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domingo, 6 de agosto de 2017

LA UTÓPICA IGUALDAD DE LAS MUJERES

LA UTÓPICA IGUALDAD DE 
LAS MUJERES

JOSÉ OVEJERO
Imagen de la película 'Wonder Woman', de DC Comics
Una diosa no puede desplegar todos sus poderes sin el amor de un hombre. Así están las cosas. Da igual que Wonder Woman haya pasado su infancia y juventud rodeada sólo de mujeres; da igual que tenga superpoderes. Sólo cuando él le dice “te amo” descubre ella todo lo que vale. Y por supuesto no es un hombre cualquiera: es un hombre blanco (los otros personajes: un indio impenetrable y distante, un moro estafador, típico y tópico y un escocés también tópico, borrachín y cobarde, que no cuentan como pretendientes). Así que nada de veleidades con otras razas ni con la homosexualidad. Lo que a una diosa le falta es un hombre de verdad, un buen hombre blanco y anglosajón bien dotado, pues él se encarga de decirle que el tamaño de su pene está por encima de la media.

Qué difícil es pensar fuera de los prejuicios no expresados de tu época. Qué difícil es imaginar un futuro de igualdad entre hombres y mujeres, incluso para autores y autoras que lo desean, porque el propio concepto de igualdad es escurridizo. Hasta el punto de que para imaginar mujeres emancipadas y libres ha sido en muchos casos necesario pensarlas aisladas, sin hombres, amazonas atemporales. Como en Herland, de Charlotte Perkins Gilman, donde nos encontramos con esa sociedad pacífica y próspera de mujeres que se reproducen por partenogénesis. Escrita en una época en la que abundaron las historias de amazonas, que aunque permitían desvelar la injusticia y la brutalidad (no sólo hacia las mujeres) en la sociedad en la que se escribieron, lo hacían al precio de crear una imagen femenina perfecta, ideal, inalcanzable. La exigencia de perfección es también una forma de represión.

Ya en el siglo XIX había numerosos autores que se ocupaban de ese problema candente en la sociedad: el trato injusto hacia las mujeres. Veían que no bastaba con prestar atención a la explotación de los trabajadores, también era imprescindible pensar en las mujeres independientemente de su clase. Aunque aquella preocupación diese lugar a extraños frutos. H. G. Wells, en Una utopía moderna, llegaba a la evidente constatación de que las mujeres son inferiores en muchas cosas a los hombres, y por ello, para poder subsistir, necesitan casarse. Pero como no parecía justa al autor esa dependencia económica, ni tenía suficientemente en cuenta la aportación de las mujeres a la sociedad, proponía la obligación de los maridos de dar un salario a sus mujeres, siempre que fuesen castas y fieles, con una bonificación por cada hijo, que se incrementaría si el niño se desarrollaba bien y se mostraba educado y trabajador, y con bonificación adicional si el niño era superior a la media. Por supuesto, tales emolumentos irían unidos a la prohibición para la mujer de trabajar fuera de casa salvo que tuviese suficiente dinero como para pagar a personal que cuidara de los hijos. La mujer se constituía así en factoría procreadora, en nodriza necesitada una y otra vez de gestar para tener una vida sin preocupaciones. (Así que El cuento de la criada viene de lejos).

Es una interesante manera de velar por la independencia (sic) y la libertad (sic) de la mujer: al fin y al cabo, ser madre no es imponerle una obligación, pensaban, puesto que ésa es su función natural.
Por su parte, Edward Bellamy, en Equality, iba mucho más lejos. En esta continuación de Mirando atrás, ambientada también en el año 2000, se hace una crítica muy severa a la condición de casi esclavitud en la que vivían las mujeres a finales del XIX, cuando se escribió la novela. La visión de Bellamy es tan radical, tan moderna, que incluso lleno de admiración por las mujeres que lucharon por sus derechos, señala lo que hoy señalarían muchas feministas de nuestros días: que no eran revolucionarias, sino reformistas; que sus objetivos eran poder votar, algunos cambios en la legislación sobre propiedad en caso de divorcio y en la tutela de los hijos… pero que no llegaron a imaginar la posibilidad de una igualdad absoluta. En los inicios del XXI, cuenta el narrador, las cosas han cambiado: mujeres y hombres reciben anualmente un crédito idéntico del Estado, y cada individuo, hombre o mujer, realiza los trabajos para los que esté más cualificado. Las mujeres, que ya no dependen de un “buen matrimonio” para sobrevivir, han dejado de conceder tanta importancia a la belleza y a los adornos, no son sumisas en sus relaciones con los hombres. Su vida social y laboral es tan intensa como la de los varones gracias también a que el Estado ha centralizado y mecanizado buena parte de las labores caseras. Y sin embargo…

Sin embargo, aunque la mayoría de las ideas de Bellamy son tan avanzadas que siguen sin realizarse, el narrador es un hombre, el doctor que explica la realidad con carácter enciclopédico es un hombre, y la joven, aunque también le explica algunas cosas, no se distingue en mucho de cualquier personaje femenino del XIX. El ambiente en la familia descrita por Bellamy no consigue alejarse del de cualquier bonachona familia patriarcal.

Ya decía que no es fácil pensar una sociedad radicalmente distinta y que los propios prejuicios nos pasan desapercibidos. ¿No parecía Barbarella en los setenta el exponente máximo de la liberación femenina? Aquella heroína poderosa, independiente, enérgica, sexualmente libre, elegía a sus amantes y no al revés, pero no dejaba de ser un producto de fantasías masculinas –quizá habría que decir de sueños húmedos-. A ella, como a tantas otras heroínas de cómic, la vemos desnuda en decenas de ocasiones y su cuerpo obedece al canon erótico masculino –en realidad, se parece sospechosamente a Brigitte Bardot-, como le sucederá a Valentina y a Modesty Blaise: su sexualidad, tan libre, en el fondo está atada a lo que nosotros, los hombres, deseamos ver. Y la fantasía cercana es que si se acuestan con quien quieren, ¿por qué no conmigo? La mujer hipersexualizada no es libre, es un producto de consumo, un ente de ficción que se propone como modelo inalcanzable.

Pero ya sé que no estoy descubriendo nada nuevo. Todo está escrito (yo aquí sólo mezclo el cóctel), por ejemplo en La dialéctica del sexo, de Shulamith Firestone. La ensayista afirma que la igualdad se habrá conseguido únicamente cuando una parte considerable del trabajo lo realicen máquinas y cuando se haya conseguido acabar con la maternidad. “El embarazo es la deformación temporal del cuerpo del individuo en interés de la especie”. Y también: “El embarazo es barbarie”. Porque para ella el origen de la desigualdad tiene que ver tanto con la división del trabajo en la sociedad patriarcal como con la esclavitud que supone tener que parir. En una sociedad en la que la ciencia se ocupe tanto de la producción como de la reproducción muchos de los obstáculos que se encuentran en el camino de la liberación desaparecerán por sí solos. Aunque utópica, Firestone es de todas formas lo suficientemente realista como para asumir que la transformación llevará tiempo y peleas, y que habrá que aceptar fases intermedias e imperfectas pero menos destructivas para la mujer –y también para los niños- que las costumbres del patriarcado capitalista.

No hace falta que me detenga ahora en todas las críticas realizadas a las propuestas más revolucionarias que utópicas de Firestone –que he resumido aquí de forma muy basta-. Pero lo que queda claro en su libro es que pensar la igualdad de la mujer en el futuro exige salir del terreno conocido, imaginar, especular. Porque, si ni siquiera somos siempre capaces de percibir la opresión, ¿cómo vamos a combatirla? Quizá por eso algunas autoras han decidido visibilizarla invirtiendo los papeles: en novelas como Las hijas de Egalia o en el mucho más interesante relato largo La cuestión de Seggri, de Ursula K. Leguin. Estas historias funcionan volviendo visible lo invisible al imaginar sociedades en las que las mujeres tienen el poder y definen los valores de la sociedad: lo que es normal, y por tanto imperceptible, en relación con un sexo, resulta absurdo aplicado al otro. Que para un hombre sea indecoroso salir a la calle sin sujetador (de pene) o que las mujeres se rían ante la posibilidad de que un hombre desee estudiar parece ridículo, y sin embargo ha sido la realidad para las mujeres durante siglos. Es verdad que en ambas historias se va más lejos en el trato opresivo a los hombres de lo que sufren las mujeres hoy, pero no tanto como nos gustaría pensar.

Aunque quizá la manera más interesante de acercarse a la igualdad de la mujer no es intentar imaginar el futuro, sino –y así define su trabajo Ursula K. Leguin- especular, es decir, no pretender prever lo que sucederá en cien o en mil años, sino sencillamente mirar el mundo e imaginarlo diferente, que es la manera oblicua de verlo tal cual es (no puedes imaginarlo distinto sin conocer sus detalles). Y es ahí donde la reina madre de la ciencia ficción, o, más bien, de la especulación, logra sus mejores obras. Imaginando, por ejemplo, habitantes de otras galaxias que van mutando de un sexo a otro, no son hembras ni machos ni algo entremedias y tampoco tienen una sexualidad continua: en sus épocas de estro, según ciertas variables, adoptan una sexualidad femenina o masculina, de forma también que pueden quedarse embarazadas pero al final del embarazo convertirse, quizá pasajeramente, en machos; y por supuesto, ser hembra no significa que tengas sexo sólo con hembras, todos son bisexuales y todos son macho y hembra en distintos momentos. Otra posibilidad igualmente fascinante: hay planetas en los que no se casan un hombre y una mujer, sino que un hombre de uno de los dos grupos en los que está dividida la población se casa con un hombre y una mujer del otro grupo –y con ellos realiza actividades sexuales- y con alguien del sexo opuesto perteneciente al propio grupo, pero no tiene relaciones sexuales con él o ella. ¿Complicado?, pregunta la narradora. A los seres humanos no les gustan las cosas sencillas.
Alterar aquello que puede parecernos inmutable nos hace mirar de otra manera nuestra propia realidad, apreciar su contingencia. Y por tanto nos hace dudar de todos los tabúes, hábitos e imposiciones sociales que aceptamos como evidentes; por ejemplo, nuestra concepción del papel de la mujer en la sociedad. No sé si las mujeres en el futuro dejarán de parir, como quería Firestone, ni si lo haremos los hombres, como en las historias de Ursula K. Leguin o en la estremecedora Bloodchild, de Octavia E. Butler. En esta última, una especie extraterrestre utiliza a varones y hembras de otra especie para que gesten a sus hijos, larvas que se van alimentando de su portador. Pero sin llegar a esos extremos, si hoy nos parece increíble que hace pocas décadas una mujer casada no pudiese abrir una cuenta corriente sólo a su nombre, hay que preguntarse qué es lo que considerarán increíble, pongamos el siglo que viene, y que hoy ni siquiera nos llama la atención, o que incluso puede pasar por feminista, como la patética figura falsamente emancipada que es Wonder Woman

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