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lunes, 6 de febrero de 2017

LA DESIGUALDAD Y EL DIOS DEL DINERO


                

LA DESIGUALDAD Y EL DIOS 
DEL DINERO
ÁLVARO GAERTNER ARANDA
Estudiante de Ingeniería Física en Oldemburgo y miembro
 del Círculo 3E de Podemos
La desigualdad es un fenómeno económico que ha tenido tratamientos muy distintos a lo largo de la historia. Ha habido economistas, como los neoclásicos, que creían que simplemente reflejaba la diferencia en la productividad marginal entre los distintos trabajadores y empresarios, diciendo, por ejemplo, que las diferencias de hasta 300:1 entre los salarios de los ejecutivos y los obreros se podía explicar así, una perspectiva que Stiglitz critica en uno de sus ensayos. Otros, como Malthus, pensaban que era un hecho que derivaba de las leyes de la población, y que por lo tanto no cabía antídoto contra ella. Otros, como Marx, consideraban que se debía a la extracción por parte de los burgueses de la plusvalía del trabajo de los obreros, situación ante la cual el proletariado se acabaría rebelando para crear una sociedad sin clases.
A su vez, dependiendo de la explicación que se le daba a la desigualdad ha habido diferentes puntos de vista a la hora de explicar el efecto que esto tenía en la renta per cápita, comúnmente medida a través del PIB. Así, para los neoclásicos, al corresponderse las retribuciones y beneficios de las distintas personas de la sociedad con lo que estas aportaban a la sociedad, intentar introducir una mayor igualdad supondría reducir los incentivos para que la gente arriesgase su capital y trabajase duro, reduciendo asi lo que aportarían a la sociedad y consecuentemente reduciendo el PIB. Por otro lado, los keynesianos y neokeynesianos, que reconocen que los mercados tienen fallos y que la interacción de los distintos actores en ellos no siempre tiene como resultado los niveles óptimos de las distintas variables económicas debido a las asimetrías de poder y de otros tipos, argumentan que la desigualdad existente hace que el PIB no sea el máximo posible puesto que la propensión al consumo (el coeficiente que mide la parte de su renta que una persona dedica al consumo) de las personas con ingresos más bajos es mayor que la de aquellos con renta más alta y por lo tanto redistribuir la riqueza de los ricos hacia los pobres corregiría los resultados subóptimos del mercado y permitiría que el consumo subiese y con ello el PIB. Por último, nos encontramos con el argumento de los decrecentistas (utilizado también por Keynes), de que la desigualdad aumenta el consumo para satisfacer las necesidades de estatus, de las que un ejemplo sería la ¨necesidad¨ de comprarse una casa más grande que la que tiene el vecino, un juego de suma cero en el que todo el estatus que gana una persona lo pierde otra y que provoca que aumente el PIB a cambio de realizar un consumo de recursos que no aporta nada al bienestar total de la sociedad.
Creo que las dos primeras perspectivas, que constituyen a su vez la base para los dos discursos más compartidos de nuestra sociedad, son fácilmente armonizables al describir dos fenómenos realistas y sobre todo relacionados. En primer lugar, es realista pensar que la perspectiva de ganar más y poder ser más rico en este sistema económico en el que el Dios es el dinero pueda suponer un incentivo para invertir y trabajar y que eso conllevaría un mayor PIB. También es realista suponer que este incentivo será mayor cuanto mayor sea el premio que se pueda conseguir y por tanto cuanto mayor sea la desigualdad, aunque la productividad marginal del incentivo se irá reduciendo conforme la desigualdad aumente porque llega un nivel de ingresos a partir del cual un euro (o un millón) adicional no supone prácticamente ningún aliciente adicional. De igual manera, es de esperar que cuanto mayor sea la igualdad, menor diferencia habrá entre la propensión al consumo de los pobres y los ricos y mejor se aprovechará el potencial de consumo de los pobres, aunque cuanto más cerca de la igualdad absoluta se esté menor será incremento del consumo resultante. De esta manera tenemos dos curvas a lo largo del eje igualdad-desigualdad cuya suma los economistas convencionales amantes del PIB desearían maximizar, obteniendo como resultado la existencia de un teórico punto óptimo de desigualdad imposible de calcular, pero existente. De la existencia de este punto podemos obtener como conclusión que la base sobre la cual una parte de los progresistas del mundo articulan su discurso económico en la actualidad, consistente en la eficacia económica (medida en términos de PIB) de la reducción de la desigualdad, es fiel a la realidad pero lo será cada vez menos cuanto más se reduzca la desigualdad. Esto quiere decir que los progresistas, a la vez que seguimos luchando por ganar la batalla discursiva por ser los garantes de la eficacia económica, debemos luchar para cambiarle el significado a este término para que cuando los efectos de la reducción de la desigualdad en el crecimiento del PIB se reduzcan no dejemos el campo abierto al enemigo para recuperar este título y todo lo que él conlleva en el imaginario de los ciudadanos. Este cambio de significado pienso que tendría que tener en cuenta varias ideas complementarias:
En primer lugar, creo que tendría que tener en cuenta la opinión de los defensores de la economía ecológica y defender que la eficacia económica consiste en ser capaces de dar al pueblo unas condiciones de vida estables con un nivel material suficiente (algo que sólo se puede conseguir reduciendo la desigualdad) que les permitan desarrollar sus proyectos de vida sin las alteraciones que tanto el crecimiento de la actividad económica (menor tiempo libre, estrés, menores servicios ambientales, etc) como las crisis que irremediablemente lo acompañan provocan. De esta manera, la defensa de unas políticas eficaces pasaría a ser la defensa de un sistema económico que maximizase el bienestar obtenido de un capital constante a la vez que redujese al mínimo los costes que el mantenimiento del capital necesario para producir el bienestar tuviese en forma de trabajo, materias primas y utilización de sumideros de los residuos producidos por la actividad económica como la contaminación.
En segundo lugar, creo que tendría que tener en cuenta la idea de Polanyi, reflejada en la opinión de los decrecentistas y de Keynes, de que en cualquier sociedad lo que quiere la gente es adquirir mayor estatus y una mejor posición social y que los elementos que dan acceso a esa mejor posición social no están dados sino que son propios de cada sociedad y cada sistema institucional. De esta manera, los progresistas debemos aspirar a construir un sistema institucional y un sentido común que premie con una mejor consideración social a aquellos con más cultura, con más tiempo libre para estar con su familia y amigos y disfrutar de la vida, a aquellos con mayor capacidad para hacer que la sociedad en la que viven sea un lugar más agradable para todos, y que haga que el desarrollo de actividades rentables monetariamente pero desagradables y malas para la salud física o mental de aquellos que las ejercen, como es el caso de los empleados de bancos de inversión o el caso del sobreesfuerzo físico al que están sometidos los deportistas profesionales más famosos, sea considerado como algo a evitar. En definitiva, los progresistas debemos aspirar no solo a reducir la desigualdad para que los de abajo puedan vivir mejor de acuerdo a los parámetros del actual sistema económico y de valores, sino a conseguir que el desahogo material que la reducción de la desigualdad conlleva nos permita dar el paso a una sociedad en la que lo material deje de ser un objetivo y en la que un niño prefiera ser de mayor del equipo de su barrio e irse a tomar unas cañas con los del equipo contrario al finalizar los partidos a ser Cristiano Ronaldo o Messi.
 


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