LA
LEYENDA DEL ORO DE ACENTEJO DE CARLOS SANTAMARIA
POR DAMIÁN H. ESTÉVEZ
Supongo que
alguna vez han tenido la sensación de que algo se les agarra a la espalda de
improviso y los sorprende; los abraza con suavidad, como si no quisiera hacer
lo que está haciendo pero evidenciando que no le queda otro remedio. Y nosotros
ni nos atrevemos a mirar qué es, pero, de algún modo, nos satisface.
Al final de
esta novela, el narrador –que es un narrador que se toma sus libertades– se
plantea qué importan las palabras. Pero a mí me parece que a nuestro autor,
Carlos Santamaría sí que le importan las palabras; me lo pareció desde que leí
su primera novela, Marina Miranda
–que es una alegoría sobre las palabras y sobre quienes las usan para inventar
e inventarse–, y me lo sigue pareciendo en esta Leyenda del oro de Acentejo. Porque creo que ha escrito esta
historia para ayudarnos a comprender, con palabras, esta rara sensación de
toparnos de pronto con lo que ya creíamos que no nos estaba destinado y para
explicarnos cómo pronto nos acostumbramos a ello y lo llegamos a defender. Qué
importan las palabras, dice el narrador de esta historia, justo al final, pero
sí que importan, porque son sus palabras, las que nos han contado la historia, lo
que nos pueden explicar esa sensación.
Para ello
redacta esta parábola en que el protagonista lleva la denominación genérica de
El Soldado (si bien con mayúsculas), y en la que la anécdota –importantísima,
plena de aventuras e intriga, ricamente trenzada, a diferencia de la simpleza
de la parábola tradicional– sirve para que reflexionemos acerca de aquellas vidas
que se construyen ajenas a sí mismas.
El protagonista
y la anécdota parecen distantes de este tema, como corresponde a las parábolas.
Poco puede parecer más alejado del desvelo por pamplinas sentimentales que un
soldado curtido en mil batallas; y menos aún si ese soldado es un soldado
castellano del siglo XV, partícipe en las luchas de la corona castellana contra
los moros y luego en la conquista de las Canarias. Es aquí, en medio de la
refriega entre guanches y conquistadores, donde, en forma de una misteriosa y
silente muchacha, al Soldado se le cuelga a la espalda ese algo al que me refería al principio.
Hasta mitad de
la novela, el narrador –que interviene con sus comentarios no exentos de
ironía– va refiriendo las circunstancias de este personaje, volcadas todas
ellas en el único propósito de sobrevivir:
El conocimiento
que ha adquirido para sobrevivir en los acontecimientos a que lo lleva su
profesión (la historia se inicia con un enunciado en cierto modo brutal “El
Soldado se da muy buena maña para trepar, rodar y matar por las quebradas. Es
bueno para partir a la gente la crisma desde arriba, que es como Dios manda).
Su estoicismo
(“Lleva toda la vida luchando por causas lejanas. Las guerras las trazan otros,
él no es más que un soldado”).
Sus valores
morales (“Nada más verlo, el de Lugo le pareció poco hombre para dirigir una
contienda de envergadura. Tenía las maneras de un civil”).
Sus achaques
físicos (“Su aspecto desanima a los demás. Lo de tirarse tanto por los
barrancos ha dejado su rostro y su cuerpo con la textura de un cesto de mimbre,
y el aspecto de los callos crudos de vaca”).
Su
supervivencia física, por la que ha aprendido a luchar y a alimentarse con
cosas que casi no son alimento.
El soldado se
ha adiestrado para sobrevivir, y lo hace. Pero no se ha preparado para la
“buena vida” (es el título de uno de los capítulos) que le empieza a proporcionar
ese algo, esa muchacha, que, en medio de una cueva donde se refugia para huir
del ataque de los guanches, después de que éstos masacraran en la primera
batalla de Acentojo a los españoles, se le agarra a su espalda. Solo comienza a
intuir esta posibilidad allá por la página 34, aunque aún su percepción del
asunto continúe más bien relacionado con su profesión de soldado: “De repente, la
defensa de aquella chiquilla desconocida, cuya voz no había llegado a oír aún,
era la razón de su vida”. Solo poco después ya se atreve a pensarla con su
nombre y en relacionarla con la alegría de los pequeños placeres: “Se despierta
con el sol alto. Casi no puede creerlo. Se duerme bien en aquel territorio
enemigo”. Más adelante, no puede apartar de su pensamiento la imagen de la niña
calentando leche en el casco de acero de un soldado, porque es, para él, la
imagen de la belleza y del bienestar. Por ella, desea que la guerra
desaparezca, que la vida continúe prolongando esa rara sensación; desea que las
guerras desaparezcan.
Pero la
estrategia bélica tiene sus fines, y abandonar la guerra no es uno de ellos. “Los
españoles volvieron como él sabía, –leemos– y lo hicieron con la rabia propia
de quienes habían recibido la mayor derrota de su historia”. Yen la batalla de
Aguere derrotaron, a su vez, a los aborígenes. Los acontecimientos, para
nuestro Soldado, se precipitan hacia un desenlace que prevé desolador.
Ahora el
Soldado vive de forma ajena a los acontecimientos bélicos, a la derrota de los
guanches, e incluso a su propio cuerpo malherido y a las maniobras de los españoles
en el real de Añazo para disponerse a la conquista de toda la isla, porque lo
que lo mueve es el conocimiento que ha adquirido en esa cueva y del que ya no
puede prescindir a pesar de que todo señala a que lo perderá. Desciende por los
barrancos, oye las leyendas que en torno a sus propios acontecimientos van fraguando
los soldados, pero lo que busca no es la relación de sus camaradas el botín, el
reparto de las tierras, sino que es a esa muchacha que se ha perdido en la
refriega.
Como he
afirmado al principio, el narrador se toma sus libertades. Es ese narrador el
que va dando pulsión a todo el relato, contando desde una perspectiva actual
los hechos del pasado con lo que nos los hace más comprensibles, insertando con
maestría acontecimientos ficticios en otros históricos, o, a través de
aforismos, sacar conclusiones sobre la condición humana o sobre nuestras
empresas (Por ejemplo: “las guerras tienen una peculiar asimetría matemática:
puedes matar varias veces, pero solo te pueden matar una”). Todo ello sin una omnipresencia apabullante:
muchas veces usa la segunda persona del plural para involucrar al lector y
hacer válida las ideas que se nos van ocurriendo al hilo de la historia y las
sensaciones y emociones que éstas nos suscitan. Y al final, con el recurso de
las construcciones impersonales –que ha ido empleando aquí y allá para que no
nos sorprendan al final– nos avisa de que esta historia se convertirá ya en
leyenda –tal como reza el título– va construyendo una aventura que nos atrapa,
de episodios unos hermosos y otros atroces, pero sin que el lector pierda de
vista que lo que se nos está contando no es solo eso, sino mucho más, esa rara
sensación que todos experimentamos cuando leemos una buena novela, aquélla en
que las palabras sí importan.
Y, para
terminar, no me resisto a referirles el consejo que este narrador, situándose
en esa perspectiva actual de las que les hablaba, y que, aunque no pasa de ser
un elemento anecdótico en la trama, me hizo sonreír: “Si algo bueno quieren
hacer los españoles en esta tierra, deberían sembrar viñas en Acentejo".
No es mala idea, saborear al tiempo esta novela y un buen vino de la zona.
Muchas gracias.
Damián H. Estévez
Guamasa, a 12 de abril de
2015
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