REMOCIÓN
Roberto Cabrera
Roberto Cabrera
Igueste alto de
lengua, manto negro de arena. Tan solitario como siempre, lleno de mangos y
telas de araña. Se escucha la escuela batiendo palmas. Lo expectante como nube,
la luz, rizoma del asombro y el aire. Era un tiempo para poner la vista en la
bahía, tan quietas sus luces sobre el azul teñido, que adivinan la vida en
camarotes como pequeñas lámparas cambiantes.
Qué dicen las pestañas de esa boca gustosa que presienten los labios. Pelaje de
liebre y alas de ángel, el peso en los dedos, la palma nirvana, los brazos se
enganchan.
Quizás sea esa una nueva oportunidad de poner en claro el legado de Isaac de
Vega en nuestro intelecto y en nuestros corazones. Hay una película que pasa y
pasa y se rebobina en nuestra memoria. Puede que sea un film con varios
finales, un documental o teatro donde el drama o la comedia se intercalan y se
ofrecen actores y decorados que transcurren en la ciudad, en el campo, en
exteriores que ruedan por los callaos de las playas de Igueste o exteriores que
filman sus casas. Aparecen sus hijas; Antonia, su mujer; otros parientes,
Pascasio, Juan José; mas sobre todo sus inseparables Rafael Arozarena y José
Antonio Padrón o Antonio Bermejo.
Me parece que por encima de las anécdotas es crucial centrarse en su
literatura, aunque no quisiera dejar a un lado su forma de vida, su filosofía.
Es imposible dejar de observar a nuestro autor como un hombre cargado de
preguntas, de incertidumbres y del anhelo de vida suprema. Y vienen a nuestra
mente: su irrenunciable sencillez, la aristócrata docilidad de su trato, amén
de la solidaridad con sus amigos.
Al conocimiento de la obra de Isaac me llevó el azar y un amigo, quien entre
cervezas y salmón a la plancha me prestó Fetasa.
Era un tiempo de lectura existencialista y muchos proyectos. Una gran
efervescencia vitalista y rizomática de resistencia a las establecidas jerarquías
a todos los niveles y es en este sentido en el que la obra de Isaac de Vega
vino a sugerirnos una perspectiva completamente rompedora y augural.
Y como dije no solo era un novedoso paradigma para la inversión literaria
marcada a nivel local y universal por el llamado boom, sino una potente
literatura para escrutar todos los demás mundos, social, político, filosófico o
lingüístico.
A cualquiera podría preguntársele ¿por qué no ha leído Fetasa? Aquella novela
semiolvidada, muy poco o nada referenciada para los pupilos universitarios
sumidos en el estructuralismo o en los círculos más o menos ortodoxos del
histórico materialismo, sería algo insólito.
¡Lanza tu obra como se arroja una piedra al aire, que si es buena, un día
brillará como un sol! Solía decir de Vega.
Tiene uno miedo a las ediciones en tapas duras, donde a veces finiquitan a
cualquiera, donde se supone que ya todo está dicho del autor, y este pasa a
“mejor vida”. Es la pérdida de aquellas rústicas tiradas, donde la magia y los
lugares, los tiempos y espacios magnéticos parecen enterrarse entre las
acartonadas portadas. Esas cantinas rurales, perros salvajes que hablan con las
plantas en sus refugios naturales, largas caminatas en cósmica soledad por
rutas sorprendentes donde las piedras, los árboles y la tierra del camino
emiten voces delirantes.
Fetasa, Jazz y Harlem metafísico, Un maldito de la mejor novela, Entre el
sensualismo y Fetasa, El cauce de la narrativa canaria, Acerca de las
incógnitas de Isaac de Vega en su literatura o Fetasa motor rotativo,
fueron algunos títulos que a lo largo de varios años dediqué a nuestro autor en
diferentes momentos de su trayectoria y mi vida. Otros muchos hicieron lo
propio, seguramente impresionados como yo por novelas como Parhelios, Tassili o también por sus geniales cuentos en Cuatro Relatos, o Conjuro en Ijuana, Cuando tenemos que huir o Viento.
Por un momento pareciera que todo este cúmulo de historias y textos inundaría
de legítima forma incluso territorios escolares y juveniles, pero
lamentablemente esto no ocurrió, se impusieron los libros-fórmula, el dominio
de las grandes editoriales y la basura literaria, salvo honrosas excepciones.
Quién sabe si aún estemos a tiempo, hay que preguntárselo a tantos
profesionales, hombres y mujeres, que siguiendo ese juego fácil de inercia
epistolar, continúan proyectando en sus pupilos esta ausencia; prefiriendo
aquellos rudimentos aprehendidos en remotas aulas sin despertar a esta visión
universalista e insular que desprenden relatos como los de Isaac de Vega. Es
una tragedia particular que no se resuelve en el victimismo, y por otro lado
una enorme congratulación por este sedimento que el autor y sus colegas
literarios han ido depositando en el poso de la narrativa canaria, en una hasta
saludable marginación. Un descubrimiento que será para muchos toda vez
abandonadas las aulas, una catártica experiencia para todos. Lejos del karma
están dispuestos para nuevos renacimientos, ahora, en unos años, siempre.
Echo un vistazo al célebre discurso de ingreso en la Academia de la Lengua,
allá por el 2002. Recuerdo a un Isaac preocupado antes de confeccionar el
texto. Y ahora al releerlo observo con qué claridad perfila lo que no era,
luego fue y lo que será de una obra literaria, explicitando de dónde arranca el
ansia de modernidad que desconocieron ellos, los escritores un tanto famélicos
y desinformados como se reconocen hasta mezclar el anterior surrealismo con un
reciente entonces existencialismo. Ese apartamiento de todo lo que no fuera
desnudez e integridad, soledad con su esencial ser hasta que la madre
Naturaleza viva se haga parte del hombre. Concluye así de manera algo doliente “porque
nada ha de perdurar de estas historias nuestras, si no es acaso en libros
restringidos o en estudios eruditos”.
Sorprende en la etapa que abarca los años cincuenta, en cuanto a la crítica
literaria que desarrolló fundamentalmente en Gaceta
Semanal de las Artes, cómo se muestra tan crítico con el arte social, con
el boom literario y con otras nuevas tendencias. Un espíritu inconformista late
ahí, un solemne disgusto y un escepticismo radical. No es preciso buscar más
palabras para tratar de alumbrar lo que se percibe oscuro, como desazón
crepuscular que todo lo envuelve; todo parte de una ingénita imperfección: el
presente, el pasado, la política, el arte, la música, la arquitectura, las
gentes. Absolutamente todo aparece corrompido y lleno de incertidumbres. Isaac
de Vega lo retrata y ese dolor áureo es lo que resplandece precisamente en toda
su obra, un salir del folklore para entrar en lo áspero, lo que en mayor medida
lo ha convertido en inasimilable para distintas generaciones. Es voz de
desprecio, la conocida y kantiana insociable
sociabilidad humana.
Las páginas se avivan y bien merece que muchas de sus imágenes perduren para
siempre aunque nadie sepa si sus tesis fetasianas lo convencieron a él mismo en
su innata rebeldía. Estos escritores insulares tenían las cartas marcadas desde
el principio, desde el inveterado veneno que inocularon a una generación. Pero
quién, quiénes fueron esos envenenadores. La mediocridad, la política, las
erratas y pese a que muchos se propondrían empujar esta estética literaria más
allá, más arriba, no fue posible sino hasta un pasajero reconocimiento. Se
llega a la conclusión de que pagarían caro su voluntario “estar afuera”, que
Rafael Arozarena dejaría claro en una entrevista: no deseamos que se hable de
lo fetasiano, ni que sea bandera de nadie, no somos un grupo operante...
Algunos de sus cuentos que he vuelto a releer echan la vista atrás, son años
juveniles, son señales y estando atentos se observan avatares entre líneas que
hacen la vida imposible. Donde todo fue fracaso y una mueca de labios
retorcida, cuando se aprecia la vida pero los hombros se encogen y sigues
caminando con manos en los bolsillos, a veces se patea una piedra. Ahí estabas
tú, hombre de poros abiertos mirando el horizonte o las cercanas mareas sin el
más acá del aprecio y tus talones suben a la guagua; es un vagón que rueda sin
destino, no es la aventura de llegar sino el puro viaje lo que cuenta. Dejadme
atrás sin rencor del vuestro navideño villancico. Allí ocurrió algo
desgraciado. Minimizado entre los contadores, ralentizado entre los vates, otra
vez renace la idea de borrar la desdicha y el pesar de las madres. Son señales
y yo estaba atento, cosas que hacen la vida imposible.
El ahora sigue igual, casas en ruinas, todo un catálogo de la infelicidad.
Taberneras deslenguadas, músicas atronadoras que abroncan locales, jóvenes
irredentos, gentes chabacanas y textos rebosantes de léxicos malsonantes.
Parece que toda la inmundicia debe ser borrada y originar algo nuevo, aunque no
se sepa a ciencia cierta cómo hacerlo. Su ecoliteratura se eleva
magnífica y magistral en Bubanguera
y los perros abigeos y en la
introducción del libro Viento, donde aparece dicho relato. Y en un texto de
título Sobre el sentido y el
paisaje, se ilustran algunas ideas que sirven de hilo conductor. Son tres
estadios que mueven el arte de la escritura: cuando se empieza a escribir
existe el influjo de lo que se ha leído, y se escribe, comenta De Vega, no
principalmente para decir lo que sentimos, sino para producir arte.
Luego,
cuando ya se ha escrito viene el darse cuenta de que ha sido un trabajo del
espíritu, no sólo de la inteligencia. En el tercer estadio hay un manejo de las
palabras que no tiene por objeto la producción de frases bellas, sino el
expresar estados y ambientes, de otra manera inalcanzables. Esto en lo referido
al sentido, pero por otro lado está el paisaje físico –dice– que nos ha tocado
vivir, el que impresionó nuestra infancia, con las olas y el mar de nuestro
particular atlántico.
Desde varias perspectivas se ha enfocado la obra de Isaac de Vega. La
hermenéutica al modo clásico ha sido mi forma preferida, interpretación libre
de sus textos. Pero ha habido otras: estructuralismo, genealogía,
funcionalismo, fenomenología. Casi todas ellas puestas de relieve en
diferentes ensayos críticos como en el conocido volumen: Fetasianos. En el año 83 publicamos
el cuento Oleágine.
Hacíamos por entonces la revista Menstrua
Alba. Su paisaje era conmovedor. La charca de la casona, los antiguos cines
de la ciudad, hoy desaparecidos, los viejos saladeros en la costa; pero sobre
todo las relaciones de poder que se sucederán en su obra y que alguien algún
día conseguirá explicarnos: cómo nace y cómo se apodera del corazón humano esa
sensación de vacuidad frustrante, aquella imposibilidad de un salir afuera, ese
remolino y chupadero tan lejano a la esperanza frente a la autoridad de los
mediocres.
Éramos un puñado de jóvenes imberbes frente a una vida narrativa larga y
azarosa y por tanto todo un campo de investigación se abrió sobre nuestro
propio pasado y devenir. Saltamos entonces a una interacción vital llena de
parodias. Estamos en alguna casa de estudiantes escuchando música a toda
pastilla con De Vega y Padrón, es casi la madrugada y decidimos volver a la
tertulia Arkaba en Santa Cruz, lo hacemos dentro de una furgoneta y pilotados
por una joven sin carné. O volvemos a La Laguna otra noche y un tipo de aspecto
peligroso hace auto-stop. El “escarabajo” de Isaac se detiene y lo recoge, pero
ante la realmente peligrosa conducción del maestro de Ijuana, el personaje
prefiere apearse mucho antes de llegar a su destino aplastado en su asiento por
el miedo. O llegando a un cafetín en la ciudad, cuando debemos apurarnos en
llegar a la presentación de un libro de Bermejo; Duque, perro inteligente donde
los haya, salta por la ventana del vehículo a la altura del Parque, e Isaac se
baja como autómata y corre vociferando entre el paseo de las cañas y la
sorpresa de los viandantes: ¡Duque! ¡Duque! ¡Vuelve!.. Y es que el amor a los
animales era una constante en Isaac de Vega, si no léase el cuento Por mi corazón mezquino, y se
comprenderá. Duque volvió, encontró el camino y subió la escalinata del cafetín
en mitad de la presentación, como invitado de lujo.
Entonces conocimos a Mingo, camarero de a bordo que recorriera medio mundo en
el Irpinia o el Surriento,
amigo de Isaac, o a Moyo, antiguo piloto de lanchas rápidas por las costas de
Anaga. El estraperlo, todo el cambullonaje y la sutil tropa que discurre por
entre un paisaje vernacular. Caldo de cultivo de una narrativa incomparable que
además se traslada desde este espacio marinero, hasta altas cumbres o también a
otro, lacunar en contraste; a veces frente a una burguesía provinciana que
quedará retratada de entintados oropeles. El narrador buscará meter la cuchilla
entre los enrejados que atrapan los pájaros enjaulados en merenderos
periféricos donde acostumbran a comérselos y frente a la sorpresa y el disgusto
de comensales y mesoneros. Tendrá que huir para no verse envuelto en diatribas
dialécticas con supuestas “buenas gentes”, cuya cobardía no puede soportar. Se
verá abocado a un repliegue hacia lo íntimo al encontrar imposible la
connivencia con el nuevorriquismo, la chabacanería o la rendición de todo aquel
que ha sido arrastrado por la pendiente inercia de la integración o del fatal
conformismo.
En lugar del sarcasmo o un despliegue cínico, todo aquello se torna en
insoportable pesadilla, quizá hasta en culpabilidades y se buscará en otros
motores de la psicología, la ciencia, la filosofía, los nuevos descubrimientos,
una explicación, un asidero para que ese ser en mitad de un paisaje único pueda
trascender. Mas será sueño imposible, porque la nada, la náusea o fetasa, van a
impedir esa ataraxia. Y el camino quedará abierto a nuevos pasos que se dirigen
no se sabe bien adónde y que la noche llevará peripatética a nuevas luces que
ya se adivinan a lo lejos con la incertidumbre de hallar nuevas existencias
vacunadas por ese mismo veneno donde rebota una indescifrable pero perceptible
oleágine que todo lo penetra.
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