El Quijote de Reverte
DAVID BECERRA
“Ningún chaval de 15 años debería leer
el Quijote a palo seco”, aseveró Arturo Pérez-Reverte
durante el acto de presentación de la adaptación “para jóvenes lectores” del Quijote que él mismo ha realizado –eliminando las
digresiones, las tramas paralelas, modificando el léxico, etc.– y que publica
Santillana en colaboración con la Real Academia Española.
La afirmación del autor de Alatriste funciona como la última bala disponible,
y por lo tanto desesperada, en una batalla que creen perdida de antemano. Ante
la llegada de los bárbaros, la civilización sólo puede retroceder un paso y
hacerles una concesión: ofrecerles uno de sus textos más preciados, pero
adaptándolo a sus limitaciones. Los bárbaros, esos “jóvenes lectores” a los
que se les presume cierta incapacidad para leer el Quijote,
podrán adentrarse al texto, al templo de la civilización, poco a poco, y sin
hacer ruido, ya que se han apartado los obstáculos con los que podrían tropezar
en el camino. De lo contrario, piensan aquellos que viven instalados en un
Parnaso con acabados de lujo, nunca serán capaces de salir del barro.
Las palabras de Pérez-Reverte no son una
ocurrencia, forman parten de cierto “sentido común” instalado en aulas y
ministerios, de un debate recurrente, aunque no siempre las partes llegan al
cuadrilátero con argumentos sólidos ni siquiera bien documentados. Es frecuente
ver en los pasillos de los institutos a profesores debatir sobre si es conveniente leer en las aulas los clásicos de
la literatura, que según parece poco interés suscitan entre el
alumnado, y que más que fomentar la lectura la desincentiva; o si, por el
contrario, es mejor dejar que sean los propios estudiantes quienes elijan sus
lecturas, aunque entre sus predilecciones se encuentren las famosas aventuras
de “exóticos vampiros enamorados, guapos, pero con cara de no tener muy buena
salud” (que diría Marta Sanz). Ante este dilema parece que la Academia ha
optado por gritar “Amputación o barbarie”: es preferible, como un mal menor,
amputar a uno de los nuestros, a Cervantes en este caso, que regalar el espacio
de la lectura a libros de cuestionada calidad literaria.
Sin embargo, el debate parte de una
falsa oposición. No se trata de escoger un texto u otro, como si uno fuera
válido y otro no. En mi opinión, no existe un texto difícil,
sino preguntas adecuadas, bien o mal formuladas, sobre el texto que
una clase se dispone a leer. No se trata tanto de adaptar el texto –en este
caso, el Quijote– sino las preguntas que vamos a realizarle al
texto. Evidentemente, sin un marco conceptual, histórico y cultural dado,
resultará del todo imposible que un estudiante de secundaria pueda comprender
qué hay detrás de los “duelos y quebrantos” que come don Quijote los sábados,
como se observa en la primera página del texto cervantino (cosa que también le
ocurre, dicho sea de paso a Nabokov, en su Curso sobre el Quijote,
al desconocer la realidad histórica de la España de la época y ofrecer una
alucinada interpretación sobre el gesto heroico de comer animales que murieron
de muerte accidental). El no saber obtener la
respuesta puede conducir al alumnado a la frustración y la
frustración al abandono de la lectura. Pero si el profesor es capaz, una vez
facilitadas las herramientas, de formular una pregunta que el alumnado pueda
responder, inmediatamente pasará a la página siguiente, al capítulo siguiente,
al libro siguiente. No se trata de cambiar el texto, sino de cambiar la forma
de trabajar los textos.
Lo mismo puede ocurrir con las historias de vampiros. Es cierto que son
novelas de consumo, más destinadas al ocio que al conocimiento, cuya lectura
difícilmente invita al joven lector a acudir a un clásico de la literatura,
sino a un libro de la misma factura. Sin embargo, son textos que, bien
trabajados, pueden resultar de gran utilidad en las aulas. Se trata de buscar
las preguntas adecuadas: ¿por qué nos gusta?, ¿solamente porque nos
entretiene?, ¿cómo se construye el gusto?, ¿qué hace el texto con nosotros?,
¿cómo nos construye?, ¿qué valores reproduce y legitima?, ¿salimos siendo los
mismos de la lectura?, etc.
Todo texto puede ser
trabajado en clase. No es necesaria ninguna amputación, no hace falta limpiarlo
ni darle esplendor. Aunque, bien mirado, todo depende si queremos trabajar
sobre la realidad o sobre su artificio, lo cual es en parte muy quijotesco. Si
la justicia poética existiera, don Quijote regresaría a la vida no para ser
pastor, como era su último anhelo, sino para resumir en un solo volumen Las aventuras del capitán Alatriste y adaptarlas para un público adulto.
Porque ningún chaval, una vez ha cumplido los 15 años, es capaz de leerlas.
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