos son buenos y atentos, porque un día les regalaron peluches y
deberían ser correspondidos por ello; piensan que ellas deben ser condenadas
por ser bellas, porque es una belleza que provoca y se les niega, por no estar
a su alcance y disponibilidad. Sus mentes destrozadas por el patriarcado los
llevan a cometer juicios delirantes, a reivindicar y aplaudir los más
escalofriantes actos contra las mujeres; ahora se hacen llamar incel, pero son
los mismos de siempre, machos frustrados que deciden vengarse cometiendo actos
de terrorismo machista, como Hualpa.
Hoy en el
Perú todavía una gran cantidad de gente piensa que el asesino es un perturbado
y que hay un problema de salud mental generalizado. Ni siquiera el gobierno y
su ministra de la Mujer han podido llamar las cosas por su nombre: “violencia
de género”, presionados por los grupos religiosos del entorno del fujimorismo,
que co-gobierna junto al presidente Martín Vizcarra, y que temen a la igualdad
como al demonio. Y por eso se sigue bloqueando la inclusión del enfoque de
género en el currículo escolar y en las clases de educación sexual, para
mantener a las mujeres sumisas y calladas. Por eso el feminismo es acosado y su
voceras amedrentadas cada día.
Desde el
2016 con la explosión del Ni Una menos –impulsada precisamente tras una serie
de intentos de feminicidio en cadena– no se veía una explosión de indignación
como ésta en el Perú y todo indica que va a seguir creciendo. El caso de
Arlette Contreras, que pasó de víctima a ser acusada por su agresor, sigue
siendo el símbolo máximo de impunidad y de que el sistema de justicia nos da la
espalda. Miles de mujeres han pedido en estos días dolorosos declarar al país
en emergencia nacional y exigido al presidente Vizcarra medidas de excepción.
Todo está
ocurriendo a la vez: la poderosa campaña por la despenalización del aborto en
Argentina, que huele a conquista inmediata; el estallido feminista de las
jóvenes universitarias chilenas; el caso de la pareja de lesbianas que en
Ecuador ganó la batalla por el reconocimiento de su hija. La labor de
resistencia feminista que están haciendo las mujeres en el Cono Sur es una
lección para el mundo.
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