DEL FUEGO A LAS
BRASAS
Carolina Vásquez Araya
Las
condiciones de vida para unas tres cuartas partes de la población guatemalteca
han descendido de manera sostenida desde hace unas 3 décadas. Este fenómeno ha
condenado a la pobreza a más de la mitad de las familias y se debe a la
corrupción rampante de sus autoridades, baja ejecución de planes de desarrollo
cuando los hay, generalizado clientelismo en la asignación de puestos, pero
sobre todo el saqueo sistemático de una riqueza cuya envergadura es aún desconocida.
El
sistema bajo cuyas normas se desarrolla la vida financiera, política y social
del país parece haber sido diseñado con el fin de mantener en necesidad extrema
a una gran masa poblacional, a la cual un salario de hambre le resulte una
bendición divina en comparación con el desempleo. En este contexto las familias
sobreviven gracias al esfuerzo combinado de todos sus miembros en condiciones
de extrema necesidad, lo cual repercute en un ambiente poco propicio para su
desarrollo integral.
Sumado
a esto, la falta de oportunidades en educación, empleo, salud y vivienda dignas
contribuye de manera poderosa a provocar la eclosión familiar y un clima de
violencia cuyas consecuencias se pueden observar en las elevadas cifras de
denuncias de feminicidio, abandono del hogar, violaciones, incesto y ruptura de
los lazos familiares. Como uno de sus efectos más graves, el abandono de las
nuevas generaciones en busca de satisfacer sus carencias vitales en la calle,
en las maras o emigrando hacia la peligrosa ruta del norte.
En
este contexto insano y degradante viven miles de niñas y niños relegados,
violentados y forzados a soportar toda clase de carencias vitales. Entonces es
cuando se requiere de un sistema de rescate –desde un Estado cuyas
características lo han convertido en el principal responsable del problema- con
el fin de proveer a esta niñez en crisis de una solución a la medida de sus
necesidades en educación, alimentación, recreación, atención en salud mental y
física para garantizarles un desarrollo adecuado.
Este
sistema aparentemente ideal, cuyo costo de operación figura en el presupuesto
del Estado, en la realidad se ha
convertido en una amenaza para la integridad de esos niños, niñas y
adolescentes necesitados de protección. Salidos de un ambiente muchas veces
degradante y de alto riesgo para su integridad física y psicológica, han ido a
dar a verdaderas cárceles de castigo en donde se siguen violando sus derechos.
Es el drama constante de ser menor de edad en un país en donde la niñez es la última
de las prioridades y en donde para llamar la atención sobre un problema tan
grave como la trata de personas, es preciso hacer un escándalo mediático para
que las autoridades le presten atención.
Otro
tanto sucede con las mujeres violentadas en sus derechos a la vida, a la
integridad física, a la libertad. Es tan elevado el nivel de violencia contra
ellas que ya se considera parte de la costumbre, se acepta el odio de género
hasta el extremo del desmembramiento como algo que les sucede a otras personas
menos afortunadas, no algo a lo cual existe la obligación humana de denunciar
alto y claro porque es inadmisible, porque no puede seguir sucediendo.
Las
niñas, niños y adolescentes recluidos en hogares de rescate no son parias, son
seres humanos con derechos. Tratarlos como a tales es obligación del Estado,
porque la falta de principios del sector político, cuyos miembros han sentado
sus reales en la administración pública, les ha robado la posibilidad de vivir
una vida libre de amenazas y con oportunidades de progreso. La deuda con
la sociedad está pendiente y debe pagarla en sus nuevas generaciones.
No hay comentarios:
Publicar un comentario