¿HACIA EL FIN DEL NEOLIBERALISMO?
ECONOMISTAS SIN FRONTERAS
- MARÍO RÍSQUEZ
Hace
unas semanas el periodista Carlos Prieto ilustraba con el siguiente comentario
lo paradójico del momento político que estamos atravesando: el secretario del
Partido Comunista chino se encuentra defendiendo la globalización en el Foro de
Davos, mientras que el presidente del "mundo libre", Donald Trump,
carga contra el libre mercado. En el mismo artículo, publicado en El
Confidencial, Prieto evidencia como en los últimos tiempos sectores de la
derecha española están tratando de reivindicar la figura del teórico marxista
Antonio Gramsci, al que invitan a revisar sin "prejuicios
ideológicos".
Ante
una crisis estructural y multidimensional aún no resuelta en Occidente, reina
un clima de cierta confusión sobre la etapa histórica en la que nos encontramos
y el horizonte de posibilidades que se puede abrir. Algunos hablan de
posneoliberalismo, o poscapitalismo, para denominar la nueva fase de la
economía mundial a la que pareciera que estamos transitando. Pero para saber
hacia dónde vamos hay que entender de dónde venimos.
David
Harvey caracterizaba el neoliberalismo como una teoría de prácticas
político-económicas sustentada en la idea de que la mejor manera de promover el
bienestar del ser humano consiste en no restringir el libre desarrollo de las
capacidades y de las libertades empresariales del individuo dentro de un marco
institucional caracterizado por derechos de propiedad privada fuertes, mercados
libres y libertad de comercio.
Un
neoliberalismo que durante las últimas décadas se ha tornado hegemónico como
forma de discurso, y que a raíz de la crisis parece quebrarse, sobre todo ante
los nuevos (o no tan nuevos) discursos de algunos líderes políticos a ambos
lados del atlántico, como el propio Donald Trump o Marine Le Pen. Sin embargo,
cabe preguntarse acerca de la coherencia entre el discurso y la práctica que
han definido el curso del neoliberalismo.
Pese
al aparato discursivo, basado en un fundamentalismo de mercado, que durante las
últimas décadas ha actuado de sostén y guía de toda práctica político-económica,
lo proclamado ciertamente casi nunca ha ido acompañado ni ha sido coherente con
las prácticas reales.
Ronald
Reagan, uno de los promotores del neoliberalismo, sostenía que las palabras más
horribles del inglés eran "trabajo para el Estado y estoy aquí para
ayudar". Abogaba, como es lógico, por una retirada del papel del Estado en
la economía, en consonancia con aquella idea de que los mercados son eficientes
y se autorregulan, y que toda injerencia estatal resultaría contraproducente. Sin
embargo, más que de un repliegue del Estado, lo que impulsó fue una
reorientación del rol del Estado en la economía, recortando el presupuesto en
políticas sociales e incrementando drásticamente los contratos del gobierno con
la industria militar, situando el nivel de gasto público en proporción del PIB
a sus niveles más altos desde hacía décadas.
Éste
tan solo es uno de los muchos ejemplos que permiten identificar esa desconexión
entre el cascarón formal y el contenido real que ha caracterizado al neoliberalismo,
un modelo que surgió como respuesta a la crisis económica internacional de los
años setenta, y que tuvo por objetivo principal restituir las tasas de
rentabilidad de las élites económicas ante los claros signos de agotamiento del
régimen de acumulación fordista. En definitiva, de lo que se trataba era de
reestructurar las relaciones entre capital y trabajo, y las instituciones de
gobernanza, nacionales y supranacionales, sirvieron a la tarea de restaurar el
poder de clase de las élites económicas.
Hoy
nos encontramos de nuevo ante un régimen de acumulación, el neoliberal, que
está agotado. La historia se repite, pero en este caso los resortes o espacios
de rentabilidad que se están tratando de reestablecer carecen de bases sólidas
y sostenibles a corto y medio plazo. Una gestión de la crisis que supone una
vuelta de tuerca más en ese proceso de ajuste estructural que se viene
desarrollando las últimas décadas, y al mismo tiempo una huida hacia delante
que parece toparse con límites inmediatos. Ejemplo de ello es el dopaje al que
se lleva sometiendo durante los últimos años al sistema financiero
internacional, con grandes inyecciones liquidez proporcionadas por los bancos
centrales, y cuyo resultado es un sistema bancario que se encuentra en
"respiración asistida", incapaz de recuperar las tasas de
rentabilidad.
Nos
encontramos, también, ante la quiebra del consenso discursivo neoliberal y la
puesta en escena del neofascismo. Pero un neofascismo que va más allá de los
sospechosos habituales, más allá del auge de los partidos de extrema derecha en
Europa. En la Unión Europea, y en concreto en la Unión Económica y Monetaria,
se ha institucionalizado un modelo al que le sobra la democracia, cuyos
burócratas se escandalizan de los muros y la discrecionalidad ejecutiva de
Trump, pero promueven activamente el cierre de fronteras en Europa y no tienen
ningún problema en doblegar a gobiernos que se salen del redil, como muestra el
golpe de Estado financiero en Grecia.
Seguridad,
libertad o estabilidad son términos sobre los que pivotan los marcos
discursivos de un amplio espectro de la derecha, desde los más liberales a los
más conservadores, pero todo caparazón ideológico y discursivo queda subsumido
a una práctica de fondo que tiene un denominador común, y que responde, como
siempre, a las exigencias de rentabilidad del capital.
De
la respuesta política que se está dando a esta crisis estamos transitando, más
que hacia una reordenación de las prácticas político-económicas que
caracterizaban al neoliberalismo, hacia una profundización de las mismas, lo
que nos avoca, si nada lo remedia, a un ciclo largo de crisis social, un futuro
incierto, y sin duda menos democrático y más oscuro.
Economistas
sin Fronteras no se identifica necesariamente con la opinión del autor
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