MI CUERPO
CRISTINA FALLARÁS
Hace
algunos días compartí una jornada con un grupo de mujeres y hombres jóvenes.
Hasta que llegué a casa y me desnudé, no me di cuenta de lo delgados y
elásticos que eran sus cuerpos, de la diferencia. Tengo 50 años y, ya en la
ducha, me alegró mucho hacerme con mi cuerpo, con su solidez y la constatación
del paso del tiempo sobre él. Divina, magnífica constatación.
Hablamos
poco del cuerpo, sobre todo las mujeres y sobre todo llegadas a una cierta
edad. Forma parte del engaño que supone pensar que somos algo intangible y el
cuerpo representa solo un peso que cargamos, a menudo incómodo, y objeto de la
mayoría de los ataques contra nuestra satisfacción y nuestro equilibrio. Somos
cuerpo. Somos nuestro cuerpo. Y en el caso de las mujeres, nuestro cuerpo es
susceptible de ser violentado. Esto es así por el simple hecho de que es
diferente al del hombre. Tan poquísimo diferente. Mis genitales, mi pecho y mi
rostro –no mi educación ni mi inteligencia ni mis capacidades– me convierten en
un ser susceptible de ser atacado, agredido, despreciado, violado. Por esa
simple razón.
La
manera en la que industria, consumo y cultura alimentan nuestra frustración es
una forma de violencia, por supuesto. Pero hay algo más, algo que puede considerarse
“histórico”: el hecho de tener cuerpo de mujer me pone en peligro, un peligro
congénito, y me convierte además en la diana de múltiples violencias. Es mi
cuerpo lo que violentan, y por lo tanto me violentan a mí, que no soy otra cosa
que ese cuerpo.
Con
el paso de los años, a esos miedos cabalmente fundamentados, construidos sobre
una experiencia innegable de día a día, hora a hora de existencia, se une la
asunción del rechazo a la edad. Parece que debemos dejar de apreciar nuestro
cuerpo, como si tuviéramos que resignarnos a él. Resignarse es el verbo, en el
mejor de los casos. Sin embargo, ese cuerpo sigo siendo yo. Ahí radica una de
las trampas más tristes. El castigo a la madurez se ceba en el cuerpo femenino
y nosotras tendemos a asumirlo, de nuevo, como algo que arrastramos, como una
carga inevitable, o evitable a base de infligirle otras violencias, heridas de
bisturí y relleno.
No
se castiga un cuerpo, se castiga a una persona; no se zarandea, toca, agrede o
viola un cuerpo, sino a la persona. Pienso en la joven en la que se cebaron los
hombres llamados La Manada, y en cómo los medios han detallado la penetración
de sus orificios. Me resulta brutal esa descripción, por todo lo anteriormente
dicho. Pienso en la persona que padeció las embestidas, y en cómo el relato que
hemos ido haciendo es el de un cuerpo violentado. Pero ese cuerpo no es un
trozo de carne, no es un cuerpo, es una persona. No se violentan sus orificios
ni sus pechos sino a ella. ¿Y por qué? Porque ellos saben, han asumido, que un
ser humano con esos pechos y genitales puede ser violentado, y detrás de ellos
baila toda una industria feroz que así lo construye.
Quizás
sea la edad la que nos reconcilia con lo que somos, o sea cuerpo. Y con ella,
con la edad, llega un desprecio profundo por quienes participan en toda esta
violencia. Luego, frente al espejo, solo cabe reconocer el miedo, el terror que
nos acompaña desde que nacimos, la certeza de que nuestra forma nos condena.
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