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miércoles, 10 de septiembre de 2014

VÍSPERAS DE LA REPÚBLICA: MARAÑÓN Y ORTEGA EN 1930

VÍSPERAS DE LA REPÚBLICA: MARAÑÓN Y ORTEGA EN 1930
Fernando García de Cortázar

Director de la  Fundación Vocento
  Hubo de  ser un moderado como Gregorio Marañón,  duramente represaliado por la dictadura de Primo de Rivera, quien lamentara que el régimen de la Constitución de 1876, con tantos recursos para haber enfilado el camino de su propia regeneración, careciera de la lucidez para salvarse. Caido el dictador en 1930, Marañón exigió un gobierno guiado  por el afán de la reforma y orientado a la educación política de un pueblo inmaduro. Pero tal aspiración no consiguió hacerse realidad porque el monarca desoyó los consejos de los mejores dirigentes  los partidos dinásticos. Ni Antonio Maura, ni Romanones, ni Ossorio y Gallardo, ni Sánchez Guerra fueron atendidos en su día y siguieron rumbos distintos, pero siempre alejados de la cooperación que podían haber prestado a la monarquía y de los proyectos que habrían encarnado desde las filas conservadoras o liberales. 
Al evocar el recuerdo de Miguel Primo de Rivera, envuelta ya la República en malos presagios, Marañón  criticó  la carencia de vigor de los monárquicos, que abandonaron al rey, del mismo modo que lo hizo la abulia de una España “que es un país sin conciencia política. Es monárquico mientras haya Monarquía, por inercia. Por inercia también será republicano cuando haya República.” En su prólogo al libro de Sánchez Guerra El pan de la emigración, Marañón se sorprendía de la actitud de aquellos liberales o conservadores que habían “presenciado impasibles la actuación de la Dictadura, cuando no la han apoyado con entusiasmo”. El régimen primorriverista había dejado a la intemperie tanto al rey como a la propia institución monárquica. En lugar de haber preservado la figura del monarca y gestionado la crisis, mediante la unión de dinásticos y reformistas, y de una eficaz higiene administrativa, la excepcionalidad de la dictadura hizo a la Corona responsable directa de los actos de un gobierno que solo representaba a una parte de la opinión pública.
         Mucho más duras fueron las palabras de Ortega en su regreso al combate político de tal forma que  distintos artículos suyos aún se presentan como ejemplo de la crisis final de la monarquía y de su misma inviabilidad. Ante las críticas de quienes recordaban su actitud de espectador en  todos aquellos años o su complaciente silencio tan alejado  del entusiasmo de Maeztu o la rabia de Unamuno, Ortega pretendió hacer ver en su Vieja y nueva política de 1914 la profecía de los acontecimientos  vividos  al iniciarse la nueva década. Sus manifestaciones, insistía el filósofo, correspondían a la visión de un  ciudadano  libre de la disciplina de partido y de  las servidumbres del político profesional.
         El 5 de febrero de 1930, Ortega publicó en El Sol un artículo titulado nada menos que “Organización de la decencia nacional”, en un tono que superaba a cualquier otro suyo en dureza y desprecio hacia los hombres que habían instaurado el Directorio militar. No había diferencia cualitativa entre la Restauración y la Dictadura: “el antiguo régimen era la perfecta desmoralización de la vida nacional, era el constante estorbo a que la nación viviera por sí misma y de sí misma, de que el pueblo español, como tal, en su integridad, alto y bajo, ‘derecha’ e ‘izquierda’, asumiese la unidad de su destino histórico.” Por ello solicitaba que una agrupación política nacional, por encima de intereses particulares, lograra devolver a los españoles el respeto mutuo, la tolerancia indispensable. Mientras ello no sucediera, “nuestra coexistencia nacional ni será decente ni será nacional.”
Ortega dejó transcurrir todo el año antes de escribir uno de sus artículos de coyuntura más famosos, “El error Berenguer”. Al filósofo le irritó que se pretendiera “regresar a la normalidad” como si en España no hubiera sucedido nada. Los gabinetes sucesivos de Primo de Rivera “no se han contentado conmandar a pleno y frenético arbitrio, sino que aún les ha sobrado holgura de poderinsultar líricamente a personas y cosas colectivas e individuales. No hay punto de la vida española en el  que la Dictadura no haya puesto su innoble mano de sayón.” Lo ocurrido era tan grave como para impedir que el régimen pudiera continuar. Porque con su  entrega del poder a Primo de Rivera y su voluntad de hacer una transición a la “normalidad”, la monarquía había mostrado que el pueblo español se asemejaba a  una muchedumbre de individuos insensatos, una masa “mansurrona y lanar”, sin sentido de sus deberes y sus derechos cívicos.
         Pero España no estaba dispuesta a olvidar. Podía haber manifestado paciencia o expectativa, en el momento de implantarse la Dictadura. Ni siquiera había reaccionado al ser destituido Miguel Primo de Rivera. Su indignación estalló, sin embargo, cuando el gobierno convirtió el cese del dictador en la prueba de su deseo continuidad y no de su voluntad de regeneración. Si la Dictadura había sido inevitable,  el gobierno y el rey deberían haberse dirigido al pueblo para manifestar su propósito de enmienda: “La continuidad de la historia legal se ha quebrado. No existe el Estado español. ¡Españoles: reconstruid vuestro Estado!”. El silencio del régimen obligó a que fueran, precisamente, sus adversarios quienes llamaran a esa reconstrucción del Estado, con el colofón de una consigna que daría notoriedad y trascendencia a las palabras de Ortega: “Delenda est Monarchia”.
         Solemne era la ocasión, solemnes las palabras. Y a cerrar el paso a las sonrisas escépticas y burlonas con que las acogieron salió aún más afilada la voz de Ortega. La realidad histórica, “a fuer de ser destino y no capricho humano particular, es Dios mismo, que de pronto intercepta con sus hombros el flujo de la vileza cotidiana en que un pueblo sin dignidad ha caído. (Se dirá que Dios sobra; pero yo no encuentro vocablo más noble y con menos letras para nombrar esas situaciones tremendas que, aniquilando todas nuestras astucias y nuestro humano albedrío, se nos plantan delante con el ceño fatídico).”






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