(Casicuento)
José Rivero Vivas
Ernesto, de franca afinidad con el célebre personaje de su mismo
nombre en inglés, sube una calle de Santa Cruz, apuntando al Oeste, en largo recorrido
del astro rey, aunque tradicionalmente se anuncia Norte, tal vez por la marcada
divisoria que señala la cimera cordillera de Tenerife. No se fija en el rótulo
de la vía para no caer en la tentación de hacer paráfrasis alusiva a Cervantes,
aunque va consciente sobre el trazado de su itinerario.
Sosegado camina hacia lo alto de Bethencourt Alfonso, velada su
ciencia entre abigarrados neones. Llega a la plaza de El Chicharro, inspecciona
en derredor, y decide sentarse junto a las personas de edad provecta, que allí
suelen hacer tertulia. Después de intercambiar el saludo de rigor, con la
seriedad que sugiere The importance of
being Earnest, les habla:
Pronto veremos aislar estos edificios, sin que ni uno del
personal se asome a desear digno acomodo a quien le toque dormir a la intemperie.
Antes bien, se ha de operar inmediato repliegue en la inoportuna nulidad del
desvalido, que paciente espera gregario aprisco, donde habrá de sentirse a
salvo de la fatuidad del intocable, anomalía que inspira diversa reflexión:
En este preámbulo de
hambre, miseria, desolación y muerte, asombrado del enorme retroceso de este
mundo de egoísmo y ambición, yace el individuo cansado, lleno de hastío y
conturbación. ¿Es posible que el ser humano haya caído tanto en su aspiración,
su don de convivencia, su solidaridad y buen entendimiento con el prójimo, que
a su vez se comporta cual su vecino, su adversario, su contendiente, su
familiar y su amigo?
No vale la pena especular sobre este estado de cosas que sacude
al mundo, dirigido, cerca y lejos, por quienes pulsan el botón que da
movilidad, en su distinto rol, dentro del teatro de guiñol que, a regañadientes
y gozoso, representa ese núcleo, controlado a distancia por seres desconocidos.
Como no es prudente continuar por este derrotero, hay que cesar este discurso,
o jaculatoria, que nada aporta, pese a serenar el espíritu con música de fondo;
aun cuando sea plácida su cadencia, supone melodía extraña al proceso de juicio
y razón. Así pues, resulta preferible aliviar su pesar antes que hundirse a
propósito en la melancolía producida por un entorno complaciente en su apatía.
Por lo tanto, he de concluir mi alocución y no tornar a este tipo de hosco
pensamiento.
Rosa, ya mayor, de suaves facciones y sereno mirar, acentuando
su anterior belleza de mujer guapa, sin malversado humor ni mórbida ironía en
su demanda, inquiere:
-¿Cómo te va en el amor?
-Así…
Paula hacía versos, que yo ipso facto desaprobaba, celoso quizá
de su entrega a la excelsa creatividad; ella, leal a su amado, restaba
importancia al agravio, sonreía comprensiva y echaba su loa al cesto de los
papeles. Lo cierto es que su amor persistía ferviente y nunca retrajo su
pasión; vehemente y portentosa, en plática y caricia, subyugada se abrazaba a
mí con denodado fervor.
-¿Fue imprescindible –indaga Rosa- lanzar al viento cosas de
magnífico sabor?
-Hoy deploro –reconoce Ernesto- la extinción del más hermoso
romance a mis ojos.
Música de las esferas se escucha cada mañana al rasgar el alba,
en la dualidad de luz y color, sencilla irisación, pospuesta a la negrura de la
noche, previa a la plena luminosidad del sol en su cenit. Pronto adviene la
huera circunstancia en que el ser se rebela contra su propia naturaleza, y, en
su fino acicalamiento reafirma su hegemonía de paria retrepado en ilusoria
escala social. Atrapados todos en la magia actual, suprema idoneidad del siglo,
el ciudadano sigue un código de conducta, bajo acierto preconcebido, que figura
grato aliciente para quienes se sumergen en inaudito dispendio.
-Mis excusas, Rosa y compañeros tertulianos, por este alegato
descomedido, que sobrepasa la cortesía de su excelente disposición. Hasta otro
rato.
Saludan todos al despedirse, y Ernesto asciende Pérez Galdós,
demasiado corta para su extensa obra; al punto sigue su ruta por Viera y
Clavijo, algo angosta para su amplitud soberana. Absorto va en su meditación
cuando, antes de llegar a Méndez Núñez, se encuentra de pronto ante la cuña
publicitaria lanzada por el Consistorio.
Prendado del críptico mensaje, eslogan de candente actualidad,
se detiene un instante ante el cartel, cual si el reto
implícito en la leyenda inspirase su reflexión al respecto. Súbito viene
a su mente aquel serventesio de Paula; luego, contenido, musita:
Le dicen “Corazón de Tenerife”,
y vive la Ciudad sin coronarias;
otros y oriundos cantan, de alarife,
el dulce son isleño de Canarias.
-Ve tranquilo –dice ella.
Ernesto, sin preocupación mayor, abre camino a través de la encrucijada,
recordando de Paula su entereza. Piensa entonces en cuántos amigos han cruzado
el umbral imperceptible, cuya vacuidad impone grave desacierto a quien se deja
impregnar de envidia y maledicencia.
-El canto es nostalgia –prorrumpe ella-, nunca absorción de las
primicias perversas.
De lo cual se infiere que no queda más remedio que esperar,
aguantar, resistir, llenarse de paciencia y olvidar la contienda general, hasta
que se produzca el turno de volver a casa en busca de nutrición. Ello confirma
que los valientes marineros mostraron arrojo y pericia en la faena de sacar
avante el barco en su arriesgada travesía; el resplandor de la aurora boreal,
lívido y mortecino esta vez, se mostró favorable a la práctica de orzar la nave
limpiamente en el intenso fragor del tempestuoso océano.
Abstraído en su divagación, Ernesto anda indolente por Callao de
Lima, desemboca en calle del Pilar, entra en San Clemente, continúa por
Santiago y… se desvanece en lo profundo de El Toscal.
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José Rivero Vivas
FATUIDAD
Islas
Canarias
Mayo de 2018
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