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martes, 18 de marzo de 2014

AMADA...(NOVELA CORTA)




AMADA...(NOVELA CORTA)
DUNIA SÁNCHEZ


AMADA
El residir de una noche cabalga bajo el cenit de un nuevo día: volteretas de puertas entreabiertas para el renacer del alba. Es la madrugada conquistando las ramas secas de la matizada luna risueña, ya desvaída. Es el entrante amanecer esbozando el descanso de ese plateado cuerpo en el confín del universo, donde el silencio se abre al crepúsculo, donde los arrítmicos sapos guardan su garganta a las a ciega de unos primeros rayos solares. Es la hora de guardar. Ya es hora de cerrar los párpados aun transeúntes como pasajeros de las estrellas y ser sueño por las veredas de un nuevo sol. El sol y la luna, dos tiernos amantes acaparados por una distancia cálida en que una sobre el otro son fluir del sabor de sus cuerpos cubiertos por una mutua vigilancia. Mientras, por las faldas de la cumbre, una pisada comienza a ser abertura a una soledad remota en la lejanía de los pinares. ¡Los pinares ¡, esa vía láctea de la tierra donde sus ramas son los mensajeros del viento. ¡Por allá ¡, por el monteverde, donde la laurisilva sigue el rito de la madre naturaleza, donde su pintorescas clareas por la mano de hacha del ser humano ha cedido pasto para cualquier ganado o rebaño se halla ella. Ella, una pastora deseando dejar atrás el herbaje y rodar por las piñas deslizantes, y sentir el lamento de los pinares para lograr el descanso tras su dura labor. Se alza con sus piernas por esos caminos reales donde sus piedras se mueven y algunas ruedan.
Se vierte lenta, sosegada, apaciguada por el termino de una escena ideal de las constelaciones, las cuales representan un manto matizado por un brillo inaudito a cada paso de ella por esa vegetación.
Ella, llamada Amada, labriega y pastora impregnada por el transitar de sus ovejas por los caminos más dificultosos, rebuscando en cada aurora el mejor alimento para ellas. Ella, lacerada de un pelo cano, rizado como su prominente barbilla, ajustada a su doblada corpulencia, atesorando una manta sobre sus espaldas que la protege de las frías temperaturas de aquel paraje. Ella, sirvienta de sus ovejas, que no más son su regocijo por el verdor de sus lanas, de su leche, de sus quesos . Ella es buena acompañante como cada una de las estelas que abogan en el firmamento; mimándolas, consolándolas, dándole todo aquello que la naturaleza ofrece para su brío. Ella, acostumbrada a ser filigranas de las ocres y verdosas hierbas de esa extensa planicie donde su ovejas pastan, tapizadas de las flores aun eclipsadas. Ella sola con la única compañía de su perro: aguerrido a su flaqueza, no más que un submundo de huesos, pero con la colorida vitalidad de gracia que le filtra a su ama. Como buen acompañante, como buen amigo de su soledad en esos lares. La aleja de todo aquello que cae como peso de la artimaña de la naturaleza, de los extraños, de todo eso que no deseamos que nos aceche y nos cubra con su capa de navajas.
El, es un solaz escudo de su fuerza en ese paraje insonoro de humanos, de pasos, sólo los que la naturaleza ciñe. El guía a esas espumosas ondulaciones, como camarada, como un gran padre , como guardián de sus andaduras. Amada, como buena ama o, mejor dicho como amiga de su perro Libertino, lo sigue, porque bien sabe que él es su brújula: toda confiada pisada hasta que las ovejas estén entre esas vallas donde la casa de Amada aguarda.
Tras haber deshabitado el monteverde de su ser y dejado esa lluvia horizontal colonizando sus huesos las tonadas de las aves se alzan a su paso: firme, alto, fornido, de zanja a zanja, de roca a roca al encuentro del pinar y la muerte de esa zona de la isla con sus parches de laurisilva. ¡Laureles ¡, ¡Acebiños ¡, ¡Barbusanos¡, ¡Palo blanco¡ todos quedan en la deriva del adiós hasta el fresco aliento de una nueva jornada.
Como todos los días tenia que subir esas laderas que había descendido, dejar los caminos reales e introducirse por los atajos de su conocimientos. Unos atajos que sólo poseían expresión y daba consentimiento para conocer sus misterios a los que han sido y son hijos del lugar. Con el dialecto del silbo de las arboledas y como retama móvil con sus raíces apegada a esa tierra en todos los años de su vida le servía de ayuda como linterna por esos laberintos de la naturaleza. Amada era como la crecida de los ríos abarcando en su cuerpo todo lo que allí había nacido.
Amada sube, sube y sube con un monólogo abrigándola como de costumbre. Le gusta balancearse en su mente. Un monólogo porque las palabras de la naturaleza son todo silencio. Un benevolente y sincero silencio. Ella misma recrea en su imaginación las respuestas que le puedan dar a sus pensamientos. “ ¡Como os quiero¡”, dice en voz alta. “ Siempre centinelas de mis singladuras por esta afrodisíaca tierra. Esta tierra de nadie. ¿ Qué es lo que separa al humano de la naturaleza ¿. Supongo que la gran e infinita distancia es que nosotros somos agresivos con vosotros. Vosotros, bella inspiración de las aves, de los arroyos, de las hojas al caer. Y, ustedes, a cambio, no más que dais vida. Dais el apacible y dulce bálsamo de la paz “.
Un trozo de pan, amasado con sus propias manos en la lumbre de una leña exuberante en llamas; un vino adulándola con el templar de sus carnes: mata fríos de esas precoces horas; un poco de agua para el largo y angosto camino, aniquilando así la sed que puede azuzarla y refrescando sus cuarteados labios. Esto es lo que lleva encima y hace de uso mientras el sol asalta en la aurora como escudo de oro forjado en un halo que recuerda con nitidez sin igual a una aurora boreal unísona a una gama de color.
La claridad ya era eminente, tomando así relevo a la oscuridad. Ahora con la transparencia de las imágenes y el nocturno alejado con sus extrañas leyendas algún pueblerino podría cruzarse con Amada, ser así aclamo de la palabra. Ello, era raro, pero a veces se entretejía una amena conversación entre las gentes del pueblo.
¡El pueblo¡, situado a las faldas del pinar, iluminado por el refulgente campanario de la iglesia más la pura blancura de sus casas piedra, barro y tejas. Casas fecundadas por los antepasados cuando eran tierras de nadie.
Los que poblaban ahora la belleza inaudita de ese paraje se sentían herederos de una imperecedera pero vida próspera en las raíces profundas de la cumbre. Allí, la agricultura era jugo potente para la supervivencia. Allí, todo lo que sus antecesores habían construido era sagrado. ¡Sí¡, esas casas edificadas piedra a piedra, talladas de manera rudimentaria. ¡Sí¡, esas grandes arboledas de naranjeros, limoneros, ciruelos, perales cuyo nacimiento es don de ese bisabuelo o de ese abuelo con el sudor de su frente para aquellos que ocuparan su lugar. Ellos se sentían parientes del monteverde, eran cauce de su designio. Lo respetaban. Lo amaban. Sólo eran osadía cuando era necesario el nutrir de sus vientres sin la necesidad catastrófica de matarlo sin razón. Para ellos, su dios omnipotente era el pico más alto, ese donde el pinar deja de exhalar y sólo una privilegiada vegetación es capaz de soportar las duras condiciones del clima, como el codeso, como el tajaraste.
Amada era inexistente para los desconocidos, para los que no habían brotado en aquel espectacular entorno, pero, para los pueblerinos, para aquellos que habían absorbido de su fragancia y sus manos era respetada, no sólo eso, sino que era un ser fundamental en la paz que sucumbía entre cielo y tierra en ese hermoso paraje. Precisamente ese día, en la mitad del camino antes de la llegada a su hogar, fijo en la lejanía, Amada albergo ante sus llamaradas un lugareño. Un lugareño benevolente, completamente entregado al vergel de sus tierras.
Amada y él, en su relación, eran como criaturas confidentes, trenzadas en una relación magnífica. Amada había salvado con sus prodigiosas manos la vida de su hijo cuando fue trance por una cuerda floja de navajas sin escrúpulos. ¡Sanar a una persona¡, cuando se halla entre el lado oscuro de la respiración y el flanco positivo revelándose a la vida con el susurro de negros cipreses adentrándose en la inocencia. Por ello, se diría, que su relación era más que especial, una relación desbordante en una exquisita sinceridad, honestidad y profundidad. Por ello, por el jalonar de esta angustiosa circunstancia pero a la vez con un final solaz, Amada con él poseía una llama de benigna e indiscutible amistad. La brisa de los dos estaba concentrada en un eterno afecto. El cariño y la confianza de cada gesticular animosamente de sus sombras en una tregua de sus sendas.
Paulo se llamaba él. Persona de una inmensa alegría cuando ante sus cirios Amada fluía. El, de un castizo gualdo en sus madroños y de tez alisada por ese trago aun latente de juventud. Juventud algo emborrada por esos repliegues zarandeantes de su rostro por el azote del astro rey. Sus llamaradas eran de tono olivino como la mar en el oleaje del mediodía en una jornada placentera. En sus manos se desplegaba un cúmulo de protuberancias con la dureza metálica al estar consagrado a lo que emanaba de la tierra. Paulo era un hombre zurrado en huesos como se podía atisbar ante su entrega diaria a sus viñedos. Ahora, por esta época recogía la cosecha que había engendrado sus parras. Ahora, cuando el verano era aventura a través de esa latitud. Luego, sus firmes piernas se anclaban en el lagar haciendo presión hasta de que sus entrañas arrojara ese líquido bermejo que con el paso del tiempo y la fermentación, más el aunar de unas aromáticas hierbas será un arrogante vino. Esta detonante alquimia de Paulo será batalla de flores y alegrías cuando las fiestas del pueblo sean algidez. Allí, entre polkas, tambores y chácaras será vino de la bajada de la virgen por caminos vigilados por almendros y castañeros. La danza será el primor sobre esos mofletes encendidos de tanta amoratadas aguas de alcohol con un peculiar don.
Paulo al hallarse frente de Amada desprendía de su cintura una bota con toda la plenitud de su vino, extenderlo así en sus labios como un ritual sagrado de esa asertiva amistad. Allí, en medio de aquella pendiente con el drenar de un airecillo entremezclados con sus palabras que daba los buenos saludos a un minúsculo sorbo.
¿Cómo anda usted señora? Decía con gran gracia Paulo.
-Con unas estupendas ganas. Ya libre de esa bruma que va escaseando y con mi legado andando hasta ese techo que me espera - Contesta Amada con una sonrisa paralela al brío que despierta Paulo en sus ojillos.
-Es buen día, no cree usted. Parece que el buen tiempo levanta reivindicando por ello la fontana de nuestras manos para nuestras tierras.
-Si. Hoy el cadavérico temporal de jornadas pasadas no hará cenizas nuestro ahínco en resurgir en la siembra. El temporal es ahora trasfondo, enmascarado a huido con una timidez exaltante tras ser ayer fusta a la labor del buen agricultor .
Amada, entonces, se sienta sobre una roca plana mientras mantiene su conversación con Paulo. Paulo le cede un poco más de ese vino, un hilo con toda la plenitud de su color.
-Bebe Amada. Bebe de este fruto de mis cosechas para tu sorprendente ser. Es un poco de calidez para el renacer de tu cuerpo después de esta densa bruma y así seas candil vigoroso en la subida hasta tu casa.
-Si Paulo. Lo cierto es que todas las mañanas espero de él. ¡Ahí de esos días en que eres ausencia¡ Contemplo el firmamento y me entra ganas de reír como si se tratara de ti, absorbiendo sus aguas regías como si se tratase de tu vino.
Amada se reía con una picaresca asombrosa mientras seca su boca. Paulo al verla así luce una acaramelada jovialidad y más cuando a Amada los coloretes planean en sus mejillas, plasmándose como dos rosas carmesí en plena eclosión.
- El serpentear de tu vino aromático por mis venas da calor y me acoge bajo un refugio acogedor. Tus uvas se adhieren a mis carnes para encajarla a una fuente de hogueras. Lo cierto es que lo necesitaba para que mi carácter subiera un poco de tono después del fatigoso camino.
-Si. Ya veo Amada. Tu tez se sonroja. La chispa de la felicidad te da su brazo junto al albor de este amanecer. Pareces otra después de haber tomado de este vino. Para mi es tan grato. Es grato que tus ojillos rebroten en un nuevo brillo y risueño .
-¡ Como no Paulo¡. Ser viaje de un trago. Sabes, mi senda siempre te espera para que la empapes con tu licor y persona. Date cuenta que a veces durante meses no veo a nadie. La palabra humana sólo es eco en mis recuerdos cuando vago en soledad. Cosa cotidiana. Y lo cierto, que sentir tu fragancia y el olor del pueblo me llena de vida.
Paulo ante las palabras de Amada se queda pensativo arrastrando unos minutos de silencio entre los dos.
-Amada, porque no te mudas. Dejas esas alturas y te vienes al pueblo. Allí todos te admiran. Siempre dicen: la buena Amada como estará.
-No Paulo. Me pides demasiado. Yo ahí arriba poseo mi mundo, mis recuerdos. Me deleita contemplar ese paisaje que se tiende más debajo de mi casa. Me encuentro tan arraigada a la naturaleza del silencio del humano. Es una soledad que no me causa daño, más bien me surte de placer.
-Te entiendo Amada. Por cierto, he de decirte algo.
-Si. Dime Paulo. Aunque por tu mirada presiento que no es una noticia muy grata.
-Más o menos Amada. Ha venido un médico al pueblo.
-¡Un médico Paulo¡. Ello no es razón para estropear tu rostro.
-Ya se que no es razón. Pero le disgusto algo que tuviéramos curandera. Dice que esos artes de sanar son de siglos pasados, que vivimos algo anclados en el ayer. Que no más es una hipocresía de tus manos y nuestras mentes.
-Paulo y tu, ¿crees lo que ha dicho en su sermón enciclopédico?
-¡Yo Amada¡. Después de haber socorrido a mi hijo cuando la ultratumba lo llamaba. No Amada. Yo y todo el pueblo te prefiere a ti. Te conocen y saben lo sorprendente que eres. Sabes, el tipo ese es algo frío. No se le entiende casi nada cuando habla.
-Ja , ja, Ja- Amada explota en carcajadas magnetizando a Paulo para abrirse en ellas también -Paulo mejor será dejar pasar el tiempo. Dos siempre pueden más que uno mientras ese dúo no se asesine mutuamente. Yo acepto cualquier idea que cumpla las condiciones de lo más idóneo. Espero que él respete las mías.
-Sí. Espero que sí. Nuestra sangre es muy abierta. Siempre recibimos con entusiasmo a los extraños con tal que no nos perjudiquen. Bueno Amada. Me ha motivado verte, sobre todo tan saludable como siempre. Ahora te dejo, debo de ir a labrar los campos con la fresca ya que el paso de las horas desencadenan las dagas del sol dando lugar aun cansancio precoz. Hasta que nos veamos de nuevo Amada. Cuídate.
Al termino de estas palabras Paulo sigue su descenso hasta que las relucientes casas albinas del pueblo sean naciente, allí, el posee sus terrazas para realizar sus cultivos. Amada también pero más arriba, junto su casa, posee sus tierras. No sólo se dedica al cuidado de sus ovejas, sino que también teje con sus manos unos pequeños terrenos que le servirá de alimento y de intercambio cada fin de semana en el mercado del pueblo de algo que sea útil para su vida, sobretodo, para cuando llega la estación invernal, tan dura y a veces cruel, y no caer en la necesidad. Así, ella es manivela de su autosuficiencia.
Aunque la figura de Paulo se ha desvanecido entre el denso boscaje Amada se queda meditabunda en esa roca donde se había originado la conversación. Desde allí divisaba todo el esplendor de los pinares, esas copas enredadas aun en un tono oscuro donde se construía más de su termino una naturaleza que colimaba con el bienestar de los hogares: parto floreciente de un pueblo. Se quedo por unos instantes, con sus pupilas incrustadas en ese naciente. A ella la prisa no la asaltaba, pero sabía que tenía que partir pues sus posesiones la aguardaban para ser hacendadas. Tierras que le proporcionaban lo suficiente para la verticalidad de su vida y la de su hija.
Amada poseía una hija. Una joven entre la pubertad y la adolescencia, con ese patrón de unos rasgos marcados por sus antepasados. Ella, hoy, cuando Amada retornará a casa después de acabar sus tareas, no estaría, aunque su aroma y el tejer de palabras de días anteriores era tonada de las barcas en el universo del destiempo. Ella, hoy, no sería esa fogata fructífera y melosa para su madre. Se hallaba en la lejanía, en una escuela, en un especie de internado con otras compañeras realizando sus estudios. Aunque la época estival fuera sacudida y pudiera disfrutar de la rutina de su casa, pero, su madre, lo prefería así.
La distancia entre la casa y el colegio era gigantesca, ardua y plomiza para la vuelta diaria. No sólo ello eran barreras, sino también cuando las condiciones meteorológicas eran crudas: lluvias torrenciales sufridas en la caída de la luna, mordaces nevadas como las que se preveía en los siguientes meses hacían del camino un tórrido paisaje en el ojo de una emboscada de origen natural. En este fragmento de la isla, el invierno era voraz y largo, se encrespaba bajo los mares de una bóveda ceniza con nieve tambaleante en las ramas hasta ser cedidas a ese océano blanco por el beso del viento. Era como una forastera callada y vanidosa con un resplandeciente manto similar a las estelas más bulliciosa de nuestro planeta, como si fuera una manada de minúsculos millones de Sirios dormidos sobre la superficie terráquea. Interceptaba el paso de cualquier caminante sonajero en ese apartado lugar, obligando a Amada a resguardarse en su casa hasta que la nevada derivara a la languidez. Entonces ese paraje se inundaba de leves arroyos tras desquitarse de ese disfraz de acero blanco-azulado casi cristalino .
Por ello, su hija pasaba los días austeros en la residencia del colegio. Además, Amada, no quería que su hija tuviera el mismo destino que ella. Esa vida solitaria y allende a la civilización. Ello, a Amada la revestía de una cierta melancolía. No sentir su calidez, sus dilatadas palabras bajo la lumbre de esa chimenea en esa cúspide donde vivía. Horas de insonoridad de su alboroto, de unos días confundidos con otros . Todos paralelos, monótonos. Conquistados por un mismo decálogo de obligaciones .
Su hija, se llamaba Iris. Como los iris fecundados en el follaje de la primavera. Como el iris de la mirada eviterna de la estrella polar. A veces, algún que otro fin de semana, retornaba a casa. Sobretodo cuando las jornadas no estaban canalizadas por un agresivo temporal sino de un extraordinario pacifismo. Entonces, Amada, podía entremezclarse con ese fragmento tan importante de su existencia .
No descalificaba de su cavilar Amada a su hija en ese parada. Embobada quedaba más y más en ese añoranza, cercándola en un mismo giro que la llevaba de beber de su sustancia. Esa sustancia inalterable en el transcurso de las auroras, sin dejarse titubear por las guadañas del olvido. ¡ Que estupendo¡ .¡Que suculento¡. Plagarse del pasado cuando su ritmo es embellecido y perfilado por un pensamiento fragante.
Amada deja el juego bonancible de su imaginación. Los pinares comienzan ya a lucir ese traje verde de la esperanza, verde del comienzo de un nuevo presente. Siente lo blando del suelo, con esos filigranas sepias y verdinos, tan suaves, que cualquiera podría recostarse y embarcarse en un mar de sueños. La llovizna hace acto de presencia. Un telón de acero tierno que marca con su peso la tonalidad del cielo. Se dejaba entrever un cenizo profundo, un cenizo que implicaba la despedida del verano. Esa lluvia que alimenta en su asiduidad las entrañas de la tierra, de cada estrato para el germinar con el paso de los años entre las rocas. Rocas tapizadas de un musgo que las constituía en una tersa superficie. Por allí, por donde el agua emanaba. Los lugareños y Amada eran creyentes que esta agua tenía propiedades espectaculares, como si fuera el elixir de la vida. Más larga era la vida y menos achaques virulentos cuanto más se bebía de ella. Era un secreto. Los labios de la gente del pueblo se mantenían tapiados para cualquier extranjero de la zona.
Amada de forma natural formaba parte del paisaje de ese hábitat. Se rescataba una y otra vez en si misma y en lo que sombreaba fructíferamente su felicidad, con sus párpados haciendo de candados al mundo más allá de aquel paraje. Una panacea, muestra de lo fue antiguamente la ínsula ante ese boscaje casi virgen. Suspiraba. Suspiraba en la infinidad de su memoria anclada en su hija, sin dar vestigio de algún amodorramiento. ¡El recuerdo y el amor¡. Poseía tanto amor por Iris, por esa pequeño bálsamo nacido de su vientre que la nostalgia era creciente. Más y más. Y más aun, cuando sentía un pinzón azul, visitante del ayer y del hoy, huidizo, escurridizo por los alrededores cuando la lluvia cesa, cuando las nubes dejan de dibujar figuras extrañas plomizas como si se tratara de un templo maldito. Esto da un cierto presentimiento a Amada: la llegada de un otoño sabor a metal. Un otoño arrasador que hacía tostar las hojas y dejarlas volar por un instante en una caída libre hasta besar el suelo con las ráfagas silbantes del viento.
Amada de repente siente el pica-caminos con su toc-toc sobre la corteza de algún árbol, ello, le hace marginar sus pensamientos de las latitudes que se hallaba danzando y recobra esa postura vertical sintiendo como la brisa de un otoño venidero se hacia dueña de su cuello como si fuera un diminuto perenquen. Ahora le quedaba nada más que ascender entre la avalancha de pinares hasta su casa. Un casa bien escondida en una simple y pequeña llanura, rodeada de esa ejemplar naturaleza. La esperaba.
Era una casa humilde y pequeña de piedra tallada, con una tonalidad agreste en su piel, sobria y ruda se puede decir de tejas gravitando en el deterioro y una nave resguardándola del mal tiempo y del paso del tiempo, ese infinito espacio por el cual se combate. Cerca de ella se hallaba el alprende de una forma casi rectangular, cerco y techo con la primordial función ser vigía de sus ovejas.
Amada subía y subía por ese laberinto eximio de conocidas ramificaciones para ella y su perro. Deseaba llegar, dejar sus ovejas tras las vallas y abrir esa puerta que la proyectaba al descanso. Una canción sin más exhala, una de esas que cantaba cuando Iris se mecía en la protección de sus brazos, para que ella, durmiera y sus sueños se construyeran a base de una riada de felicidad.
Amada al llegar dispone sus animales ondulantes en blancor tras los rediles. Su perro sin más se recuesta sobre la tierra húmeda como observador de todo lo que transcurre. Ella se despide. Ya agotada se dirige hasta su casa. Abre la puerta, puerta de una añeja madera noble pero ya herida por las termitas que roen toda su firmeza. Ella las siente. Siente el tic-tac bajo ese umbral antes de caer bajo su techo.
-¿ Donde estáis?- indaga ella a esos animalillos ante la puerta la cual ya ha perdido su suavidad -¿Dónde andáis pequeños? Ultrajadores de mi vida. Queréis descuidar mi ante las iras del clima y yo sólo soy paciente a que os vayáis. Se que no os vais a ir. Algún veneno os tendré que dar ante que me dejéis desnuda en la intemperie.
Siempre las mismas palabras. Cosa cotidiana ante tanta soledad. Amada las deja y cierra la puerta con una pesadumbre que se reivindica cada mañana al comprobar sólo la existencia de paredes quemada ante la mudez de algún solaz aliento. La va recorriendo una diezmada huella tan pertinaz al no sentir un cuerpo presente entre esa piedra labrada. Le faltaba algo, algo que la incluía en una resurrección del vacío en el tupido vacilar del silencio. Ya no era exclusivamente su hija. Se trataba de alguien más. Alguien que ya no era existencia cuando se encendían las llamas de la jornada. Se acerca a la ventana, una ventana viva por las cortinas que sus propias manos tejieron. Espera a alguien, pero bien sabe que sólo un sórdido eco es el que se presenta, unas pisadas que han quedado grabadas en su mente. La puerta es muda ahora. El crujir de la maderas del suelo son un silencio desdoblado entre la muerte y el deseo. Yerta su mirada hacía las habitaciones de la casa. Ahí esta la de su hija, ahí la de su hija y por último la de ella. La de ella esta encubierta por un clima fúnebre lo que suponía una descomposición de su ser en lágrimas. Lágrimas que se reflejaban en la amorfa paredes de su casa despuntando brumas negras del pasado. ¡ Por qué¡. Por qué tanta desdicha. La perfilaban como cuchillos en su garganta el surcar yermo de su marido y el surco invisible de su hija. A ella con el paso de los días o las semanas la acurrucaría entre sus brazos, a él, solamente lo avistaría entre las sombras perennes de los años, corroído antes de que sus labios fueran florecimiento del último beso, allá, por la singladura antecesora del invierno.
¡El quería vivir¡. Si, vivir. Seguir arraigado a la piel de ella, escudriñando todos los detalles de su alma, seguir mojándose en un sublime candor allá por las lejanías. Pero no. Un gélido recital de la naturaleza sin clemencia lo fue deteriorando con celeridad sin permitirle el último beso, la última acaricia, el navegar triunfante de un cuerpo sobre el otro. ¿Por qué? Se preguntaba ella. Porque tuvo que ocurrir ese accidente. Porque las entrañas de la tierra que parecían dormir, sólo algún ronquido que hacía temblequear esas tierras de vez en cuando tuvo que reventar en tanta violencia. Allá, más allá de donde ellos vivían, en una montaña ajena al ritmo de sus vidas. Esa cuya visibilidad desde su cobijo era nulo, pero bien sabían que era de un terrible aspecto telúrico; con unos riscos que hacían temer cualquier humano que pisará sobre ella. Pero él, él insistía. ¡ Maldita seguridad¡. Sabían que algún día erupcionaría, que su lengua hirviente y su aliento azufrado saldría a la luz para hostigar la vida.¡Maldita seguridad¡, se repetía una y otra vez Amada presionando con sus puños sus sienes. Aquella boca exhalante en humos tóxicos, cenizas, bombas volcánicas y una lengua de víbora anaranjada ajo su vida.
Inesperadamente se vio envuelto en aquel lecho abrasante, despeñando su existencia a ras de un barranco por donde rodó y rodó en una caída infortunada con el oleaje mortífero de aquel abocado volcán. Levitaba sobre un submundo de oscuros pantanos, atado a las cenizas que de él se escupían bruscamente. Su grito, exclusivamente fue escuchado por la humareda que quemaba sus ojos irreversiblemente. Su agonía era más aguda con la decadencia de la vileza, de su valentía, de su vitalidad. Ese magma con el vigor de las profundidades desconocidas de la tierra fue trepando por su cono desde un núcleo sordo y ciego a la catástrofe que iba organizar. Con una alfombra de brasas para romper el ritmo natural de todo un ecosistema. Sin afecto a sus otros compañeros, sus hermanos que conformaban aquel paraje bienaventurado de difícil descripción. Hermético, impulsado por una represión y un letargo de años incontables o inimaginables. De grados inagotables, asfixiantes, agobiantes para cualquiera que circulara por su derredor. Sólo, una bestia rencorosa, obsesionada con asesinar la diversidad y el equilibrio.
EL con su bastón por esa zona perdía la noción del tiempo igual que hace Amada ahora. El antes era el acompañante de esas lanas ondulantes hasta que lo sorprendió ese infernal temblor. Lo sorprendió con un vomitar espontáneo de su famélica boca, como chirriantes cadenas que lo iban a enviar al país de los muertos, con sus gases matando el suspirar de los pinares. ¡Su suspirar¡. Su suspirar se ancló en una desesperación, en un sin sentido de sed ante la avalancha mortal que se venía encima y no yacer por un instante más ante los astros azulinos de Amada. Ya no la vería más tras ese relámpago de acero candente. Sólo recordó el último instante ante aquella cuerda floja cuando en la madrugada, cuando las estrellas anidan en esa bóveda azul marina el beso que le dio a Amada en sus párpados. Ello era túnel que buscaba atormentado, un túnel de cristales rotos intransitables que lo condujeran a ese momento feliz con ella y así paliar la senda destinada a la muerte. Rodó entre el dolor y el recuerdo; entre la angustia y el amor. Sólo había vendavales de sangre. Un aire insano lo obstaculizaba para seguir pensando en Amada. Sólo deseaba ya respirar, pero era una atmósfera criminal. Una atmósfera sin compasión a su dócil carácter y a su humilde convivencia con la naturaleza. Deshidratando todos sus sueños de vivir más. Su piel, sólo era ríos de escarlatas, sólo era hijo de cipreses abatido por una perecer temprano.

-¿Por qué?- se preguntaba él. Por qué cuando el observaba esa boca macilenta; ese manto de hoguera agresiva sobre los montes fue tan colérica para descuartizas sus años; si él, no era más que camarada de su imperio; si él, no era más que un labrador y un pastor, pulmón de los fruto de esta tierra, respeto pulcro a esa selvática lozanía de los montes como biodiversidad que había de cuidar. Pero el, el majestuoso y potente volcán no escuchó. No escuchaba el tintineo maravilloso de la naturaleza, como si quisiera emanciparse del seno de las profundidades que lo encadenaba para dominar todo lo que se hallaba en la faz de la tierra. Tanto, que también negó su amistad con él.
-¿Por qué? Por qué me destruyes cuando yo sólo era silencio por tus veredas. Cuando yo con mi entusiasmo desembarcaba bajo la luz de tu boscaje -Exhalaba el marido de Amada en ese derrumbe escalofriante de su sentido. Le hablaba, le gritaba, porque se sentía parte esa diversidad. Había nacido en ella , era vástago del rumorear de su brisa.
-¿¡Por qué¡?. Por qué hacia mi evocas malos vientos. ¿¡Por que me ahuyentas de ese que yo creía mi designio¡? ¡ mi mujer y esa criatura que vendrá al mundo ¡. Es como si me abortases, como si yo fuera un horror de tu sueño y como sonámbulo quisieras acabar con todo. Cautivo estoy ahora de tu febril genocidio. ¿Por qué no solo me aniquilas a mi en lugar de toda este boscaje que conforma la belleza de este retazo de tierra. ¡Cruel eres¡. Me arrebatas la vida, esta vida mía estabilizada y creciente en ese jardín imaginario en la mente de mi mujer y la mía. ¡Ten clemencia¡ ¿¡Qué será de ella¡? ¿Qué será de ese hijo que en las venideras estaciones brotará como las mariposas de la primavera ¿. ¡Escucha¡. ¡Escucha¡ .¿Por qué vienes a mi?. Mi respiración se estrangula. Mis piernas no responden .Sólo eres un oleaje de borrascas con tu indiferencia y neutralidad -Casi no podía ya gesticular palabra, pero, seguía luchando con lo que era evidente: su tumba -Soy latidos de cuerdas de ortigas que me anudan a la sombra de tu risa, amilanado por que más nunca veré a mi amada -Llantos y sólo llantos se van cristalizando en su ser, pero el sigue, continua en ese bullicio de sus jadeos -Arribas en mi muerte, arribas con tus palabras llenas de mentiras. Sólo eres huraño cascabel correteando por mis venas y mi andrajoso pulso. Me aplastas y te vas, dejándome ambular en la oscuridad. ¡Amada ¡¡Amada ¡ El amor lo dejaré en el pozo del recuerdo, como tesorero de una pasión terminada en tinieblas para cuando las bengalas del oscurecer anuncien un canto melancólico. Yo seré una estrella más del bronceado ocaso y ella me mirará. Me mirará y me recordará. Y junto seremos en el infinito espacio que nos separa ese pequeño momento de añoranza que transcurre entre la caída del sol y la madrugada. Que gusto me da ese cuadro: rutinario, acoplados en el sentido de alguna constelación hasta que yo partía -Era sus últimas palabras, atrapado por la moribunda hoz de la penumbra con un ataúd sobrevolando por su cuerpo.
Muerto ya tardaron días en hallarlo. Amada se extrañaba, tenía un mal presentimiento. Había sentido temblar las tierras, había sentido como el humo y las cenizas mutantes al amanecer se habían posado en sus ojos, en su huerto. ¿Y él donde estaría ¿, se preguntaba. Ya era mucho tardar .Noches en vela, sin hallar la paz precursora de la tempestad. Cuando no pudo más su grito se alza al ritmo de sus piernas hasta alcanzar el pueblo. Allí dio la alarma a cada puerta que se encontraba en su paso. Desfigurada ante una tragedia próxima.
- No habéis sentido crujir el volcán. El volcán a despertado. Y allí, allí entre su sudor maldito mi marido se halla. ¿A pasado por aquí acaso ¿. No. No. Ir a buscarlo por favor. Yo en este estado parezco desfallecer. Mis fuerzas no alcanzan para luchar con las turbulencias de ese tirano- Todas las puertas se abrían. Todos los lugareños la recibían con una exquisita atención y educación. Como no, era muy admirada. Todos al verla presentían que la mala fortuna estaba cuajando. En su estado alterado, en su estado pálido, no sabían como responder. ¿ Cómo compensar, como aniquilar el dolor que en ella se desprendía ¿.
Pronto hubo terminado de recorrer todas las casas del pueblo se dirigió hacía la iglesia. Entonces las campanas redoblaron el toque de los desaparecidos: esa tonada que encharca las miradas de la tranquilidad en el pesimismo. Muchos dejaron sus obligaciones arremolinándose en la plaza del pueblo. Allí, donde la iglesia se alzaba; esperando algo. Esperando esa voz que los dejara rastrear el monte; ese lugar por donde el magma era cauce.
De la Iglesia salió el cura junto a Amada. Amada estaba ceñida a una angustia; acariciándose su vientre; tapando sus ojos lagrimosos del portentoso sol. No podía ya mediar palabra; cada palabra se liaba a un llanto cada vez más y más grave, como ese llanto de las pardelas cuando el nocturno es acaricia de la Gea. El cura al observarla presa de ese precipicio incesante tomo la palabra. Expreso un pequeño discurso con la detonación de sus pulmones para elevar el ánimo a todos los que allí se hallaban presente.
-Amigos. ¡Amigos míos¡- Dijo con sus manos en alto como queriendo tocar el cielo -Hay que encontrar a Gregor(Marido de Amada). Hallarlo entre las carnes de esa bestia ardiente con la seguridad como puntal de vuestros corazones. ¿Qué decir?. Sabéis que es una gran persona, una persona sin igual, con un carácter superior a todos nosotros. De esas personas que siempre llevamos adentro: en nuestros pensamientos, en nuestras conversaciones, en alguna que otra anécdota transcurrida en este pueblo. Espero que la esperanza nos apremie y sea eco sonoro que danza sobre él. Ahora, os dejo. Os dejo navegar por esa aberrante lengua telúrica que cerca ese pequeña parte de nuestro monte. Tened cuidado y que Dios os bendiga.
Entonces el cura callo causando un silencio demoledor como si a todos los hubiesen degollado. El quejido de Amada era hilillo que se escuchaba. Los perros aullaban, algún que otro cuervo pasaba entre esas miradas sombrías. La superstición era aguacero del demonio, porque bien pensaban que la angustia de los perros era signo de lo más trágico, porque bien pensaban que el sobrevolar de los cuervos ante sus miradas descuartizadas era señal sin lugar a duda de mal agüero. El cura entonces se dio cuenta de ello. Examinó cada uno de los rostros y sólo había terror. Parecía como si hubiera habido un fusilamiento ante ellos pues mucho habían sufrido las descabelladas barbaridades de la guerra civil. Al encontrarlos tan abatidos y paralizados dispuso sus últimas palabras.
- Venga. No hay tiempo que perder. No dejéis que ese cobarde nacido del inframundo os desmorone. Ir bien preparados que cuando la noche llega las pisadas son falsas y hay que retornar. ¡Confiad¡. Confiar en vosotros mismos.
Ante los gritos del cura todos fueron con celeridad a sus casas. Recogieron paños húmedos y todo lo necesario para buscar a Gregor.
En grupos se dividieron para así rastrear toda esa área pero con una vital precaución al acercarse al temible volcán. Caminaron durante horas, con un calor agobiante, con una lluvia de cenizas y humo que hacia casi invisible el lugar. El tiempo pasaba y nada de él. Todos esos espíritus por la lucha de la salvación de aquel hombre iban solapándose con un lamentable desastre que se les venía encima. Cuando la noche sucedió al día optaron entonces por dejar la búsqueda. Sólo dos de ellos siguieron, dos que no temían a ese Lucifer de las oscuridades y eran indiferentes en caminar a ciegas. Los demás regresaron al pueblo. Amada esperaba y al verlos llegar con sus ojos desorbitados comenzó a buscar entre las palabras de los hombres y, cuando no hallo nada, comenzó a buscar entre las miradas y, cuando hallo que todos llevaban la cabeza cabizbaja, aferrados al suelo con un silencio rotundo sin respuesta alguna, su cuerpo y alma comenzó a despedazarse.
Poco a poco como pétalos de sal se fue desvaneciendo, cayo al suelo con un llanto patético al mismo tiempo que su espíritu se despedazaba. Uno de los de allí presente, el más decidido, se acerco a ella y puso su mano sobre su hombro con un sutil tacto como si tocará una flor marchita.
-Amada. Amada - Dijo él. Pero Amada parecía que no escuchaba, estaba como ida, desplazada de la faz de esta tierra envuelta en su aflicción.

- Amada. No te preocupes .Todavía lo estamos buscando. Tres de los hombres se han quedado. Seguro que aparecerá.
- ¡Aparecerá¡ ¡Aparecerá¡- Grito Amada -Ya tendría que estar aquí si es que está bien. Acaso, no lo entendéis.
- A lo mejor se ha escondido.
- ¿Escondido ?. El que era tan valiente. ¡Donde ¡. ¡Donde¡. Eso es imposible. ¿Examinasteis las cuevas ?. Esas, donde el a veces se guardaba del frío- Amada con un estado emocional desvariado iba preguntando a cada uno de los que se encontrar allí- ¡Mirasteis ¡ ¡Buscasteis ¡. Si no iré yo. ¡Yo¡. Yo sola.
¡ Qué decir ante tanta desolación¡. ¿Qué palabras lanzar al aire para que ella se calmara ?. Su estado era caótico, tanto, que algunos llevaban sus manos a sus ojos como intento de amarrar las lágrimas. Otro hombre se aproximo. Estaba acongojado, con la pasmosidad de ver un ser destruido.
-Amada. Amada. Cálmate mujer. ¿No has oído ?. Todavía hay hombres buscándolo. Quizás tendrías que descansar. Piensa en el niño que tienes dentro.
-Si. El niño- Asintió Amada con sus dos lunas matizadas de rayones rojizos, transpuesta.
-Mi niño. Me había olvidado.
-Amada al darse cuenta se fue tranquilizando. Se comenzó acariciar ese bulto bajo sus senos y alzar un canto como si se tratara el susurro de una fuentecilla a lo que llevaba dentro. Así fue volviendo a la realidad. Todos esperaban, esperaban que su aliento se transformaran en palabras y, así fue.
-Si. Mejor será que vuelva a casa. Ya es tarde. Allí esperare que la última estrella se extinga y a lo mejor aparece. Gracias a todos.
Amada se abrió paso entre el gentío. Silenciosa y aturdida. Aquel muro de personas se abría en su caminar gastado, extasiado. Ninguno se atrevía a hablar, aunque todos querían consolarla. Sólo dos de los hombres la siguieron para vigilar si llegaba bien a su casa. Todo era oscuridad, era un albergue de las constelaciones pioneras del nocturno. Las casas ya no lucían su blancor, exclusivamente, las farolas donde todos los mosquitos se arremolinaban.
En medio del camino en esa ascensión hasta su casa Amada iba sumisa consigo misma, hasta que se dio cuenta de las pisadas que retozaban detrás suya. Entonces se deshizo de sus mohidos pensamientos y se viró bruscamente.
-¡Iros¡. ¡Iros¡.¿Qué hacéis ¿. ¿Por qué me perseguís¿. ¡Dejadme sola ¡. Yo se desenvolverme en este monte sola. Ellos se quedaron petrificados ante la erosión y lo crudas que habían sido sus palabras. No les quedaron más remedio que pararse en la mitad de esa senda y dar media vuelta. Se alejaron de ella en un estado de colapso a no poder auxiliarla en su amargura, con sus ánimos chapuzados.
Amada al llegar a su casa actuó como si no hubiera pasado nada, súbita a una esperanza. Encendió una vela para saber por donde andaba, aunque, no era necesario, sus llamaradas ya estaban amoldadas a la oscuridad a igual cuando sus piernas iban por la cumbre en la noche. Sin más, por su cuerpo, atracó un frío metal, como si un riachuelo corriera tras el deshielo en el renacer de una primavera. Quiso escapar de él por lo que prendió las leñas que se hallaban en la chimenea. Se sentó en una silla. Su mirada se ofusco en la intensidad y el vigor de las llamas, simulando cuerpos deformados en una danza sibilina.
En el influjo de estas, ella resbaló hacia los recuerdos y, paulatinamente, mientras ellos se asomaban por su memoria quedo agazapada en un sueño. Un sueño turbulento. Se hallaba en un boscaje de árboles grises y por el corrían caballos, caballos con alas y por sus ojos derramando sangre que iban a beber agua a un barrizal. Ella quería despertar, pero, era imposible, se sentía atrapada.
La noche paso y se yerto el día con la densa frescura de las primeras horas, con la densa amargura de lo que deparaba.
Los dos hombres que se hallaban olisqueando el monte encontraron a Gregor. Cadáver, demacrado, con una lividez aguda. Lo recogieron y lo llevaron a través de la tosca cumbre. Una cumbre aquejada por un humo destructivo: sable mortal. No mediaron palabra, sólo, la respiración cortada de ellos, sólo, el gemido de su perro, tan arrollador, tan doloroso.
En la casa Amada lo aguardaba. Hacía horas que se había levantado y con la experiencia de las jornadas, de los años, se ocupaba de sus quehaceres cotidianos. Preparaba alguna comida exquisita y exuberante al gusto de su marido tal que para él fuera una delicia maravillosa, una delicia reconfortante y acorde con el tiempo que azuzaba. Mientras cantaba una nana nacida de sus profundidades.
Recuerda niño que vienes
Que tu padre es errante entre pinares,
Danza de las aves,
Amigo de la luna,
Pastor de la niebla.
¡Amor¡
Que se recuesta en mi pecho,
En mi vientre
A la vera de tu nacimiento.
Así, Amada quedaba acorralada en la ignorancia, en esa esperanza inútil de que volvería. ¡Sí ¡, el volvería, pero volvería sin la necesidad de secar su entumecido cuerpo, sin la necesidad de secar sus ropas, con la vida dándole las espaldas . ¡Pobre hombre ¡. ¡Pobre mujer¡, proyectados ambos sin lugar a dudas en el marco de una luna rota. Estocadas a unas golondrinas que se calcinan bajo una lengua al rojo vivo, izando un amor desvariado, un amor invalidado bajo la tristeza y el largo de la melancolía.
Llegaron por la bajada de una ladera, en el serpentear de la cumbre cubierta por cenizas. Cargaban con una fisonomía deshilachada, de una vida agazapada bajo un huracán ígneo. Cuando arribaron en la puerta de Amada con aquel cuerpo patético de Gregor, Amada se encontraba junto a la chimenea. Se hallaba remendando unas piezas de ropa. Hilando, hilando en el nuevo resurgir de sus trajes, en la composición de nuevos vestidos, los de su marido, los de su niño que bien aguardaba en su abultado vientre. Mientras se preguntaba -Será niño o niña- y tatareaba una pequeña melodía.
Niño de mi vida
Niña de mi vida
Nacerás bajo el naciente
De mi vera.
Montaña detonante
De las canciones de amor.
Niño mío
Niña mía
Melaza de mis singladuras
Por tu piel de algodón.
Mestizaje de esta cumbre
Que con el fiel fresco
Da la bienvenida
A tu nueva ruta
Niño mío
Niña mía
Arroyuelo de tabaibas
Sabina de mi regio amor.
Hilar e hilar
De esta canción
Niño mío
Niña mía
Mi amor
Pero aquella espera era demoledora, como vendaval que arrasa con todo lo que se pone por delante. Otra vez se traicionaba a si misma con pensamientos negativos, pensamientos que la abnegaban a ser un firme como rayo de esperanza. Comenzó a surgir en su cerebro una profesión de enlutadas estaciones. Las horas eran vacías, eran un umbrío retoque de fatalidad. La brisa, su sonrisa, como cualquier otro día no corría. Ella no entendía el porque de todo ello si ella sólo se agarraba a esa cuerda que la sacaba de un hundimiento hacía una luz de hogueras verdes. Pero, no hallaba respuesta a su actitud amarga -¡Que ocurre¡.¡Que ocurre¡ ¿Por qué se atrasa tanto ¿. Dama de la noche soy y sólo despertaré cuando vea su entereza. Lo esperare bajo esta serenata fantamasgórica atormentando mis pensamientos. Me anuncian del desembarco de sus pasos sobre mi cuerpo. Inerte , frío, marmóreo. Así me lo imagino. ¡Por qué ¡ ¡Por qué ¡. Es tan prescindible su compañía, serradora de mi lamento. Tan extraordinario para el placer de mi suspiro. Su suspiro, su sudor, su jadeo cuando hacemos el amor. ¡Qué vuelva ¡¡Qué vuelva ¡. ¿ A quien suplicar ¿¡Qué solo estamos en esta vida ¡.
La traición entonces se enervo, creció como pantanales sobre su casa. Un toque en la puerta con un aliento enrarecido. Esa forma de oprimir los nudillos sinónimo del puño que ataca más y más la herida. Ello le hizo sospechar lo que era impredecible en su cavilar, tanto, que con celeridad descalabrada abrió la puerta. La imagen que se hallaba ante ella la acorraló de forma letal, de manera tempestuosa para un retrato de sombras que cabalgaría con ella para el resto de su vida. El pánico fue verdugo, dejando en su rostro la viva imagen de un agudo calvario. Ante ella se hallaban dos hombres, los cuales representaban una amistad lejana estancada en el ayer y la desconexión del hoy por la fotografía que representaban . Como si se tratara de dos cruces incendiadas los miraba ahora. Miraba sus ojos agrietados, sintiendo el escalofrío de sus cuerpos, sintiendo la palidez de sus almas, marchitos por la tragedia que llevaban al hombro. Uno de ellos, de un sollozar ensordecedor, en el otro, las ojeras ahogaban su mirada de brumas y, con ellos, la muerte. La muerte embistiéndose con Amada.
-¡No¡ ¡No¡- grito ella entre dientes a medida que el gemido de su corazón y un suplicio profundizaba por su sangre. Un no con el quería negar la muerte prematura de su marido. Un no en el que deseaba el rebobinar a horas anteriores, en aquellos momentos en que compartían la misma cama. Amada, no quería dejarse vencer por el ahora, por esa realidad que libaba con sables. Cayo de rodillas al suelo y continuo con el mismo alarido.
-¡No¡ ¡No¡- se arrastro hacia él, por lo que los dos hombres dejaron el cuerpo en el suelo. El perro iba al mismo compás que su ama, con un aullido sobrecogedor. Un llanto por la infértil fortuna, su amo fenecido. Amada siguió arrastrándose hasta llegar a la cabeza, a ese rostro desfigurado del cual no se desprendía su último latido, su último pensamiento, su última sensación. Poso sus labios sobre su frente como balada del ahogado. Su llanto ascendió más y más, tanto, que los dos hombres se encresparon en un azoramiento. Y más aun, cuando su aquejada voz desgarraba los pilares de cada una de la verticalidad de ellos.
-He aquí marido mío la mujer de la luna negra. Acero al rojo vivo de un cráter mundano. Delirio ante un mortal despedazado, hundido en la miseria de sus cimientos. He aquí la invisible llama de la vida, mordiendo ese yacimiento del amor, donde yo aguardaba tu llegada con gran fervor, donde yo recubría con sueños las horas que tu eras ausencia en un mar de nebulosas. !Ahora ido ¡. Envanecido por el implacable hachazo de la cumbre. He aquí una mujer corroída, con la razón mohosa por un destino catastrófico. He aquí un torrente contaminado, hecho trizas sobre mi pecho. ¡ Y qué hacer ahora ¡ Cuando tu fragancia a mi brisa se ha diseminado por los campos etéreos a mi pasión. ¡Cruz de mi destino¡. Ya tu voz no me susurrara más al oído ni tu sensualidad jugara con mis senos bajo esta casa de viejas maderas, donde tú, rumbo de mi mundo te vuelcas, te apartas de esa orilla donde yo caía en tu regazo. Ya no seré esa ágata de tu riqueza. Ya no seré hermana de tus momentos de desazón. Poco a poco caigo. El abismo me castiga. ¡Qué hacer¡ ¿Cómo hacerte revivir? ¡Qué hacer ¡ Si el calor de tu cuerpo jamás girará sobre mi piel.
Sus palabras a medida que van pasando los minutos se van oxidando. Ella, se recuesta junto a su marido comenzándole a murmurar en el oído, ese oído que parecía no haber sufrido daño.
-Serás el tedio de mis besos. Sólo heladas dando rienda suelta a mi cariño sin tu suavidad. Seré condenada a andar por nubes inanimadas que cuando refleje tu figura desaparecerán sin yo poder hacer una pausa al tiempo que corre. Serás el perecer de mi floreada primavera. Ya su colorido no será curiosidad que me levante para escuchar el canto de las aves. Mariposas sin alas. Mariposas de sal. Mariposas que revolotean ¿¡Para qué¡? ¿¡Para qué ¡? Si tú jamás me harás sonreír con un ramo de violetas cuando sea lengua de tu lengua en el devenir de las auroras.
Lo abrazaba. Lo abrazaba con aquellos hombres vigías de su dolor, de su sollozar. Ellos no se atrevieron a interferir en esa dramática pintura, en ese acto de borrascas, por ello, se alejaron sin mediar palabra entre la neblina que sacudía el lugar.
Amada y Gregor. Solos, con un ambiente examine, sin vida, congelándose las entrañas de Amada. ¿Qué sería ahora de ella sin su compañero? Un compañero vital para el torrente de un optimismo fluido de su despertar.
Lo acariciaba, de arriba a bajo. Por todas esas heridas malditas, por cada quemadura. Y, así estuvo hasta acaecer la tarde. Tarde en que la brisa calla y las nubes son remoto desplazamiento. Sin ella esperarlo, aparecieron las gentes del pueblo, aquellos que eran más allegados en la amistad. La vieron enrollada en su gemido. Una de las mujeres que acompañaba al grupo se arrodillo junto a ella, pero, Amada era ciega a ella. La mujer con un gran apuro y ante la fotografía terrorífica le hablo suavemente.
-Amada. Anímate mujer. El ahora se encuentra en lugar mejor . Vamos, vamos hemos de poner el cuerpo dentro de la casa para velarlo.
-¡Velarlo ¡ ¡Velarlo¡. Nunca. Sólo yo. Iros de aquí. No quiero a nadie en mis tierras. ¡Iros ¡ Iros, por favor– Dijo Amada desquiciada sin levantar la cabeza.
Todos al oír sus chillidos vibraron en un chasco, sin tener más remedio que hacer caso a lo que ella decía y dejarla sola. Algunos se le subieron la rabia proliferando alguna que otra queja.
-“ El también era amigo nuestro. También lo queríamos. Tenemos derecho a acompañarlo ante el definitivo adiós “.
-¡Derecho¡. ¡Derecho ¡. Yo fui su amante, su confidente. Su amor más profundo. No tenéis ningún derecho. Yo se como era él y no le gustaría que le vieran así, en este estado de apagón para el continuar de sus vivencias. Acaso, no os acordáis que nunca a sido queja ante el dolor y la enfermedad. Dejadnos solos.
-Todos se marcharon por el manotazo de Amada dándole la razón. Al llegar al pueblo se lo narraron al cura tal como habían sido los hechos y las mismas palabras que ella había insuflado. Él cura sólo contesto “Esperar que pase unos días y yo iré hablar con ella “.
La tarde en poco tiempo se trajeo de negro, negro de luto, negro de un amor herido, negro desplomando el malva del ocaso con las fluorescente lágrimas de la virgen dando el último adiós. Amada arrastro el cuerpo hasta las cercanías de la huerta. Dejo a Gregor sólo en lo que iba a coger una pala. Al llegar otra vez junto al cadáver excavó una fosa. Arrastró de nuevo ese cuerpo de mármol hasta ella. Lo hacía callada, con un silencio que daba lumbre a la realidad: vencida, sin apenas fuerzas, en un adiós que rondará la nostalgia y la desesperanza. ¿Qué es perder aquello que era fabuloso en tu vida y que jamás lo verás ni lo tocarás?. Sus gemidos parecían madera retorcida como si se la hubiesen tragado las olas. Después de haberlo metido en aquel agujero ya no lo veía más. Con la pala fue echando tierra encima de violoceaseo cuerpo. Enterrándolo, enterrándolo en una agonizante despedida, hasta que sus párpados fueron prohibido manantial para ella, sólo bombardeos de piquetas en su eviterna pena. Cogió unas ramitas e hizo una cruz colocándola en la cabecera de la tumba. Rezo una oración a la brisa junto a un Júpiter magnánimo que ella de reojo miraba, comparando su lejanía con la de sus marido.
Todos sus deseos estaban disecados, aunque, hubiera acabado con la tumba y colocado un ramo de violetas marchitas sobre ella no quería despedirse. Dejar al muerto sólo, pensaba, para que los malos espíritus se lo lleven. Dejar ese cuerpo con el sollozar chispeante de las estrellas en un adagio perdurable. Se quedo ahí, con el cause de una tétrica madrugada, con una humedad sin sensibilidad corroyendo sus huesos. Ella, no la temía, sólo le daba pánico ese final, ese jamás de los jamases revolcándose sus fisionomías sobre unas sábanas de algodón.
Pasaron las horas y ella seguía acurrucada en la tumba, en duermevela. El universo parecía un carrusel de velas blancas que desaparecieron con el devenir de la niebla. Entonces, sintió ruidos raros, ruidos anómalos por la hora que era, como si alguien estuviese celebrando un rito tras sus espaldas. ¿ ¿Serían difuntos ? ¿ Serían gentes del pueblo ¿ ¿ Sería un delirio?. Amada se levanto y se giró, pero, ante ese aglutinar de nubes bajas no distinguía nada, sólo, el rumor de una desvaída tonada.

Ovación al muerto
Cúspide de sus rebaños,
Humus de esta tierra,
Seda de los torrentes,
Que no pudo ser diamante
De sus singladuras.
Se quedo allá,
Allá, donde el universo
Es acaricia desagradecida
De los desaparecidos.
¡Danza la esposa¡
¡ Danza el llanto¡
bajo esta cumbre
tan desertora, tan hipócrita
de la savia de la vida.
Amada al intentar averiguar de donde, quien lanzaba esos cantiles bajo la inexistente luna en los salones negros del inframundo ya la nada era respuesta. Ningún rastro de quien o que había sido. Las ramas crujían en su pisada, alentadas por un vientecillo cortante sobre su faz. Logro avistar una especies de siluetas, pero, se evaporaron confundiéndose con la neblina. Sólo la llovizna incesante, la parada del tiempo y ella con sus ojillos rayados por el signo de la mala herida bajo aquella capa de plomizo frío.
Pasaron noches y días sin ella apartarse de la tumba, cuando llego el momento que su interior era riqueza del éxtasis se levanto. Su cuerpo estaba tullido, caído por la marejada de la helada y sin haber recibido ningún mensaje de su esposo. Entretanto, los días no corrieron de igual forma en el pueblo. El cura había armado un alboroto por no tener noticias de Amada. Se preguntaba que sería de ese cuerpo ya pasado los días: sin duelo, sin entierro. Por lo que opto subir donde se encontraba ella.
Al llegar el cura a la casa de Amada halló la puerta abierta. Sin haber señales de haber nadie. La busco entonces por sus tierras y nada de ella, la única opción era ir donde ella guardaba sus animales y allí la encontró. Estaba ordeñando una de sus ovejas. Amada sintió pisadas tras sus espaldas, pero, no hizo caso. Como ella no se dio la vuelta él la llamo.
-Amada. Amada.
-Qué quiere usted- contesto ella de manera descortés
-Amada. Se que estás muy dolida .Y no se como remendarlo. Sabes, tenemos que hablar de algunas cosas.
-Si. Dígame usted.
- He entrado a tu casa y el cuerpo de Gregor no esta Amada. ¿Dónde se halla ¿.
-No se señor cura.
-Amada, Amada. ¿Como que no sabes? Sabes que hay que enterrarlo en campo santo. Amada te conozco. Dime ¿ Dónde en que zonas de estas tierras esta el cuerpo sepultado de tu marido ?.
-No se lo diré señor cura. El fue mi marido. Mi amor. No el suyo. Yo con su cuerpo hago lo que quiero. En fin, señor cura, acaso, no éramos uno.
-Esta bien Amada. Estas en pecado. No piensas en los demás. Lo maligno de todo esto es que sus consecuencias lo pague gente inocente.
El cura procura guardar su compostura, atiende a que sus palabras sean lisas en un querer de convencer a Amada. Pero, Amada no, es firme a sus ideales .
-Pagar. ¿ Quien va a pagar ? ¿Cree que dios nos observa ?. No me venga con idioteces señor cura.
-Amada, no permito que insultes al señor. El ese el que decide por nuestras vidas.
-La vida, señor párroco, la decide el ritmo natural de la naturaleza, el de nuestro cuerpo.
-Amada, serás muy buena en tus artes de sanar, pero tu razón esta atrofiada. Quien si no te ha dado ese don para que puedas curar enfermos. Contéstame por favor y, deja ya de darme la espalda.
Amada se vira, clava sus pupilas lastimadas en la del cura como si lo porfiara. Un duelo donde ella sería la espada ganadora.
-Pues déjeme en paz. Largase de mis tierra. Que si Dios, su Dios omnipotente, esta ahí arriba el sabrá que le he dado un buen entierro. El más idóneo para un hombre como él. Su tierra, esta tierra donde las horas para el no pasaban. No creo que su cadáver por no estar en un cementerio estemos cometiendo pecado.
-Buenos días Amada .Rezaré por ti y por el alma de tu marido que espero que se encuentre en la gloria. Cuando retornes de ese largo viaje por pantanales hasta la realidad ya hablaremos. Amada, piensa, piensa. No desvíes tu camino hacía otros peliagudos que envenenan tu ser.
El cura se fue colérico, aunque no lo dio a reconocer ante Amada. Al llegar al pueblo dio las campanadas de misa: tan fuerte, tan itinerante. Muchos se extrañaron, aparte, de ser una hora inusual, presintiendo que ello no era buen signo. Bastantes acudieron en plan de olisquear el tipo de misa que iba a dar el cura. ¿Qué guardaría su sermón?. Todos expectantes y más cuando el órgano de la iglesia no sonaba, cosa normal en los días de misa. Aquel día el cura no dijo ninguna palabra referente al señor, ni tan siquiera miro el misal, concentro todo su sermón al quebranto de las leyes de la iglesia que estaba originando Amada .




-Queridos amigos. Seguro que os acordareis de esa época penosa, no hace más de cincuenta años, donde el hambre y la sequía nos hostigo. Supongo que ya sabréis cual fue el motivo. ¡Por no seguir los senderos del señor ¡. ¡ Por no hacer las cosas bien ante el misericordioso¡. Ahora, en este tiempo presente, en este humilde pueblo hay una pecadora. Todos me imagino que sabéis de quien se trata. El cuerpo de su difunto marido no esta en el lugar que debe de estar, en ese paraíso de los muertos. El desvarío que sufre esa mujer nos llevará a todo a sufrir unas peligrosas consecuencias. ¿Con que nos castigará el señor ?. Sólo nos queda rezar por él y por Amada.
La gente al oír estas palabras contundentes estallaron en un murmullo. Muchos incrédulos. Muchos seguidores del párroco. Las columnas cilíndricas de la iglesia parecía que también temblaban.
-Feligreses míos, os animo a ir en busca del cuerpo de Gregor. Rastrear todas las tierras de Amada y arrebatárselo para que pueda descansar en paz en el campo de los difuntos.
Entre tanto el cura daba estas tonadas de alerta Amada perdía el recuerdo de su marido mientras hacendaba a sus animales. Pero, después, a medida que el tiempo daba pasos agigantados en su memoria recaía en él. Dejo todo y regreso donde se hallaba enterrado. Se arrodillo en los pies de su tumba con su mirada petrificada al crucifijo que había fabricado. Sus pensamientos entonces comenzaron a vagar en esas leyendas del ayer. Recordó de ese árbol mágico que tanto habían hablado sus antepasados: el árbol del buen amor. Retorno con sus animales para terminar de atenderlos, con todos los mimos pues hacia soles que los había dejado abandonados y, de ahí a su casa.
Amada se aproximo otra vez donde había cavado la fosa de su marido y la beso, la beso como despedida de un viaje en búsqueda a través del monte de ese árbol, si es que existía. El sería la verdadera cruz de la sepultura de su marido. Al principio estaba desorientada, pero sabía que estaba escondido en algunas de las calderas de aquella cumbre.
La guiaba su perro, que bien sabía los proyectos que tenía en su mente y, en su mano derecha, un bastón de superficie tersa al contacto con la palma de su mano. Por los senderos que iban dejando tras sus espaldas, en paralelo, se hallaban una hilera acequias, cuyas aguas pertenecían al más adinerado del pueblo, un ser con apellido ilustre, descendiente de los conquistadores. Traspaso todo un acordonamiento de pedregales, todo un dique de pinares, incluso, escalando por paredones abruptos, rugosos, de piel sobresaliente en ondulaciones. Sintió el abrazo de todo ello aunque su alma se hallaba entre los desórdenes del dolor. Se perdió, fue más allá de la cumbre aunque la noche fuera contagio de oscuridad. Que más le daba. Sólo seguir y seguir: imparable, incansable a esa zona intocable para el resto de los mortales, no más que aquellos que habían amado con veracidad. Cuando menos se lo esperaba descubrió el roque señalado como umbral para la entrada de la caldera. Un roque sonámbulo. Un roque estrangulado en su base y regordete en su zona superior.
Descendió por ese mar de picón y allí en el centro de la caldera hallo una llanura casi circular, con una charca y el árbol que en esas añejas historias le habían descrito. Cautelosamente se acerco a la charca. En ella sobrevivían peces diminutos de diversos colores, dándole un toque especial a las profundidades de esas aguas: algo de paz, de serenidad. Observo su rostro reflejado, admirada de como su piel envejecida y estropeada volvía a rejuvenecerse y, al compás de ello, el rostro de su marido apareció junto al de ella. Sin lograr entender ese extraño fenómeno intento tocarlo, pero, en ese instante, desapareció formando unos círculos en esa agua límpida. ! Será una visión!, se dijo estremecida y turbulenta por no poder alcanzarlo. Se retiro de la charca y se aproximó al árbol que había tras ella. ¡El árbol del amor¡, así lo llamaban porque bajo su sombra los enamorados morían al beber de su savia. Enamorados cuyo amor había sido candado para otros y bien sabían que su savia era el eterno brebaje de su unión más allá de esta tierra.
Era un árbol majestuoso, soberbio, inclinado por el paso del tiempo. Su tronco era irregular, trazado de incisiones. Como si sus arrugas señalasen todos los que habían bebido de él y desaparecido en esa charca a otro mundo, a otras esferas donde la libertad los acogiera en su regazo.

El tono de su corteza era un crepúsculo plateado: áspera, madura, superviviente a la magnitud cualquiera que fuera de algún rugido de la naturaleza, de una bocanada de algún volcán esperando soltar su saliva viscosa en el despertar de los siglos. La frondosidad coronaba su sombrero, con un sigiloso misterio, con una pigmentación de un verdor de todo luz. Daba sombra todo lo que se hallaba bajo sus ramas, como guardián del amor, como escudo de cristal para aquellos que prendían sus versos al ritmo de los cuerpos.
Amada no quitaba lo que se transmitía en su retina de él. Después de estar rato examinándolo, respirando del aroma que soplaba, vio de nuevo la imagen de su marido reflejada en su corteza. Era como una cascada tibia que caía y en ella el brillo de sus ojos, de sus pómulos, de su frente, de sus cejas, de su cabello, de sus carnosos labios descendían reiteradamente como una especie de fotogramas. Aquello era la emanación de su esencia. Lágrimas se arrastraron apesadumbradas y a la vez maravilladas por su tez. Y después, el cuerpo de su marido también se hizo patente, zarandeándose al ritmo de ese regio árbol. Árbol, mecenas de aquella caldera. ¡Como centro¡. ¡Como núcleo donde residía el fastoso candor de la naturaleza¡. Era un argot de la sabiduría, la sabiduría que cobija las entrañas de los corazones y de aquellos que vagan por una cuerda cimbreante: la vida y la muerte .
-Sabes. Los días pasan y el silencio de su voz me neutraliza, me agota. Son como cuevas por donde caminas y no hay antorchas que te enseñen el final. Te pierdes. Te pierdes y no sabes donde recuperar tu fortaleza. ¿¡Como alzar los ojos a la vida ¡? ¡A ese refilón de semillas radiantes del sol en el comienzo de la jornada¡. Sólo se que he de continuar. Por esas ramificaciones de él que llevo dentro de mi. Simple es la vida porque aquellos que amamos se puede evaporar con celeridad. Compleja es también porque aquello nos hace visitar cavernas negras.
El cansancio le sobrevino a Amada. Se tendió en la base del árbol bajo su sombra radiante de placer. Sombra que donaba sus ramas retorcidas con sus hojas tornando a esmeraldas acorde con las estrellas del firmamento. Allá, en el pueblo tras el discurso hipnotizante del cura se desplegó en la búsqueda del cadáver de Gregor. Ascendieron el monte con antorchas. Cada pisada dibujaba en foco de luz deforme. Al llegar a la casa de Amada el primer objetivo era encontrarla a ella, pero, ni rastro de su persona. Su desaparición no hizo estragos en la batuta del cura . Sentía una especie de animadversión por la conducta que ella había tomado y, por lo tanto, era vertical con su ideas. Hizo que todos o casi todos le dieran una encerrona a esa pregunta. ¿Donde estaba en esas horas de luto ?. ¿Como una mujer podía ausentarse y más en el estado que estaba de su casa ?. Buscar ese cuerpo que por bien seguro estaría pudriéndose, corrompiéndose en alguna parte de sus tierras era la única razón prioritaria. Rastrearon cada porción de sus terrenos. Al cabo de unas horas de una intensa búsqueda y con la tensión acorralando a cada uno de ellos el cuerpo fue hallado. Lo desenterraron de su sepultura y en hombros se lo llevaron ya con un hedor insoportable. Sintieron tras de ellos una especie de murmullo en la bajada. Un murmullo que de manera tétrica se incrustaba en las carnes de cada uno de los allí presente.
¿A donde vais maldecidos?
Sois vándalos de la tierra
de la mujer que os da la vida
¿A donde vais hijos desagradecidos
de la fértil llamarada
de la naturaleza ?
La muerte volara
a vuestras espaldas
en que cada instante
del gemido terrible
del dolor de Amada

¡Dejad el cuerpo¡
Dejadlo vagar por ese féretro
laureado por el cosmos
que goce de sus tierras
como musa de sus singladuras
Todos tenían la boca de par en par como si hubiesen entrado antorchas en ellas. El cura que también lo había escuchado sólo hizo un comentario severo.
-No hagáis caso. Son cosas de Amada. ¡Ya sabía yo que también tenía cosas de bruja ¡. ¡Esa mujer ¡. Siempre andando con hierbajos.
-¿Bruja ?- Dijo Paulo receloso, incrédulo con las palabras que había insuflado el cura.-¡Qué dice señor cura¡. No diga disparates. Creo que aun no se ha dado cuenta de que estamos invadiendo sus tierras, este particular camposanto. Esas voces son las espadas de los muertos, los escuderos donde ese alma tendría que descansar eviternamente. Tal vez, deberíamos dejar el cadáver y regresar al pueblo.
- ¡Paulo ¡. Te sublevas ante tú Dios. Este cuerpo ha de estar con esos otros. Como su padre, como su madre, como sus antepasados.
Los hombres que allí se encontraban estaban acurrucadas por la voz colérica del cura, parecían tallos cortados y que ahora perdían toda su entereza. Seguían sus palabras como si caminasen por arenas movedizas. ¿A quien escuchar, a Paulo o al cura ?. Pero la palabra de Dios es todopoderosa ante hombre indefensos, ante hombres alumbrados por la ignorancia, por lo que desterraron de su mente lo dicho por Paulo arrimándose más y más al cura. Siguieron. Paulo se quedo rezagado sumiso en un arrepentimiento por haberlos ayudado, por haber pisado esas tierras sin el conocimiento de su dueña.
Cargaron el cuerpo en un mutismo total hasta el pueblo y ya con la medianoche jugando, laureando de la inmensidad estelas colgantes lo enterraron con los respectivos actos. Todo o casi todo el pueblo estaba presente. Paulo estaba allí también. Distante de todos, desplazados de todos. ¿Donde se hallaba Amada ?. Se habían llevado aquello que más quería. Y de ella nada . ¡Nada!. Paulo era todo abnegación por ella. Ella que con sus rezos, sus hierbas y sus manos habían socorrido a su hijo. El solía visitarla, aparte, era gran amigo de Gregor. Lamentaba esa pérdida, es como si hubieran ahorcado el bosque dejando no más tierra que se erosiona y se empobrece en el paso de los años.


¡Amada y la noche ¡. ¡La noche y Amada ¡. Y de ese letargo bajo la luna blanca, bajo ese extraordinario árbol paso a las contracciones. Rompió aguas. Y al final del esfuerzo, junto a un quejido inquietante nace el hijo que llevaba dentro.
-¡Venga mujer ¡. Ya tienes a ese ser que en estos meses has llevado en tu vientre. Efluente de Gregor. Abrígalo. Dale tu calor- Resonaban así las palabras del árbol del amor.
Se incorporo y con un cuchillo canario que llevaba en su cintura corto el cordón umbilical. Con sus manos sudorosas recogió a ese bebe lleno de sangrasa y amoratado. ¡Qué emoción¡. Fue estupendo acostarlo en su pecho y sentir su diminuto cuerpo.
¡Amada y la noche¡. ¡La noche y Amada¡. ¡Amada, su hija y la noche¡. ¡La noche, Amada y su hija¡. ¡Su hija, la noche, Amada y el árbol del amor¡
-¡Bebe de mí¡- Sintió Amada el canto de ese árbol - ¡Bebe de mí ¡- Una y otra ve se repetía esa cantinela. Pero ella, estaba embelesada con ese minúsculo cuerpo, con sus movimientos. Era niña. Con un poncho que llevaba puesto la arropo. Se levanto. Busco el nido de ese canto que no dejaba de insistir. Descubrió que de la corteza fluía un líquido. Sus labios la besaron y de ella bebió. Poco a poco sus fuerzas y ánimo iban reponiéndose.
Y la noche paso: minuciosa, lenta, prodigiosa. Con una timidez tal que la luna cayo entre nubes. Amada se quedo dormida tras la invisibilidad de ella con su hija recostada en su blando pecho. Cuando ya la noche comenzó a retroceder acompañado de las sonatas de las aves que se posaban en la charca y el árbol ella apaciblemente despertó. Era hora de volver. Se hallaba media entumecida, pero, energética, gigantesca como ola que desea conquistar esa tierra que le han robado. Las tonadas ígneas sobrevolaron por su cuerpo. Le daban una cierta calidez que la consagraba absolutamente a ese nuevo día. ¡Un nuevo día ¡.¡Un nacimiento ¡. ¡Como si se tratase de él ¡, suspiraba y a la vez se elevaba en una canción.
Amor , amor
Itinerante cometa
Que corta sus alas
Con toda la pasión
Del crepúsculo
De tu aliento.
¡Tú recuerdo ¡
¡El recuerdo ¡
¡El recuerdo ¡
Errante de esta tundra
Que ahora me ciñe
En celdas de diamantes
Cuando la magnifica aurora
Es visita
¡A ti y a mi ¡
¡A mi y a ti ¡
Amada tenía un placer lleno todo de armonía y sosiego inexorable. Observó parsimoniosamente todo aquello que le rodeaba. ¡El redoble de esplendor de la naturaleza¡. Ese fornido cono invertido donde su ser se convertía en firmeza con sus azabaches cascadas. Se dio cuenta de que el árbol tenía una obertura. Amada, lentamente se acercó a ella. Al aproximarse lo suficiente se fijo que en el interior yacía una planta; uno de sus hijos. Lo cogió entre sus manos y dijo –Hoy me muestras ese vástago de la savia que emanas. Tus raíces penetran en mi como sustancia vital para mi continuar. Esta grieta entre tus carnes me muestra que me has escuchado. No hace falta que hables. Tu silencio ese significado de muchas cosas. Te lo agradezco. Te lo agradezco en lo más hondo de mi corazón. ¿Por qué hay seres que con el mínimo susurro del alma descifran todo lo que llevamos dentro ¿. ¡Médium de la naturaleza eres ¡. Se entremezcla en ti la gloria y la pasión de los pasos perdidos.
Amada retorno a su casa con una alegría brillante. Para ello, hizo el mismo recorrido que había hecho para ir al encuentro del árbol del buen amor. Al llegar, deja su hija en su cama desecha, va hasta donde su marido esta enterrado. Desea apresuradamente poner esa planta que crecerá y crecerá para dar sombra un fragmento de sus tierras en lugar donde esta la cruz. ¡Mala fue su sorpresa ¡. La tumba de Gregor estaba desastrada. ¿¡ Quien¡?. ¿ Quien había sido el desalmado capaz de profanarla ?. Los dolores del alma de nuevo sobrevinieron. ¡Machacándola¡. ¡Machacándola¡. Infinitas maldiciones estallaron para quien para ella había cometido esa infracción. Corriendo agrietada se fue hacia su casa. Se envolvió en su cama junto a su hija. La miraba dulce y efusivamente mientras le hablaba.
- ¡ El te quería tanto¡. ¡Tanto ¡. ¡Deseaba tanto haberte conocido como arroyuelo entre sus rocas¡. ¡Su pequeño amor!. ¡Su amor pequeño ¡. Oh, que paz me das. Nada más sentirte este mundo de estragos se vuelve como una aurora de rosales de aguamarina. Pidamos, ¡qué regrese su cuerpo ¡ - , sollozaba Amada.

La fosa del pueblo donde estaba Gregor eclosionó. Su espectro fue recorriendo cada una de las casas donde algún miembro había ultrajado sus tierras para llevárselo. ¡Agonizando¡. Agonizando de la tristeza latente de su alma al no estar próxima a la de su amada. ¡Amada ¡. ¡Amada ¡.
-¡ Por qué !. ¡Por qué ¡. Me habéis condenado a vagar en soledad. Este valle que da vueltas y vueltas con su aroma. Vuestros sentimientos parecen censurados, inhibidos a lo que fue mi vida en esta tierra. ¿ Donde esta mi hogar ¿. ¡Mi casa y mi familia ¡. Mi cumbre es Amada. ¡Amada ¡, mi querida Amada.
Y su espectro tras circular puerta por puerta, ventana por ventana se aventuro hasta la casa del cura. Penetro en ella con un aroma de amargura por cada uno de sus recovecos hasta llegar a su habitación. El párroco se hallaba orando. Rezando con sus ojos en los pilares del infinito. Él noto algo, un cierto fresquillo que penetra por su ropa. Se levanto y cerro la ventana continuando con su oración. Pero su tranquilidad en la meditación se ofuscó cuando una voz que sonaba del más allá lo interrumpió.
-¡Tú¡ ¡Tú¡. Culpable eres de que muerte no más que sea dimanar de borrascas. No hallo el descanso tras haber desterrado mi alma de aquel sitio que me daba brío. Parece que reviento, reviento como semilla de piedras pesadas que se acoplarán a mi en este lado del mundo donde solo existe un hielo y fuego implacable. Sólo la tortura es camino. Parece que sólo subo por escaleras incendiadas al intentar albergar en mi ese divino monumento que es la naturaleza. ¡ Llevarme ¡ ¡Llevarme ¡ A esas tierras donde mi espíritu reverdecerá para descansar con el sosiego de las jornadas.
El cura se levanto. La palidez se embistió contra su cuerpo y sus palabras rodaron en una suplica.
- ¡ Oh ¡ ¡ Dios no puede ser ¡. ¡Gregor ¡. ¡Gregor¡. Ha sido sin querer. Pensamos que sería lo mejor. ¡Líbrame de esta visión ¡. Me arrodillo ante ti y te suplico: ¡perdón¡. ¡Perdón¡. Que las rocas del infierno no me lleven. ¡Vuelve¡. Vuelve de donde has salido. Regresa a tu tierra.
Se desvaneció y Gregor dejo de acosarlo. Dejo ese cuerpo frío y sudoroso en el suelo sin importarle de su estado. Volvió a su lugar. Su luz matizada de un azul pacífico y apagado envolvió al ser de Amada y a su hija. Amada sintió como cierto placer de calidez, como cuando se enciende una hoguera que poco a poco iba recorriendo su cuerpo. Su hija hacía minuciosos movimientos. El sol era como si se abriera en su habitación más temprano de lo normal. Como si sólo hubiese amanecido en aquel cuarto. Después de ese éxtasis, de ese estado reposado en la última fragancia de su amado, despertó. El rumor de las aves picoteaban la ventana. Un lenguaje que se iba propagando por aquel paraje hasta llegar al pueblo. ¡El pájaro de la cumbre ¡. Sobrevoló como Gregor de casa en casa con el canto que daba significado a un nuevo nacimiento. Un retoño que daría candela a la monotonía de aquel entorno. Magarzas, entonces, brotaron por los senderos de ese espacio natural.
Pasaban los días del fallecimiento de su marido y del nacimiento de su hija. Magarzas habían vestido el monte como séquito de esas mujeres que irían a visitar a Amada. Amada retomo de nuevo su vida cotidiana: el cuidado de sus ovejas, esas hierbas curativas que se erguían con los cantiles de las jornadas, su huerto particular. Llamo a su hija Iris. No muy bien sabe por que. Pero de bien seguro por esos iris que le traía su marido del mercado de los domingos. ¡Qué bien hermosos eran ¡. Toda una plenitud de amor.
Ya cuando el pinzón azul había dado el aviso a todo los habitantes de aquel lugar, regresó como de costumbre a su escondrijo entre las ramas de los pinares. Amada sentía su plumaje azulón, pero, sin llegar a verlo. Pasadas unas cuantas auroras sintió un murmullo fuera de la casa mientras le daba el pecho a Iris. Dudo. ¡Qué pasará ¡.¿Alguien habrá enfermado ¿. ¿Otra vez los problemas con Gregor o sólo es una visita ¿
Amada fue hasta la puerta y, al abrirla una agradable visita le esperaba. Mujeres; amigas de ella con las que gozaba una estupenda relación. Amada al principio se cortó un poco, incluso, se estremeció al averiguar que se habían acordado de ella. No sabía como saludarlas. Las cenizas de su marido y el agotamiento por el parto de Iris la tenían cadavérica. Todavía su rutina vagaba incesantemente por un submundo de toscas astillas rozando su sensibilidad.
-¿Cómo andas Amada ¿- Saludo Eloísa. Eloísa una mujer alta, de ojos almendrados con un tinte aceitunado –Hemos venido por ese aviso del pájaro de la cumbre. Su cantil dice de un ser nacido en estas alturas. Además, pensamos que tal vez necesitabas un poco de apoyo. Se te ve muy abandonada.
- Si, Amada. Queremos ayudarte un poco. ¡ Ay hija como estás ¡- Salto Susan, una mujer de modos toscos pero con un corazón envidiable. Susan era la partera del pueblo -¿Cómo estás querida mía ¿. Deja que te de un beso.
Los labios de Susan rozaron la frente de Amada. Amada ni se inmuto, estaba como abstraída.
-Venga. Pasad. Disculparme por el aspecto, pero, ya sabéis de ese maliciento homicida que se ha posado en vida. Mirad. Mirad el horizonte y observaréis su cornamenta de humo maldita. El no asimilar la perdida hace mis días arduos. Gracias a que tengo a Iris.
-¡Iris ¡- Grito alborozada Susan -¿¡Se llama así tu hija ¡?. ¡Oh que nombre tan bonito !
Con el rostros de ellas presente más el cariño que impulsaban sus miradas logró sobreponerse y les ofreció pasar bajo su techo. Susan, Eloísa y Sara comprenden la situación, ese suceso que desgarra las entrañas de cualquiera. De reojo unas a otras se miran, enviando un mensaje del estado penoso y andrajoso que se halla Amada. Las tres aúnan sus fuerzas transmitiendo todo el color de un arco iris a renacer en aquella casa y arrasar las agujas abrasantes que se suspenden sobre el pecho de Amada. Se sientan junto al fuego de la mañana que Amada ha encendido.
-Amada.
-Si Eloísa – Contesta Amada agotada
-¿Dónde está Iris ?.
-¡Iris ¡. Duerme ahora como una bella flor de las montañas en el nocturno. Cuando despierte os la traigo.
-¿Esta bien Amada ?.
-Si Susan. Sana y potente como su padre.– Contesta Amada como retraída. Amada mira a Susan. A sacado algo de su bolsa y le pregunta .
-¿Qué hacer Susan? .
-Pues mira Amada. Estoy haciendo un vestidito para tu hija. El color espero que no te importe. No sabía si era niño o niña. Ahora, aquí, espero terminarlo que con el jaleo que se ha armado en estos días no me ha dado tiempo. ¡Mira que el cura ha metido cizaña ¡. ¡Ay mi pobre Amada ¡. ¡Con la gran persona que eres tú ¡- Susan al terminar su explicación sigue con su trabajo, como si no hubiera pasado nada .
-¡Qué mirada Amada ¡- Comenta Sara acercándose a ella y pasando sus dedos por su barbilla – Tus ojeras son pesadas. No más que veo las ruinas que se atan a ti con una estelas de penurias atisbando por cada uno de tus rincones. El desierto es imagen en ti. Se que el señor párroco ha sido muy bestia. No se. No se lo que le pasa. Con lo que el te apreciaba. No tuvo que comportarse de esa manera y más con lo que tu estabas soportando en esos momentos.
-Si Sara. Pero ya no importa. Será cuestión de la condición de ser humano. Disculparme. Voy un momento a ver si Iris ha despertado.
Amada con su figura árida sale del salón y se pierde por el pasillo hasta la habitación donde está Iris. Las mujeres se quedan cuchicheando. Amada trae a Iris. Eloísa, Sara y Susan se levantan con un salto de alegría. Se acercan a Amada. Eloísa la coge en sus brazos. Amada no deja de mirar a Iris, la ternura que le despliega la deja embelesada en lo más hondo de sus pensamientos.
-¡Oh ,que cosa más mona Amada¡.
-Amada. Amada– Con un grito de alegría abraza Sara a Amada – Es bien hermosa. Se parece a ti. ¡Qué ojillos ¡. ¡Qué lastima me da no haber participado en su venida al mundo. Yo que en estos 50 años todos los niños del lugar han brotado a la luz de la vida entre mis manos.
-Amada– Susan se introduce despacio en las profundidades de Amada– Estas muy callada. No dices nada. No comentas nadas. No sonríes ante esta maravilla que te dio la vida. ¡Es él¡.
- No lo pronuncies Susan – Dice amada en tono mugriento
- Amada– Sigue Susan –El sobrevuela tu aliento. No te lastimes más. El te observa. Te mira desde ese lejano e infinito cosmos. De ti bien seguro que no se ha olvidado. Los grandes amores no alcanza la desmemoria. No llores más. Ahora tienes a este lindo bebe. Tus fuerzas y felicidad deben reconstruirse para erguir a este ser por la vida.
-Mira como te mira. Parece que tiene carácter chicas–Comenta Eloísa.
Sara y Susan a las palabras de Eloísa asientan con la cabeza. Amada recoge otra vez a Iris entre sus brazos y se la lleva a la habitación. Eloísa, Sara y Susan esperan, mientras, buscan un medio es como activar la alegría de Amada.
Amada regresa, su caminar es como si tuviera plomadas en sus piernas. Susan le enseña el vestido de Iris a Amada. -Mira Amada, que cosa más mona para tu chiquitina. Estoy ilusionada con vérselo puesto . Hoy seguro que lo acabaré.
Amada lo palpa, sus mirada se transforman en un monumento de ensueños. ¡Su hija !. ¡Su hija y ella ¡
-Amada– Llama Eloísa con una voz rumiando la tranquilidad.
-Si Eloísa.
-Seguro que no has comido nada en estos días. Hemos traído algo de verduras. ¿Me ayudas a preparar la comida?.
-Si Eloísa. Sabes que ahora no tengo a quien alimentar. Iris sólo se alimenta de mi pecho.
-¡Pero Amada ¡. Para dar vida a Iris tu también te tienes que alimentar. Si no comes, ¿qué serán de tus fuerzas ¿. Llegará un día en que no puedas con ella y sólo se quedará en un llanto tórrido.
-Si Eloísa.
-¡Venga¡. ¡Venga¡. Vamos a la cocina mientras estas dos se lían con sus hilos y agujas.
-Si iros– Afirma Sara –Pero no os olvidéis de nosotras. Primero preparar el café. Un buen café levanta el ánimo hasta los difuntos. Ay, perdón. Creo que he cometido un error. Quise decir que él café reconstruye sobre esas heridas un elocuente estado de ánimo positivo.
-¡Como hablas Sara¡- Añade Susan.
-Si hija. Últimamente leo mucho.
Se tomaron el café con el matiz de una conversación que giraba sobre el párroco.
-Ahora Amada, ni se te ocurra ir por el pueblo– dijo preocupada Eloísa.
-Si ya lo se Eloísa. Supongo que me tendrá como una bruja. ¡Ahí este hombre estancado en el tiempo¡.
-¡Una bruja sólo¡. Después de la otra noche no se que le pasa. Me refiero cuando tu difunto esposo desapareció de la tumba. Dicen las que se pasan el día sirviéndole que se pasa el día encerrado en la iglesia. Que no quiere ver la luz del día ni comer. Lo cierto y lo extraño es que a cada hora da las campanadas para que acudamos a misa. ¿Os imagináis cada hora oyendo sus becerridos ¿- Explico Susan.
-Ese hombre no sabe de los misterios de la vida. Por ello anda así, como un loco. No debería estar tan encerrado en sus leyes. No creéis– Siguió Susan.
-Si– Afirmaron Sara y Eloísa al unísono.

La conversación que se labraba traía como indiferente a Amada. De ella no brotaba ninguna pena, es como si el daño por esa marginación fuera no más que opaco.
-Bueno– Continuo Amada –A mi me da igual no poder ir al pueblo. Aquí tengo a Iris y a mis animales. Puedo sobrevivir sin la necesidad de lo que se erige ahí debajo. ES cierto que echaré de menos muchas personas, pero, ellos saben donde vivo.
-¡Oh Amada ¡- Salta Sara con compasión -¿y los días de mercado?.
No importa. Prefiero estar aislada a que me miren y huelan como una cosa extraña.
Todas bajaron la cabeza sin saber por donde erguir sus miradas. Se sentían mustias por que ellas también era parte de ese pueblo por donde Amada no podría cruzar ante las miradas soberbias y despiadadas infundadas por el cura. El último sorbo de café se lo tomaron en silencio. Un silencio que da paso al malestar de cada una de las allí presente.
Eloísa y Amada se llevan las tazas tras haber acabado a la cocina. Sara y Susan se quedan elaborando el vestido de Iris.
¡Esos viejos momentos¡. Ello intentaba recobrar Eloísa a Amada entretanto cortaban la verdura. Examinaba despacio sus ojos, esos ojos que lagrimaban con la excusa de estar cortando cebollas. ¿Como hacerla desatender la oscuridad y ese tórrido pasillo que estaba Amada atravesando?. Los pensamientos de Eloísa se callaron. Concluyo en que todo era cuestión de tiempo, un paso del tiempo lento y pausado .

Tras la comida fueron a dar un paseo por el rodar y rodar de un cielo donde su celeste era esbelto. El mediodía peregrinaba en un gran esplendor con esos cernícalos haciendo el andar agradable junto a un sol vigilante, un viento mustio y nubes aisladas. Todo un brío a la vida y la libertad. Amada se sentía agraciada al estar acunada por esos lazos de la amistad, pero, aun así existía un puente pétreo que la conjugaba con la desidia. ¡La desidia ¡. Cuando el firmamento fue escena de un vuelo nítido anaranjado como anuncio del anochecer ellas se marcharon.
Amada ante aquella ida se dejo caer en el sepulcro de su marido. Ya el árbol del amor daba un poco de sombra, había crecido con celeridad. Deposito un ramo de flores silvestres sobre su tumba. Flores que habían recolectado sus amigas regalándoselas a ella.
-Espléndidas almas son ellas. Me siento avergonzada marido mío. Es ese dolor que no me permite llamar a la sonrisa. Tal vez mañana volveré a ser como ese capirote y el amanecer de las flores. Hoy, mi destino, esta muy apagado y confuso. En estos momento me da igual lo que de mi piensen. Acaso, ¿la opinión superficial de los demás genera conflictos en el recóndito rincón donde guardo mis sentimientos ?.
Amada cayo en un semi-letargo. Un letargo desviado cuando en el paso de las horas un zumbido atesorando un canto la invadió.
Decid buena pastora
Prodigiosas manos
De este lado del mundo
¿Por qué no hay más
que lunas negras
en vuestro descanso ?
Decid buena esposa
¿ Por qué agasajáis
vuestro cuerpo ?
¡Amada ¡
¡Amada ¡
Se corriente del mañana
Se olvido del ayer
Que vuestro enamorado
Bien orgulloso
Y buen vigilante
Es de usted
Pasaron los días, pasaron las semanas, pasaron las lunas y los soles donde Amada llevaba una vida ermitaña. Una vida que se ramificaba en una honda soledad con sólo la compañía de un sueño hecho realidad: Iris. Todas las jornadas llevaban el mismo acento en la monotonía. Sólo dejaba a Iris sola durante largas horas cuando soltaba a sus ovejas por el monte. Libertino era centinela de la pequeña en ese tiempo que Amada estaba ocupada en sus quehaceres para la supervivencia.
Los meses se hacían duros y denso. Cada vez que llegaba a su casa sin perdida de tiempo se escurría junto a su hija para cerciorarse de que estaba bien. ¡La miraba ¡. ¡La acariciaba ¡. Miraba y acariciaba su fornido crecimiento en su regazo. Iris se asemejaba para ella a un blando arrecife de multicolor donde ella buceaba con toda plenitud. Deseaba que ya tuviera edad suficiente para llevársela con ella, en sus espaldas o dejarla en un lugar seguro bajo su mirada mientras ella realiza sus faenas. Así transcurrieron muchos años en ese estado de insonoridad con otros seres humanos junto a su hija. Ello Amada no le chocaba, pero si el que su hija se viera impregnada también de ese aislamiento. ¿Qué sería de Iris si a ella le ocurría alguna desgracia ¿. Ella quería que se criara con las gentes del pueblo, que gozará con otros niños y niñas de su edad, que aprendiera el maravilloso mundo de las letras y los números. ¡ Qué retraía se quedaba Amada cuando veía un libro y sólo podía tocarlo, olerlo y pasar sus páginas sin saber lo que se narraba ¡. ¿Cuantas historias se había perdido en su vida aunque sólo fueran meras fantasías ¿. Sólo sabía de memoria de esos poemas que su marido recitaba de palabra heredados de sus antepasados y también de algún que otro fragmento o frase de las cartas que le escribía. Si, como aquel recordaba cuando despertaba al llegar su marido :
Extraordinaria campesina
Mágica esposa del monte
Aquí estoy
Aquí estoy
Como tu eterno amado.
Sólo sabía de esas historias añejas, la mayoría fruto de las fantasías que se engendraba en el paso de boca a boca de las gentes ancianas del pueblo. Si Iris iba a la escuela ella también aprendería. Aunque fuera muy poquito, lo suficiente, para leer aquellas cartas de amor que le escribía su esposo antes de casarse. Amada al pensarlo se ruborizaba. ¡Aquellos tiempos¡. Aquellos tiempos cuando se reunía en la plaza del pueblo para que una de sus amigas le descifrará lo que había impregnado en aquellas cartas, desertando de todos aquellos quehaceres que debía hacer.
Amada esperó un día de esos, en donde la aurora fuera inmaculada, una aurora que en su tonalidad predecía la caída
de aguas fuertes con el avance de la mañana. Se puso a Iris a su espaldas. Toda de negro con una ropa confeccionada por ella misma bajo al pueblo.
Ella ya sabía donde se hallaba la escuela. Le venían recuerdos de su infancia. Era un centro que había pasado de generación a generación; primero los bisabuelos, de los bisabuelos a los abuelos, de los abuelos a los nietos, y así sucesivamente en curso de los años. Amada ahora, mientras media su paso con cuidado en la efervescencia verde-oscura del monte y escuchaba el trino salvaje de aves invisibles, se preguntaba porque no había ido aprender como los demás. No como todos, sólo algunos que le ofrecieron esa oportunidad. Asimismo entendía la mentalidad, lo rezagado y lo aislado que se hallaba su pueblo. Ella, como mujer, tenía que ayudar a las faenas, cualquiera que fuera. Más por su condición de mujer. Nítidas reminiscencia le llegaba cuando de niña seguía las manos de su madre cuando fabricaba cacerolas de barro para luego intercambiarla por un útil necesario, o cuando acompañaba a su padre en las tareas agrarias. En aquel entonces no envidiaba de aquellos que iban a la escuela. Adoraba estar con sus padres, auxiliarlos en su labor cotidiana.
Al llegar al pueblo era tan temprano que aun las calles andaban encerradas en un silencio. Era extraño ver alguna silueta de algún lugareño andar por ellas. Algunos estarían aun durmiendo y otros en sus cultivos. Aún así, alguno que otro pasaba a ras de Amada. Al verla tan tupida de oscuro, con ese pañuelo en su cabeza y su sombrero de palma tapando su mirada rehuían de ella. Ello la hacía sentirse bien, no tenía que dar explicaciones a nadie. Sabía que el cura era lengua de ortigas sobre ella.
Se poso ante la escuela y toco en su puerta. Bajo el umbral de esta apareció una mujer de mediana edad, de ojos ágiles que escondían el equilibro de su ser. Un ser anudado a la lentitud, a las pinceladas eruditas, al sosiego y la paciencia. Su rostro tomo un brillo especial al encontrarse con Amada . Su alegría giro por su mirada, por el tacto tan tierno y suave con que saludo a Amada.
-Hola Amada.
-Hola maestra.
-¿Qué te trae por aquí?.
-Quisiera apuntar a mi hija en el colegio.
-Si Amada. Ya observo que la traes detrás de ti. Aún es muy pequeña.
-Entiendo. Usted sabe donde vivo y como vivo. A mi me podría pasar algo y Iris.
-Te comprendo. No hace falta que me expliques más. Cuando Iris tenga los años suficientes me la traes. Creo que ya sabes que cuando el inverno es cruel ella se puede quedar a dormir aquí, inclusive, entre semana durante la duración del curso por lo lejano que tu vives. Tengo algunas habitaciones habilitadas para ello, para aquellos estudiantes que con dificultades no pudieran acudir a clase diariamente. Si a ti te pasara algo, que no creo que a una mujer como tú le ocurriese una desgracia, yo ya me encargaría de llevarla a un internado para su formación.
-Eso es lo que yo quería saber. Así en el futuro no se verá bajo una atmósfera desorientada.
-Anímate Amada. Tu, mujer fuerte y segura de ti misma ¿qué te puede pasar?. Esta bien. Esta bien que hallas venido. A veces cuando me pongo a pensar caía en ti y me decía: ¿cómo estará Amada ¿. Ya te habrán dicho que el cura se ha puesto guerrero. Yo opino que su fe es casi demencial. Debería tragarse el badajo. ¿Quieres pasar y tomar un café?. Aún los niños no han venido.
-Gracias por la invitación señora maestra pero me vuelvo a casa. Allá arriba hay siempre trabajo.
-Comprendo Amada.
Se despidieron. Amada evoluciono hacía esa zona que residía. Al regresar sentía como las nubes iban sombreando el camino. La oscuridad y la humedad a veces era palpitante y más cuando atravesó ese reducto sin igual de la Laurisilva. Aquello la sorprendía. Esa bondad, ese flujo de frescor de la naturaleza. Iris ni se movía, seguro que el ser tangible a la calidez de su madre la sostenía en un profundo y grato sueño. La niebla no era aún barrera imponente en ese día y ya podía olisquear ante sus ojos la desnudez del Monteverde con el risueño de los pinares. Otra vez pudo beber del cielo cuando los pinares se entremezclaban con su silueta. Un cielo implacable, con un gris turbio desvistiendo la mañana de esplendor. La oda de las aves rezumaba en todos sus movimientos, se notaban desinquietas a igual que los insectos. Ello, le daba a pensar que eminentemente esa cúpula plomiza iba a escupir las lágrimas que había respirado de la tierra. Amada cogió más destreza, no quería que su pequeña se mojara. Al llegar a sus parcelas se volcó en el árbol del amor. Iris ya se encontraba despierta por lo que la puso en el suelo. Iris, con tres años edad parecía una canoa andante. Amada la supervisaba mientras le hablaba a ese árbol, mientras se inspiraba en el encuentro de su marido en sus recuerdos. ¡Aquella atmósfera ¡. La revitalizaba en un vuelo bajo el son de la fragancia de ese árbol junto a su amado. Muchas veces la había sanado de enfermedades, de un estado precario de su salud, por ello, ante el se sentía agradecida. Agradecida de darle vigor a ella y a Iris en esa soledad. Extendió sus manos al firmamento, en dirección al astro rey y, como si se tratara de un ritual, le declaró un canto:
Arcaica savia
Que surcas
Por las profundidades de esta tierra;
Allá,
Allá donde mi esposo
Reposa con pinceladas del arco iris
Tú sanas mi luto
Con la rítmica belleza
De mi Iris
Dejarla corretear
Tras de mi
¡Tú¡
En fraternidad con los roques
Que pueblan esta maravilla
Con la llamada de las curas
En la sabiduría que guardas
Bajo tu ancestral corteza
¡Cuida de él¡
¡Cuida de èl¡
Que por tus raíces
Es eterno letargo.
Tras esos años de frontera inhabilitada para el pulso del aroma de los lugareños por las recomendaciones destartaladas del párroco, cuando su pequeña Iris no había salido aún de su corta y tierna edad, cuando su ensueño era candela de su marido invadiéndola en una nostalgia sin fin, desde el pueblo, con la nitidez y premura del día, día donde el sol rechistaba una y otra vez con sus pistilos tibios, las campanas de la iglesia empezó a tañer. Su presura y progresión era a un ritmo anormal, marcado por el paso de las horas. Su atronar resonó por todo aquel paraje llegando hasta los oídos de Amada. Esas campanadas daban señas de una enfermedad. Una enfermedad que traía a los lugareños en el pesimismo. Amada las escuchaba, sin dejar de realizar sus faenas para entender su lenguaje, el mensaje que llevaba inscrito en ellas. Un mensaje tórrido, tormentoso y alarmante. Aviso de un temor, aviso de seres angustiados por el acecho de una desgracia que se estaba libando en ellos. Alguien, como su marido, se iba bajo tierra. Ya, sin remedio, un ser se estacionaria en la primavera; ¡donde crece la vida también se halla la muerte!. Sus horas eran contadas, era una confabulación oriunda de la tumba.
Amada se sentía impotente. Bien sabía que en el pueblo la estimaban, sólo, por el miedo infundado por el párroco huían de ella. Esa superstición que por los siglos de los siglos había agolpado a los humanos a veces en errores.
-¡Qué hacer¡. ¡Qué hacer¡- Un toque de extraño abatimiento se le abalanzaba. Una balada de zombis arrastraba sus manos a la lasitud. ¡Sus frágiles manos ¡. ¡Sus dóciles manos ¡. Manos incomprendidas para ser escudo del halito infausto de la borrasca que se avecinaba, manos donde la jocosa y el roer de la soledad las hacía intangible para dar un grito a la esperanza.
A cada campanada la imagen del moribundo penetraba en su mente. Respiraba sólo de él a través de la brisa sepulcral y plomiza de esa mañana.
-¡Puedo mirar¡. ¡Puedo mirar y ver sobre esa persona una vitalidad consumida¡¡Un errar en el asfixiante delirio¡. Su inmovilización en esa caverna patética lo lleva por peñascos descomunales y punzantes desgarrando su vientre. Cae por el peso que le engendra en un ambiente pantanoso sin oportunidad a la vida.
Amada calla. Sus manos se van apagando, no sentía fuerzas, no podía continuar con sus faenas. Hizo comienzo de una espera, una espera en que las horas se transportaba por una acequia de astilla, una espera en que los minutos emigraban bajo un campo de balas, una espera en que los segundos era nido de tarántulas. Dejar pasar las horas para así cerciorase de la gravedad del caso, si aun había un remedio. ¡El remedio de sus manos ¡.
Llego la mañana siguiente, una mañana donde las aves aunque estaban en plena época primaveral no recitaban algún poema ante lo paralizante de su aroma. Otra vez las campanas eran bramar de lo que se estaba viviendo en el pueblo. ¡Un latido más hondo¡. ¡Un latido más angustioso¡. ¡Un latido vertiginoso ¡.¡El abismo¡. Una vida extinguiéndose y, Amada retorciéndose en sus adentros y, Amada lamentándose en su duda y, Amada rotando en su melancolía.
-Hace tanto tiempo que no voy al pueblo para sanar alguna enfermedad. ¿Por qué?. ¿Por qué censurar mi presencia?. Las campanas ya anuncian la muerte que viene. ¡Qué pena ¡. ¡Tengo que actuar aunque mis remedios no sirvan para nada¡. ¡Una esperanza ¡. ¡Un bullir de vida entre las cruces que se avecinan¡. ¿Como hacer acto de presencia en un lugar donde las gentes me ignoran, donde la mala lengua a escupido sobre mi, donde mi arte ha sido pisoteado?. Pero, sin duda, siento las llamadas de las campanas. No puedo permanecer insensible a este suceso trágico. Esa mancha negra ha de desaparecer. ¡Necesito valor ¡. Necesito valor antes esas miradas que me tropezaré y cuyo significado vuela sus pensamientos mugrientos sobre mi.
Amada fue espera a que el cosmos diera brío a sus bengalas. Ese nocturno donde los rostros parecen difuminados. Ese nocturno donde las miradas se vuelven desconfiadas. Ella con la claridad no podía descubrirse entre los del pueblo, no quería sentir el boca a boca tras su espalda.
Rezaba. ¡Si¡. Aplicaba una oración para que el paso del tiempo fuera paciente y no agravará más a ese inocente. Entretanto , se recogía en su hija. Miraba a su hija con un cariño profundo. Aguardo a que se durmiera así ella desprenderse de esa hibernación obligada. Iris cayo en un hondo letargo, serenos sueños la invadían, así se reflejaba en su inmaculado rostro. Amada aprovecho entonces para salir de su casa. Se dirigió hasta la sepultura de su marido, bien escudada por el árbol del amor. Sacó una pequeña lesna de su bolsillo y con permiso de ese gran caballero de la naturaleza lo penetró en su corteza. Aquel árbol no parecía inmutarse. Seguía rígido y dócil, como siempre. Del pequeño orificio emanó un líquido virgen. Amada lo recogió en una pequeña bota y lo puso en su cintura con toda la certeza de su magia , de su prolija sabiduría traspasada a ella para cualquiera de los males.
Agradecida
De ser raíces de tu savia,
Cerradura de la decadencia
En una aurora de verdes sueños.
Tu respiración y la mía
Caminan por una misma vaguada
Donde el don de la vida
Es naciente en esa criatura
Donde el ocaso aun
No tiene cabida.
Amada tras exhalar esos versos como ritual de un sumo agradecimiento a ese majestuoso árbol retorno a su casa, no sin antes besar la tumba de su esposo. Fue junto a Iris, ella seguía durmiendo, como si las placenteras alas de una nebulosa la protegiera sobre dunas de seda.

-Duerme. Duerme hija mía que yo volveré con la primera serenata de las aves que pueblan este monte. Aquí, junto a ti, estará Libertino. El será vigía de tus apacibles sueños.
Amada la tapo suavemente con una trapera por ella misma confeccionada dejando resbalar sus labios sobre sus mejillas. La noche ya tejía su red de gemas en el cielo. Antes de partir observo a Iris, seguía en ese mundo del sueño. Las campanas cada vez hervían más y más. Amada partió, la luna era antorcha aclarando más los pasos de Amada por aquella cumbre, pero, aunque no tuviera lumbre de esa dama de la noche ella ya sabía muy bien el camino que debía tomar por ya estar esa tierra tatuada en sus piernas; no necesitaba ver cada piedra, cada situación de los árboles porque ellos formaban parte de ella. Su paso era apresurado como el paso de alguna aguililla de regreso a su nido bajo la balada de la plateada. Traspaso los pinares con su alfombra blanda de pinocha, dejo a tras el Monteverde agradecida del frescor que insuflaba sobre su sudoroso rostro. Llego al pueblo, sibilina se adentro, todas las farolas estaban apagadas, muy intenso tenía que ser el dolor. Sólo las campanas eran tronar con virulencia: fulminantes, crueles. Amada no se permitía escucharlas, no quería que aquella alma se desposeyera de las alas de la vida sin ella haber intentado su salvación. Como helada por lo desértico que andaba el pueblo se erigió a la iglesia; tenia que averiguar donde se hallaba el enfermo. Penetró en ella sin percatarse si allí había alguien. Llego hasta al campanario encontrándose al cura sin tregua y con los ojos desorbitados y horrorizados. Parecía que él y la cuerda eran uno solo; reos ambos del temor. Amada le grito ante lo eclipsado de sus sentidos, ante el estado febril de sus movimientos. Él, no hacía caso.
-Señor cura. ¡Señor cura ¡. Paré de una vez y escúcheme. ¿Dónde se encuentra ese crío?.
Nada. El cura no escuchaba, como si la voz de Amada lo alocara más y más. Seguía desmesuradamente ese ritmo frenético, indomable para cualquier palabra. Entonces, Amada desesperada e irritada, se alabanzo sobre él para detenerlo. Él la empujo, cayendo Amada hacía atrás, pero, de nuevo se incorporó intentándole arrebatar la cuerda de la campana. Al fin, el cedió. Dio un paso atrás y miro Amada como si se tratase de un mal espíritu.
-¡Tú¡. Tú, hija del demonio .¿ Qué haces aquí?. Fuera de mi vista que traes mala suerte. Déjame continuar con mi labor. -¿Qué está diciendo usted?. En primer lugar usted debería estar con el enfermo no dando campanadas para perturbar más y más el ambiente. Sus lecturas le han hecho caer en un caos, un caos que le lleva al desvarío. Se confunde usted. ¡Dígame donde se halla el enfermo ¡.¿Qué hogar puedo visitar?.
-¿¡Decírtelo a ti¡?. A ti, que juegas y hablas por esferas oscuras. ¡Jamás¡. No tiene salvación. Sólo el reino de los cielos vela por él.
-Déjese de tonterías y creencias absurdas. En estos momentos estamos sobre la tierra y respiramos de ella. Deje que yo intente darle una nueva oportunidad a ese inocente.
-No Amada. Su alma debe de seguir su curso natural, no infligirla con artes de brujería. Debe descansar en paz. Así lo prima la iglesia.
-¡Jamás he oído semejante estupidez ¡. Usted es un egoísta. Condena a muerte a una persona por sus radicales creencias.
-¡Márchate¡. Márchate de aquí. En este pueblo no te quieren y si has traído a tu espaldas el espíritu de tú marido más vale que desaparezcas porque haré lo posible por encerrarte. -Señor cura, usted esta loco. Usted delira.
En ese momento entra un aldeano topándose con un alud de palabras violentas entre Amada y el párroco. El hombre, corrompido por un sudor frío no atiende a ello, sólo, dice sollozando:
-¡Señor cura¡. ¡Señor cura ¡. El pulso del niño se difumina
El cura coge de nuevo la soga. La presencia de Amada lo ha alterado más y más, todavía recuerda esa noche en la que su difunto esposo lo visito y su desaparición del cementerio. Ya no luce color en su rostro, su mirada se halla a la deriva como especie de una alucinación. Amada lo deja y avanza hasta ese pequeño hombre.
-Dime. Dime, ¿donde esta la criatura?.
-No le respondas o te condenaré en el infierno- grita el cura.
El hombre sumiso en la duda mira a uno y a otro.
-Dime buen Casimiro. ¿Dónde se encuentra ? Hay que intentar salvarlo. Tu me conoces. Que en tu razón se construya la base de lo que es correcto y lo lógico.
Casimiro teme las palabras del cura pero Amada lo convence más, comprende que el cura no actúa de una forma normal.
-El hijo. El hijo…- tartamudea Casimiro ante la tensión – ..El hijo de Paulo se muere. Ya no hay remedio. Es su hora final, una hora que lo hará inmortal por las serranías celestes. Allá, donde el paraíso aguarda a las almas inocentes.
Amada tras conocer el lugar donde se encuentra el enfermo desaparece como el viento en dirección a su casa. El cura ennegrecido de ira arremete sus palabras contra Casimiro.
-¡Maldito¡. ¡Maldito seas ¡. ¿Cómo has podido…
Casimiro sin dejar de terminar sus insultos a igual que Amada desaparece. Va tras ella. Al llegar a la casa se encuentra con un enjambre de personas. Todas remolidas ante la puerta de la vivienda, con una parálisis de espanto que reflejaba la proyección del futuro del enfermo, sólo, con el silencio de ellos se notaba la gama de grises que zumbaba en ese hogar. Amada, de ellos, absorbió las ventoleras de angustia pero sin caer presa en ella, no dejaba acobardarse. Paso entre ellos sin mirarlos. La gente le daba paso como última gota a la esperanza. Al encontrarse la puerta abierta entro. Enseguida fue al encuentro de la habitación donde se hallaba el niño. Recordaba aquella casa, ya había estado allí hace unos años cuando el nació; tuvo que atender a su madre después de un sufrido parto. Según su memoria las habitaciones estaban en la segunda planta, donde se hallaba ella ahora se encontraba la cocina, el baño y un salón rodeando un patio donde sus flores habían perdido todo el esplendor, de ellas Amada sentía un llanto agónico. Amada tomo dirección hacía la escalera. En ella se topo con uno de los familiares del niño. Una mujer alta y delgada, de aspecto juvenil pero demacrada ante el suceso. La mujer que era tía del niño, la conoció al instante.
-Amada..- Le dijo con pesadumbre-No hay remedio.
Esas fueron sus únicas palabras, palabras que en lo más recóndito de sus significado detonaban estar herida y desfallecida. Amada siguió su camino, subió por la escalera de madera. El crujir de ella le molestaba, no quería dar luces de su presencia. En la planta que se encontraba ahora sólo había dos habitaciones. Amada pronto averiguó ante el largo pasillo que formaba un cuadrado donde estaba la criatura. Su padre estaba apoyado en el bastidor, sus espaldas sobresalían de la habitación. Amada, apocada y cohibida se dirigió hacía allí. Se puso detrás de Paulo. Paulo ocupaba todo el umbral de la puerta impidiéndole pasar. Paulo al sentir alguien tras él se giró. Sus llamaradas estaban a punto de romper en un mar de lágrimas. No se atrevió mirar directamente a los ojos de Amada, ella le hubiera dado apoyo. Se apartó para así ella pasase a la habitación. Junto a la cama estaba la madre sentada en una silla. En ella soplaba unos sentimientos rajados, la titánica agresividad de la impotencia sobrevolaba sobre sus huesudas manos agarradas a las de su hijo. De ella se desprendía una oración que se diseminaba como un murmullo en todo el cuarto. Su estado de anonadamiento era tal que era imposible de sentir cualquier evento en ese ambiente cargado de logrobes esperanzas. Amada se aproximo al enfermo. Observo detenidamente al niño. Estaba muy pálido, de un tono amarillento-verdoso, empapado en sudor y con los labios agrietados. La sepultura era como si le cayera encima. Amada rastreaba repetidamente su rostro, palpo ciertas partes de su cuerpo. En su memoria no se reflejaba ninguna enfermedad similar. Sentía el pánico corretear por sus piernas, pero mantuvo su templanza. Descolgó la bota de su cintura y puso su orificio entre los labios del niño. Confiaba plenamente en ese brebaje. Paulo la miraba. La miraba para darle todas sus fuerzas, tal vez, con la unión de sus energías pudiera auxiliarlo. Después de darle de beber fue desnudándolo. A medida que Amada lo desvestía observaba que en su cuerpo enflaquecido estaba lleno de unas especies de llagas. Eso, ella, nunca lo había visto. Siguió adelante; le roció con un paño de ese líquido por todo su cuerpo, como si estuviera lavándolo. Del niño no existía ni el más mínimo movimiento, sólo, un latido débil. Amada sólo percibió como un halo de luz del espíritu de su marido se posaba sobre él. Ello la impulsa a darle un suave masaje por aquellos lugares donde el haz indicaba sus puntos débiles. Amada notaba como un frío inmenso se desprendía de ese frágil cuerpo y se introducía en ella. Se hallaba agotada. Después de que ella hubiera finalizado, poco a poco, el espíritu de Gregor se fue como evaporando, desapareció sin dejar señas. Amada miro alrededor por si alguien se había dado cuenta de ello y, en ese momento, el cura irrumpió en la habitación. Gracias a que se ha ido, se dijo Amada cuando tropezó con la ira de sus ojos.
-¡Como podéis dejar a esta mujer tocar al niño¡- dijo enfurecido a Paulo. Paulo ni lo miraba, sabía que su estado era anormal, estaba totalmente ausente de la realidad .
-Déjeme pasar, por favor– dijo Amada con severidad. El párroco se giro y en silencio se quedo mirando a Amada como si fuera una extrañeza maldita. Paulo al notar la situación lanzó unas palabras firmes.
-Señor cura, por favor, deje pasar a Amada. Deje que se vaya y después de ello lárguese usted. En esta casa no queremos gente que agrave más el ambiente.
El cura ante las palabras dichas por Paulo se quedo como sobresaltado. No lograba entender como él le podía hablar en ese tono.
-Pero Paulo. ¿Cómo puedes…?- entono el cura entrecortado.
-Usted no se da cuenta, esta perdiendo sus facultades de firmeza y coherencia con la realidad. Estas como sumido a un trance que le bloquea la razón.
-¿¡ Yo¡?.
-Si, usted. ¿No cree que mi hijo esta suficientemente mal para que usted venga con su envenenado comportamiento?-dijo Paulo irritado.
El párroco se quedo como pensativo. En su interior nadaba con sus contradicciones; una laguna plomiza y tupida lo atrincheraba. Se arrodillo insuflando una oración a ras del murmullo. Amada paso al lado de él con total indiferencia y se paró ante Paulo.
-Mañana volveré. Cuida de tu mujer. Seguro que se recuperara. Yo pongo todas las esperanzas de que por seguro que sobrevivirá, nuestro optimismo ha de avanzar aun en los peores momentos.
-Se consume Amada– dijo Paulo amargo.
-No Paulo. La oscuridad parece acorralarlo, pero él es fuerte. Ten fe, el ser negativo nos destruye y no tan sólo a nosotros mismos sino también quien duerme a nuestro lado.
-¿Vendrás mañana ?.
-Si. Mañana volveré.
Paulo se aproximo a su hijo y lo beso en la frente. Amada al encontrarse con esa escena tan tiernas le surgió un hilillo de lágrimas, ahogo su llanto y se fue.
Afuera seguía el barullo de personas, todas silenciosas. Nadie le pregunto nada, le causaban respeto la situación. El mediodía ya tomaba carrera y las campanadas permanecían calladas. Ahora, Amada, tenía que llegar lo antes posible a su casa. ¿Cómo estaría Iris con tantas horas de soledad?, se preguntaba. No se detuvo a descansar como a veces hacía cuando iba con su rebaño, su cavilar rebosaba rotundamente de su hija, capturando su aroma a medida que se acercaba a su casa.
Ahí estaba, seguía durmiendo. ¿Qué prolijo sueño cautivará su subconsciente?, se decía Amada para su adentros al ver su rostro tan sereno y rico en felicidad . Libertino se hallaba a su lado, meneando la cola al sentir a Amada. Se acerco a ella y la olisqueo, como tratando de averiguar donde había estado. Le propino unos cuantos lengüetazos a lo que Amada sonrió. Se aproximo a su hija y acaricio su suave cabello. Sintió su respiración pausada y tranquila dándole cierta cosa despertarla, pero, al final le habló:
-Que bien te comportas. Te veo radiante en este arte de vivir y mi ausencia. Perdona por mi tardanza, ahora estoy junto a ti, para lo que tu quieras como ferviente protectora de tus sueños. Creo, hija mía, que lo primero que hemos de hacer es comer, sobre todo tu después de tantas horas. Vamos, vamos con mama- Amada cogió a su hija entre sus brazos y se fue a la cocina.
La caída del día fue paso, el ritmo de la vida de Amada era igual que otros días: su rebaño, su huerto, su hija. El campanario parecía dormir, porque se interrogaba Amada llegando a la conclusión de que el cura se encontraría en casa de Paulo aún. En el curso de las horas se desesperaba, necesitaba oír las palabras del campanario para saber como andaba la criatura.
Ya cuando el sol recito sus últimas fragancias sobre ese bello lugar las campanas se emanciparon del silencio y comenzaron a rugir. Otra vez el párroco había vuelto a su rincón atestado de telarañas y un manto de polvo de años. Amada ante la imagen refulgida de la luna y después de atender a su hija se dirigió al lugar donde se hallaba el árbol del amor. Estaba más luminoso, más engrandecido, más solemne, semejante a un ser animado al dibujar la sombra de sus ramas sobre Amada. Cogió más de su savia, esa savia espléndida para proteger a los indefensos del mal de las enfermedades. Una neblina siniestra e irresoluta empezó a rodearlos, a Amada y al árbol del amor, al árbol del amor y a Amada. Antes de que ese telón eclipsará el sentido de sus pupilas hacia el árbol se arrodillo como de costumbre implorándole en este caso por la salvación del pequeño. Toda su confianza sobre él y su esposo.
-¡Escucha ¡. Escucha mi suplica Amado mío, árbol de la sabiduría. Ayudadme en todo lo posible en el vuelo espléndido de esa alma caída. ¡Se quiere ir y no se por qué¡. ¡Tan sólo es un crío¡. ¡Qué luche ¡. Hacerlo luchar contra las bocanadas de ese otro mundo inhóspito y retorcido para los que amamos la vida, para esa plenitud de las estaciones: un otoño con la revolución de la hojarasca y el viento, un invierno en el regazo de una chimenea , una primavera con sus puertas abiertas al color, un verano con el juego de su cuerpo desnudo al sol .¡Apartarlo por favor¡. Apartarlo de esos cabos que lo atan a la agonía.
Después de las fuerzas de sus palabras comenzó una decadencia en su voz, una tristeza se le solapaba y no sabía como desprenderse de ella.
- Otra vez he de bajar al pueblo. Las miradas huidas no me importan, las lenguas afiladas tampoco. Pero, el pequeño….
Amada aturdida y desorientada se levanto, retorno de nuevo al pueblo como la noche anterior. Las callejuelas de adoquines amorfos se hallaban solitarias. La casa de Paulo estaba abierta, tenía cierto aroma a bienvenida aunque sus paredes y tabiques hablaran de la desdicha que se escondía en ella. Amada entro dirigiéndose a la habitación que estaba el enfermo. Hizo lo mismo que la noche anterior; le dio de beber y desnudo su cuerpo rociando por donde el espíritu de Gregor le había indicado. Hoy él no se hallaba presente, lo dejaba en manos de ella y la savia del árbol del amor. Cuando hubo terminado se fue. Se marchó satisfecha porque intuía el salto del niño a la vida. Con Paulo no intercambió palabras, ambos íntimamente sabían del buen curso del chico. A la madre le puso su mano sobre su hombro. ¡Qué le podía dar ¡. Sólo, todo sus benevolentes pensamientos llenos de positivismo y seguridad.
En la salida y de vuelta para su casa no halló a nadie , exclusivamente el cura paso a su lado sin mirarla . Amada se reía en sus adentros. ¿Qué opinaría el señor cura al encontrar al pequeño mejor?.
Al llegar a su casa se recogió en un mar de tranquilidad. Se hallaba contenta como si la tristeza que la seducía dejará de insistir ya. Aguardando el día siguiente cayo en un profundo sueño, sueño que la derivaba a un monte poblado de caballos azules y de laureles donde ella corría, corría como arroyo junto a su hija hasta que se topo con un niño de cabellos castaños, se detuvo, de los ojos verdes oceánicos del niño comprobó una fuente de felicidad .
El sueño transcurría, parecía eviterno. Amada e Iris se transmitía amor en el. Al alba Amada despertó, aunque se sentía agotada no podía dejar su trabajo; todo bien mimado, todo bien atendido. Con la entrada de la tarde, esa tarde donde la bóveda se vuelve gris-celeste ella fue todo dedicación a su hija. ¡Como se divertía Iris con esas pelotas de lana que hacía su madre ¡. Su carismática sonrisa ata el corazón de su madre en un infinito ensueño que se percibe en su pausada respiración. ¡Qué dicha tan indescriptible¡. Respiración que se prolongo cuando las campanadas iniciaron su rito, ahora, su ritmo era alarde de la vida, con una gracia que hacia a Amada alargar su mirada al infinito y perderse en la ilusión. Amada como riada dejo a su hija y fue hasta el árbol de la vida, lo abrazo como si de su marido se tratase, no dijo nada desbordándose sólo en un canto de sus lágrimas. La bruma se hizo presente, no era una bruma malvada sino de un verde-celeste formando figuras de aquellos que habían desaparecido exaltando así su alma.
Los días pasaban, Amada con cierta impaciencia esperaba la visita de alguien. Desde la muerte de su esposo nadie había ido a verla, creyendo que el olvido hacia mella en las gentes del pueblo después de la recuperación del niño. Pero no era como ella pensaba, cuando la espera tomo de mano a la desmemoria Paulo vino. Llegó con el amanecer mientras Iris dormía y ella estaba con sus labores. Amada presintió que el aroma de la brisa era cambiante, alguien andaba por sus tierras. Dejo sus tareas y se aproximo por donde ese olor era más agudo. Vio a Paulo. Se sintió a la vez tímida y cohibida porque bien sabía que su visita era signo de gratitud.
-Buenos días Paulo ¿Cómo te encuentras después de estos días tan turbulentos?. Se te ve mejor, mucho mejor, favorecido por el buen viento que sopla en tu hogar– le dijo ella emocionada, casi ruborizada al ver que entre sus manos traía un ramo de siemprevivas y magarzas.
-Hola Amada. Si, estoy estupendamente. Esas ganas de vivir, ese deseo de ser parte del curso del sol es grandioso- contesto Paulo con una ligera sonrisa ofreciéndole el ramo. Amada lo recogió como si se tratase de una ave frágil y herida.
-Pasemos a mi casa. Aquí al estar quietos la humedad nos acecha y puede dejarnos como las piedras – Mientras caminaba a la casa Amada notaba un cierto brillo especial en los ojos de Paulo, tanto, que era un mar de dudas.- Paulo, ¿por qué me miras así?
-Por nada Amada. Me siento feliz.
-¡Feliz¡. Si, la felicidad es una dicha que no se debe parar, hay que aprovecharla, saberla saborear y mimarla hasta el último momento y, si se quiere ir, evadirse de nosotros, debemos ir tras ella y acariciarla en ese rincón de nuestra memoria, tan simple como soñar despiertos.
Entraron en la casa, la oscuridad aun era visita por lo que Amada encendió una vela y se sentaron.
-¿Cómo esta Iris ¿- dijo Paulo
- Bien, muy bien. Muy sana y fuerte.
Entre ambos se hace un silencio, un silencio acogedor con el risueño de los pájaros de fuera.
-Gracias Amada.
-No Paulo. No hace falta que me des las gracias. Mi función y, me siento alegre por ello, es preocuparme por los demás.¿Qué es de la amistad?.Es ella la que forja el que uno gire sobre el otro cuando la necesidad y la pena llama.
- Parece que llueve.
-Si, que llueva, así calma el mal olor y las consecuencias de ese maldito volcán.
Paulo nota que en las últimas palabras de Amada hay mucho rencor; el odio, el dolor y el recuerdo se aúnan con la imagen espectral aberrante de la naturaleza.
-¡Qué dulce, extrovertida y reservada es la lluvia que cae ¡. Borra el pasado nefasto sin hacerte rememorar cada herida, cada tristeza. Un murmullo silencioso, silencioso . ¿Notas Paulo su tacto benevolente?.

-Es como si todo volviese a la calma.
- Sí, la lluvia apasiona más esa calma.
- Y nos dice descansemos
-Sí, descansar. Ese es mi deseo, aquí, junto a mi hija y mi trabajo.
Las horas pasan, y la conversación entre Paulo y Amada se apaga, ya no necesitan decirse nada más, todo brota de sus miradas. La mirada de Amada y el ronroneo de la lluvia, con el acercamiento de la oscuridad seduce a Paulo a irse.
Amada cierra las puertas de su memoria; un viaje al pasado que produce en ella emociones y penalidades para concluir en unas inagotables ganas de seguir adelante. Se deja caer delante de la chimenea, coge entre sus manos un cuaderno de la escuela de su hija, lo examinaba con la fluidez de sus pensamientos. Hasta el sábado no la vería, le daba una especie de congoja desembocando hacia su hija un amor perpetuo y entrañable. Se levanta Amada del suelo y con una danza frágil sobre sus pies desnudos serpenteaba en sus sueños, en sus amores, dejando atrás todas las preocupaciones. ¿ Qué sería de ese doctor ?. Su cavilar lo extravía, ya con la palabra y sus actos la miraría de forma bien distinta; cooperando los dos, sólo, hace falta conocer a las personas, percibir ese tacto superficial para después ir introduciéndose uno en otro hasta disipar los prejuicios. ¡Baila Amada¡. Baila como el azahar que se extiende por los campos, extendiendo su aroma, su persona en todo lo que toca.

fin


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