LA DESIGUALDAD Y EL DIOS
DEL DINERO
ÁLVARO GAERTNER ARANDA
Estudiante de Ingeniería Física en
Oldemburgo y miembro
del Círculo 3E de Podemos
La desigualdad
es un fenómeno económico que ha tenido tratamientos muy distintos a lo largo de
la historia. Ha habido economistas, como los neoclásicos, que creían que
simplemente reflejaba la diferencia en la productividad marginal entre los
distintos trabajadores y empresarios, diciendo, por ejemplo, que las
diferencias de hasta 300:1 entre los salarios de los ejecutivos y los obreros
se podía explicar así, una perspectiva que Stiglitz critica en uno de sus
ensayos. Otros, como Malthus, pensaban que era un hecho que derivaba de las
leyes de la población, y que por lo tanto no cabía antídoto contra ella. Otros,
como Marx, consideraban que se debía a la extracción por parte de los burgueses
de la plusvalía del trabajo de los obreros, situación ante la cual el
proletariado se acabaría rebelando para crear una sociedad sin clases.
A su vez,
dependiendo de la explicación que se le daba a la desigualdad ha habido
diferentes puntos de vista a la hora de explicar el efecto que esto tenía en la
renta per cápita, comúnmente medida a través del PIB. Así, para los
neoclásicos, al corresponderse las retribuciones y beneficios de las distintas
personas de la sociedad con lo que estas aportaban a la sociedad, intentar
introducir una mayor igualdad supondría reducir los incentivos para que la
gente arriesgase su capital y trabajase duro, reduciendo asi lo que aportarían
a la sociedad y consecuentemente reduciendo el PIB. Por otro lado, los
keynesianos y neokeynesianos, que reconocen que los mercados tienen fallos y
que la interacción de los distintos actores en ellos no siempre tiene como
resultado los niveles óptimos de las distintas variables económicas debido a
las asimetrías de poder y de otros tipos, argumentan que la desigualdad
existente hace que el PIB no sea el máximo posible puesto que la propensión al
consumo (el coeficiente que mide la parte de su renta que una persona dedica al
consumo) de las personas con ingresos más bajos es mayor que la de aquellos con
renta más alta y por lo tanto redistribuir la riqueza de los ricos hacia los
pobres corregiría los resultados subóptimos del mercado y permitiría que el
consumo subiese y con ello el PIB. Por último, nos encontramos con el argumento
de los decrecentistas (utilizado también por Keynes), de que la desigualdad aumenta
el consumo para satisfacer las necesidades de estatus, de las que un ejemplo
sería la ¨necesidad¨ de comprarse una casa más grande que la que tiene el
vecino, un juego de suma cero en el que todo el estatus que gana una persona lo
pierde otra y que provoca que aumente el PIB a cambio de realizar un consumo de
recursos que no aporta nada al bienestar total de la sociedad.
Creo que las
dos primeras perspectivas, que constituyen a su vez la base para los dos
discursos más compartidos de nuestra sociedad, son fácilmente armonizables al
describir dos fenómenos realistas y sobre todo relacionados. En primer lugar,
es realista pensar que la perspectiva de ganar más y poder ser más rico en este
sistema económico en el que el Dios es el dinero pueda suponer un incentivo
para invertir y trabajar y que eso conllevaría un mayor PIB. También es
realista suponer que este incentivo será mayor cuanto mayor sea el premio que
se pueda conseguir y por tanto cuanto mayor sea la desigualdad, aunque la
productividad marginal del incentivo se irá reduciendo conforme la desigualdad
aumente porque llega un nivel de ingresos a partir del cual un euro (o un
millón) adicional no supone prácticamente ningún aliciente adicional. De igual
manera, es de esperar que cuanto mayor sea la igualdad, menor diferencia habrá
entre la propensión al consumo de los pobres y los ricos y mejor se aprovechará
el potencial de consumo de los pobres, aunque cuanto más cerca de la igualdad
absoluta se esté menor será incremento del consumo resultante. De esta manera
tenemos dos curvas a lo largo del eje igualdad-desigualdad cuya suma los
economistas convencionales amantes del PIB desearían maximizar, obteniendo como
resultado la existencia de un teórico punto óptimo de desigualdad imposible de
calcular, pero existente. De la existencia de este punto podemos obtener como
conclusión que la base sobre la cual una parte de los progresistas del mundo
articulan su discurso económico en la actualidad, consistente en la eficacia
económica (medida en términos de PIB) de la reducción de la desigualdad, es
fiel a la realidad pero lo será cada vez menos cuanto más se reduzca la
desigualdad. Esto quiere decir que los progresistas, a la vez que seguimos
luchando por ganar la batalla discursiva por ser los garantes de la eficacia
económica, debemos luchar para cambiarle el significado a este término para que
cuando los efectos de la reducción de la desigualdad en el crecimiento del PIB
se reduzcan no dejemos el campo abierto al enemigo para recuperar este título y
todo lo que él conlleva en el imaginario de los ciudadanos. Este cambio de
significado pienso que tendría que tener en cuenta varias ideas
complementarias:
En primer
lugar, creo que tendría que tener en cuenta la opinión de los defensores de la
economía ecológica y defender que la eficacia económica consiste en ser capaces
de dar al pueblo unas condiciones de vida estables con un nivel material
suficiente (algo que sólo se puede conseguir reduciendo la desigualdad) que les
permitan desarrollar sus proyectos de vida sin las alteraciones que tanto el
crecimiento de la actividad económica (menor tiempo libre, estrés, menores
servicios ambientales, etc) como las crisis que irremediablemente lo acompañan
provocan. De esta manera, la defensa de unas políticas eficaces pasaría a ser
la defensa de un sistema económico que maximizase el bienestar obtenido de un
capital constante a la vez que redujese al mínimo los costes que el
mantenimiento del capital necesario para producir el bienestar tuviese en forma
de trabajo, materias primas y utilización de sumideros de los residuos
producidos por la actividad económica como la contaminación.
En segundo
lugar, creo que tendría que tener en cuenta la idea de Polanyi, reflejada en la
opinión de los decrecentistas y de Keynes, de que en cualquier sociedad lo que
quiere la gente es adquirir mayor estatus y una mejor posición social y que los
elementos que dan acceso a esa mejor posición social no están dados sino que
son propios de cada sociedad y cada sistema institucional. De esta manera, los
progresistas debemos aspirar a construir un sistema institucional y un sentido
común que premie con una mejor consideración social a aquellos con más cultura,
con más tiempo libre para estar con su familia y amigos y disfrutar de la vida,
a aquellos con mayor capacidad para hacer que la sociedad en la que viven sea
un lugar más agradable para todos, y que haga que el desarrollo de actividades
rentables monetariamente pero desagradables y malas para la salud física o
mental de aquellos que las ejercen, como es el caso de los empleados de bancos
de inversión o el caso del sobreesfuerzo físico al que están sometidos los
deportistas profesionales más famosos, sea considerado como algo a evitar. En
definitiva, los progresistas debemos aspirar no solo a reducir la desigualdad
para que los de abajo puedan vivir mejor de acuerdo a los parámetros del actual
sistema económico y de valores, sino a conseguir que el desahogo material que
la reducción de la desigualdad conlleva nos permita dar el paso a una sociedad en
la que lo material deje de ser un objetivo y en la que un niño prefiera ser de
mayor del equipo de su barrio e irse a tomar unas cañas con los del equipo
contrario al finalizar los partidos a ser Cristiano Ronaldo o Messi.
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