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viernes, 24 de abril de 2015

LA LEYENDA DEL ORO DE ACENTEJO DE CARLOS SANTAMARIA

LA LEYENDA DEL ORO DE ACENTEJO DE CARLOS SANTAMARIA

POR DAMIÁN H. ESTÉVEZ
Supongo que alguna vez han tenido la sensación de que algo se les agarra a la espalda de improviso y los sorprende; los abraza con suavidad, como si no quisiera hacer lo que está haciendo pero evidenciando que no le queda otro remedio. Y nosotros ni nos atrevemos a mirar qué es, pero, de algún modo, nos satisface.
Al final de esta novela, el narrador –que es un narrador que se toma sus libertades– se plantea qué importan las palabras. Pero a mí me parece que a nuestro autor, Carlos Santamaría sí que le importan las palabras; me lo pareció desde que leí su primera novela, Marina Miranda –que es una alegoría sobre las palabras y sobre quienes las usan para inventar e inventarse–, y me lo sigue pareciendo en esta Leyenda del oro de Acentejo. Porque creo que ha escrito esta historia para ayudarnos a comprender, con palabras, esta rara sensación de toparnos de pronto con lo que ya creíamos que no nos estaba destinado y para explicarnos cómo pronto nos acostumbramos a ello y lo llegamos a defender. Qué importan las palabras, dice el narrador de esta historia, justo al final, pero sí que importan, porque son sus palabras, las que nos han contado la historia, lo que nos pueden explicar esa sensación.
Para ello redacta esta parábola en que el protagonista lleva la denominación genérica de El Soldado (si bien con mayúsculas), y en la que la anécdota –importantísima, plena de aventuras e intriga, ricamente trenzada, a diferencia de la simpleza de la parábola tradicional– sirve para que reflexionemos acerca de aquellas vidas que se construyen ajenas a sí mismas.
El protagonista y la anécdota parecen distantes de este tema, como corresponde a las parábolas. Poco puede parecer más alejado del desvelo por pamplinas sentimentales que un soldado curtido en mil batallas; y menos aún si ese soldado es un soldado castellano del siglo XV, partícipe en las luchas de la corona castellana contra los moros y luego en la conquista de las Canarias. Es aquí, en medio de la refriega entre guanches y conquistadores, donde, en forma de una misteriosa y silente muchacha, al Soldado se le cuelga a la espalda ese algo al que me  refería al principio.
Hasta mitad de la novela, el narrador –que interviene con sus comentarios no exentos de ironía– va refiriendo las circunstancias de este personaje, volcadas todas ellas en el único propósito de sobrevivir:
El conocimiento que ha adquirido para sobrevivir en los acontecimientos a que lo lleva su profesión (la historia se inicia con un enunciado en cierto modo brutal “El Soldado se da muy buena maña para trepar, rodar y matar por las quebradas. Es bueno para partir a la gente la crisma desde arriba, que es como Dios manda).
Su estoicismo (“Lleva toda la vida luchando por causas lejanas. Las guerras las trazan otros, él no es más que un soldado”).
Sus valores morales (“Nada más verlo, el de Lugo le pareció poco hombre para dirigir una contienda de envergadura. Tenía las maneras de un civil”).
Sus achaques físicos (“Su aspecto desanima a los demás. Lo de tirarse tanto por los barrancos ha dejado su rostro y su cuerpo con la textura de un cesto de mimbre, y el aspecto de los callos crudos de vaca”).
Su supervivencia física, por la que ha aprendido a luchar y a alimentarse con cosas que casi no son alimento.

El soldado se ha adiestrado para sobrevivir, y lo hace. Pero no se ha preparado para la “buena vida” (es el título de uno de los capítulos) que le empieza a proporcionar ese algo, esa muchacha, que, en medio de una cueva donde se refugia para huir del ataque de los guanches, después de que éstos masacraran en la primera batalla de Acentojo a los españoles, se le agarra a su espalda. Solo comienza a intuir esta posibilidad allá por la página 34, aunque aún su percepción del asunto continúe más bien relacionado con su profesión de soldado: “De repente, la defensa de aquella chiquilla desconocida, cuya voz no había llegado a oír aún, era la razón de su vida”. Solo poco después ya se atreve a pensarla con su nombre y en relacionarla con la alegría de los pequeños placeres: “Se despierta con el sol alto. Casi no puede creerlo. Se duerme bien en aquel territorio enemigo”. Más adelante, no puede apartar de su pensamiento la imagen de la niña calentando leche en el casco de acero de un soldado, porque es, para él, la imagen de la belleza y del bienestar. Por ella, desea que la guerra desaparezca, que la vida continúe prolongando esa rara sensación; desea que las guerras desaparezcan.
Pero la estrategia bélica tiene sus fines, y abandonar la guerra no es uno de ellos. “Los españoles volvieron como él sabía, –leemos– y lo hicieron con la rabia propia de quienes habían recibido la mayor derrota de su historia”. Yen la batalla de Aguere derrotaron, a su vez, a los aborígenes. Los acontecimientos, para nuestro Soldado, se precipitan hacia un desenlace que prevé desolador.
Ahora el Soldado vive de forma ajena a los acontecimientos bélicos, a la derrota de los guanches, e incluso a su propio cuerpo malherido y a las maniobras de los españoles en el real de Añazo para disponerse a la conquista de toda la isla, porque lo que lo mueve es el conocimiento que ha adquirido en esa cueva y del que ya no puede prescindir a pesar de que todo señala a que lo perderá. Desciende por los barrancos, oye las leyendas que en torno a sus propios acontecimientos van fraguando los soldados, pero lo que busca no es la relación de sus camaradas el botín, el reparto de las tierras, sino que es a esa muchacha que se ha perdido en la refriega.
Como he afirmado al principio, el narrador se toma sus libertades. Es ese narrador el que va dando pulsión a todo el relato, contando desde una perspectiva actual los hechos del pasado con lo que nos los hace más comprensibles, insertando con maestría acontecimientos ficticios en otros históricos, o, a través de aforismos, sacar conclusiones sobre la condición humana o sobre nuestras empresas (Por ejemplo: “las guerras tienen una peculiar asimetría matemática: puedes matar varias veces, pero solo te pueden matar una”).  Todo ello sin una omnipresencia apabullante: muchas veces usa la segunda persona del plural para involucrar al lector y hacer válida las ideas que se nos van ocurriendo al hilo de la historia y las sensaciones y emociones que éstas nos suscitan. Y al final, con el recurso de las construcciones impersonales –que ha ido empleando aquí y allá para que no nos sorprendan al final– nos avisa de que esta historia se convertirá ya en leyenda –tal como reza el título– va construyendo una aventura que nos atrapa, de episodios unos hermosos y otros atroces, pero sin que el lector pierda de vista que lo que se nos está contando no es solo eso, sino mucho más, esa rara sensación que todos experimentamos cuando leemos una buena novela, aquélla en que las palabras sí importan.
Y, para terminar, no me resisto a referirles el consejo que este narrador, situándose en esa perspectiva actual de las que les hablaba, y que, aunque no pasa de ser un elemento anecdótico en la trama, me hizo sonreír: “Si algo bueno quieren hacer los españoles en esta tierra, deberían sembrar viñas en Acentejo". No es mala idea, saborear al tiempo esta novela y un buen vino de la zona.
Muchas gracias.
Damián H. Estévez
Guamasa, a 12 de abril de 2015

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