MÁS ALLÁ DEL 8-N
A los estadounidenses no les molan sus
políticos. De hecho, les gustan cada vez menos. Desde 2010, el porcentaje de la
población que aprueba de la labor del Congreso apenas ha pasado por encima del
20%. Tanto descontento constituye una grave carga para la sostenibilidad del
sistema democrático. El presidente Obama, por cierto, goza de
cifras poco comunes por buenas: una aprobación de más del 50%. Pero esto
significa también que su inminente desaparición de la escena política sólo
servirá para reducir el poco caudal de legitimidad que resta. Da la impresión
de que los ciudadanos de Estados Unidos conviven con sus políticos como lo hace
un matrimonio que se casó por conveniencia hace mucho tiempo. Amor nunca lo
hubo; pasión, muy de vez en cuando. Ahora, presos de la inercia, les falta
energía para imaginarse otro arreglo.
Bajo la amenaza del desastre que sería una
presidencia de Trump, muchos han llegado a ver una victoria de
Hillary Clinton como el anhelado final de la película —el momento en que la
heroína logra desactivar la bomba en el último segundo posible—. Salvado el
mundo, basta una escena de epílogo para cerrar el relato. A estas alturas, en
otras palabras, es difícil salir del pánico para imaginarse con calma qué
significarían otros cuatro —o, más probablemente, ocho— años de clintonismo.
La realidad es que el candidato Trump no
es la única bomba de tiempo que queda por desactivar. Es más, puede que la
entrada de Clinton a la Casa Blanca active unas cuantas más.
Entre las más evidentes están las
múltiples crisis en curso: el desafío climático; la burbuja de la deuda
estudiantil; las ramificaciones políticas y humanitarias de los conflictos en
Siria, Libia e Iraq; el repunte del descontrol en la industria financiera.
Respecto de la política exterior, el talante de Clinton da que pensar,
como escribía Simon Doubleday en CTXT hace
poco: desde ya, cabe esperar una escalada militar en Siria y una
intensificación del conflicto con Rusia.
¿Son razones suficientes como para negarle
el voto a Clinton? Más que suficientes, dice Susan Sarandon. Una semana antes
de las elecciones, la actriz activista mandó una carta abierta en apoyo a Jill
Stein, la candidata del Partido verde. Resaltando las posiciones poco
progresistas de la candidata demócrata en materia de drogas, tratados
comerciales, los grandes bancos o Israel, afirma que votará por Stein. “Es
claro”, escribe, “que, a tiempo de hoy, un tercer partido es necesario y
viable. Y éste es el primer paso hacia lograrlo”. Según las encuestas, sin
embargo, Stein no podrá contar con más del 2% del voto nacional, bastante menos
del 5% que sacó Ralph Nader en el año 2000. Harán falta reformas más
estructurales y desafíos más convincentes para minar el los hábitos e intereses
establecidos del bipartidismo.
Si esas mismas encuestas aciertan, será
Clinton quien salga elegida el 8-N y asuma la presidencia en enero. Fácil no lo
tendrá; una derrota de Trump no hará desaparecer el movimiento que surgió en
torno a él. En lo doméstico, le tocará hacer frente a la división —más visible
que nunca— entre élites políticas, económicas y culturales, por un lado y, por
otro, los grandes números de personas que se sienten ignorados, despreciados o
engañados por ellas. Según el ensayista belga David Van Reybrouck, este abismo
social entre élites y masas es la causa más inmediata del auge de los populismos
protofascistas de Le Pen, Trump y Wilders, y sólo se contrarresta
mediante otro populismo que tome en serio, e incluya en la política, a las
capas de población menos educadas. Cabe dudar seriamente si una hipotética
presidente Clinton sería capaz de desactivar esa frustración masiva encarnada
en ciudadanos que no sólo han perdido, desde hace tiempo, toda fe en los
medios, la política y lo intelectual, sino que, gracias a Trump, también han
abandonado toda inhibición a la hora de expresar sus opiniones, prejuicios y
teorías de la conspiración o —peor— de traducirlas en actos violentos.
Los problemas son estructurales y de
difícil solución. La erosión de la legitimidad del sistema político está
vinculada a la polarización en Washington, que a su vez ha reducido la
efectividad del proceso legislativo a niveles históricos. La manía por
redibujar los distritos electorales para asegurar victorias de un partido u
otro —la práctica conocida como gerrymandering— ha
favorecido a los republicanos más conservadores. Creen, y no les falta razón,
que el bloqueo en Washington da más rédito político que la colaboración y el
compromiso. Dada la imagen extremadamente negativa que ya tiene de Hillary una
gran parte de la población —producto, a su vez, de décadas de manipulación
mediática además del sexismo y la misoginia— los diputados y senadores
republicanos no tendrán por qué resistir la tentación de demonizarla desde el
primer día.
Y sin embargo hay motivos para el
optimismo. Es más, muchos son tan estructurales y duraderos como los problemas
que acabo de señalar. Con todos sus achaques, hay pocos cuerpos políticos en el
mundo hoy tan resistentes como el de Estados Unidos. Incluso si se trata de
sobrevivir cuatro u ocho años de trumpismo.
Para empezar, hay pocos países con tanta
libertad de expresión y tanto debate público de calidad. Esparcidos por todo
Estados Unidos hay miles y miles de universidades que donde —a pesar de todo—
florece la curiosidad, la investigación, la crítica y el libre intercambio de
ideas. El sistema de educación pública adolece de grandes problemas, pero
trabajan en él cientos de miles de maestras y maestros con vocación y entrega
auténticas. La prensa y los medios han sufrido ataques y recortes, es verdad;
pero el país sigue contando con un gran ejército de periodistas independientes,
rigurosos y valientes, en medios de gran abolengo como The Nation y
la radio pública nacional (de fuerte arraigo local en todo el país); en equipos de
cariz activista como Democracy Now!; en fundaciones
independientes como el Center for Public Integrity; o en
proyectos nuevos como Jacobin.
Si sobreviven estos medios no es sólo
gracias a la entrega de sus colaboradores sino a la generosidad de su público y
paga lo que les debe y más. La tradición filantrópica en este país no se limita
ni mucho menos a los millonarios. Cuenta con la participación de la gran
mayoría de los ciudadanos. Según Giving USA, en 2015 el país
donó unos 373 mil millones de dólares para fines benéficos. Es una práctica
cultural fuertemente arraigada, de difícil comprensión para mentes europeas. No
sólo refleja generosidad, sino optimismo. A fin de cuentas, cada donación es un
acto de fe.
Esa fe inquebrantable
quizá sea lo que más esperanza inspira. A diferencia de otros países —España,
sin ir más lejos— la ciudadanía de Estados Unidos parece inmune al cinismo.
Ojalá pudiera decirse lo mismo de sus políticos.
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