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domingo, 3 de noviembre de 2024

ANTES DE QUE DESCARGUE OTRA TORMENTA

 

ANTES DE QUE DESCARGUE OTRA TORMENTA

Mientras Trump es la preferencia mayoritaria entre el electorado masculino blanco (y gana cada vez más enteros entre el latino y el afroamericano), son las mujeres las que siguen sosteniendo el muro. ¿Hasta cuándo?

DIEGO E. BARROS CHICAGO

 

Los candidatos a la presidencia de Estados Unidos, Kamala Harris

y Donald Trump. / Luis Grañena

Este primer martes después del primer lunes de noviembre los estadounidenses votarán mientras el resto del mundo contiene el aliento en espera de conocer la decisión de un puñado de personas en Pennsylvania. Es ese estado que no te acabas nunca el que parece juntar todas las papeletas que decidirán la elección presidencial. Al menos la primera batalla. Si los resultados, como se espera, no arrojan una victoria incontestable de la candidata demócrata, de la vicepresidenta Kamala Harris –al menos 277 delegados, necesita 270 para ganar–, todo hace pensar que nos acercamos a semanas, sino meses, de una lucha encarnizada, esperemos, solo en los tribunales. Y esta vez con un Tribunal Supremo absolutamente decantado en favor de los intereses del candidato del (antes conocido como) Partido Republicano, el expresidente Donald Trump.

Primero una advertencia: no tengo ni idea de lo que va a ocurrir el martes. Cualquier predicción es casi un acto de fe. La razón me dice que nadie en su sano juicio abriría voluntariamente la puerta a la barbarie. Otra vez. Pero tengo el mismo pálpito con el que me levanté un miércoles después de otro primer martes tras un primer lunes de un noviembre de hace ocho años: una mala resaca, una acidez estomacal impenitente y una bilis agarrada a las paredes del esófago que no me abandona desde hace aproximadamente dos meses. Justo el momento en el que los efectos de la fiesta demócrata comenzaron a disiparse.

Todo depende de los siete estados bisagra, que reparten entre todos 93 delegados. Si Harris no se hace con Pennsylvania (19), todo está perdido

Ahora unos apuntes rápidos: todo depende de los llamados siete estados bisagra –Arizona, Nevada, Wisconsin, Michigan, North Carolina, Georgia y Pennsylvania–, que reparten entre todos 93 delegados. Si Kamala Harris no se hace con Pennsylvania (19), todo está perdido. Allí están ahora mismo absolutamente empatados, aunque con un Trump al alza. Yo creo que puede decantarse por Harris. También creo que la vicepresidenta acabará imponiéndose en Wisconsin (10) y en North Carolina (16), pese a que en este último estado ahora mismo también va detrás de Trump en las encuestas. Es una apuesta arriesgada. Biden se impuso en todos estos estados hace cuatro años.

Creo que Trump se hará con Arizona (11) y con Georgia (16), y, en una jugada semejante a la de North Carolina para Harris, es posible que Michigan (15) se acabe entregando al expresidente. Dado el número de población de origen árabe en la zona metropolitana de Detroit, la cuestión del genocidio en Gaza es allí un tema muy importante. Y es precisamente esta una de las cuestiones más problemáticas y que amenaza seriamente los intereses electorales demócratas. 

Creo que Harris puede hacerse con Nevada (6) y desnivelar así la elección haciéndose con 277 delegados en el Colegio Electoral y una pista libre hacia el Despacho Oval. Si gana Michigan y pierde North Carolina, serían 276. Si por el contrario, además de Michigan, Trump se hace con Pennsylvania, o incluso con North Carolina, verá confirmada su victoria y su venganza.

Sería iluso negar que es el expresidente el que parece tener las mejores cartas

Pero esto no pasa de apuesta, ni siquiera es una predicción porque las encuestas son de todo menos fiables a estas alturas y arrojan casi siempre márgenes de error de varios puntos. Además, las combinaciones pueden ser múltiples. En cualquier caso sería iluso negar que es el expresidente el que parece tener las mejores cartas a mano.

Son muchas y variadas las teorías que tratan de explicar por qué hemos llegado hasta aquí. Todas son válidas en mayor o menor medida. Todas son, también, incompletas en mayor o menor medida. En mi opinión estamos a las puertas de una tormenta perfecta que no tiene su origen ayer ni antes de ayer. Tampoco hace ocho años cuando, contra todo pronóstico, Trump se hizo con la Casa Blanca derrotando a una Hillary Clinton que le sacó tres millones de votos. Entonces, los 62,9 millones de papeletas cosechadas por el empresario inmobiliario, desperdigadas estratégicamente, fueron suficientes para otorgarle 304 votos en el Colegio Electoral frente a los 227 de la demócrata. Hace cuatro años, en unas elecciones con una participación electoral récord (66,6%, 11 puntos más que 2016), Joe Biden necesitó 81,2 millones de sufragios para batir a los 74,2 millones cosechados por Trump y hacerse con 306 delegados.

La entrada en juego de Musk, Thiel y demás Señores de los Ceros y Unos es un elemento diferencial con respecto a elecciones anteriores

No veo a Kamala Harris llegando a los números de Biden; sí veo factible que Trump se acerque a sus resultados de hace cuatro años.

Casi con toda seguridad esta tormenta perfecta que ahora nos asola empezó a gestarse hace 237 años. En apenas un centenar de días de 1787, tras arduos debates y procedimientos, los llamados “padres fundadores” acabaron redactando en la Convención Constitucional de Filadelfia la Constitución de los Estados Unidos. También un andamiaje legislativo y electoral que sigue marcando los designios de la nación en 2024. Por eso hoy un país con más de 300 millones de habitantes concentrados en su inmensa mayoría en las costas y en la región de los grandes lagos, con una decena de territorios asociados y 50 estados, contiene el aliento en espera de los resultados que arrojen siete –puede que basten tres– de ellos.

Más de dos siglos después de aquello, las presidenciales estadounidenses han devenido en una elección maquiavélica. Por un lado una pandilla de civilizados plutócratas ahora aliados con un grupúsculo de señores de la guerra (Cheney y demás republicanos anti Trump) y adornados con los oropeles de artistas como Springsteen o Beyoncé, pero que no moverán un solo dedo para cambiar un sistema neoliberal que hace aguas por todas partes (aquí y al otro lado del Atlántico). Por el otro, un proto-fascista encumbrado por la vieja burguesía provincial estadounidense. Estos están apuntalados hoy por un grupúsculo de multimillonarios tecnológicos que sueñan con el retorno de un feudalismo digital sobre el que determinar nuestros designios. Es este último aspecto, la entrada en juego de los Musk, los Thiel y demás Señores de los Ceros y Unos convertidos en dinero e influencia, es el elemento diferencial con respecto a otras elecciones inmediatamente anteriores.

Por un lado una pandilla de civilizados plutócratas. Por el otro, un proto-fascista encumbrado por la vieja burguesía provincial

Estos supermillonarios de nueva hornada no entienden bien los tiempos de la política, nunca lo han hecho, acostumbrados a gobernar a su antojo ese oscuro trecho que une el ciberespacio y la economía financiera. Por eso le compraron el asiento a JD Vance, y ante la zozobra mostrada durante los primeros meses de campaña por su candidato –por fin ese Manchurian candidate que durante la Guerra Fría alimentó los terrores estadounidenses–, han decidido ahora tomar las riendas ellos mismos. Estar sin estar, el Dark Maga que pregona Musk. No de otra forma ha de entenderse la aspiración del archiconocido dueño de X (y persona más rica del mundo) de convertirse en una especie de Zar extra gubernamental capaz de, como Milei (por el que siente verdadera admiración), entrar con motosierra en el Gobierno federal. Esta semana se ha publicado que su plan es borrar de un plumazo hasta 2 trillones de dólares del presupuesto federal estadounidense. Esto es, un tercio del presupuesto anual del Gobierno de EEUU. Como han apuntado no pocos expertos, esto sería catastrófico para la economía. Una factura que sin duda pagarían las clases medias, trabajadoras, y bajas. Las minorías, fundamentalmente.

En este combate son los segundos los que parece que llevan ventaja. En el fondo, es Estados Unidos un país contradictorio, que se sigue autodenominando de manera machacona y un tanto bisoña la-democracia-más-antigua-del-mundo, a pesar de que hasta la década de los años sesenta del pasado siglo fue incapaz de garantizar el sufragio y hasta la vida a sus minorías. Un país dinámico y vanguardista como ninguno que, sin embargo, sigue funcionando con las estructuras establecidas por esa élite de terratenientes rurales que precisamente hace 237 años consiguió sobrerrepresentar su poder por vía de la fórmula de un esclavo equivale a tres quintas partes de una persona. Un país capaz de hacer de la libertad y los derechos humanos un credo y, a la vez, patrocinar sin ambages ni sonrojo algunos de los mayores ataques contra la humanidad en pro de un progreso civilizatorio que, como sabemos, es siempre bárbaro. El ángel de la historia que tanto aterrorizó a Walter Benjamin haciéndose presente una vez más.

Son estos marcos mentales los que siguen vigentes en buena parte de la ciudadanía estadounidense. Es lo que hay detrás de un candidato presidencial, Trump, que podría convertirse en la segunda persona en recuperar la presidencia de forma no consecutiva. Grover Cleveland, primer presidente demócrata elegido después de la Guerra Civil (1885-1889), ha sido hasta el momento el único mandatario de Estados Unidos en terminar su primer periodo presidencial, dejar el gobierno y luego hacer un regreso triunfal con una nueva elección cuatro años después (1893-1897). Es curioso que aquella circunstancia, como ahora, fuera posible en un periodo de turbulencia y con aire contrarrevolucionario. El inicio de la década de los 80 del siglo XIX en EEUU marcó el fin de la Reconstrucción (la primera expansión de los derechos sociales y políticos de los afroamericanos, ya ex esclavos) y el inicio de un sistema, el de Jim Crow, que dominaría buena parte del país durante las siguientes ocho décadas.

Acongojada por una ansiedad fundamentalmente económica (un sueño americano cada vez más lejano para muchos), hay una mitad de América que vive espoleada por magnates (los mismos que han tornado el sueño en pesadilla) que han decidido explotar las ansiedades tatuadas en el cuerpo de la nación desde casi sus inicios: ¿qué somos? ¿de qué color? ¿a quién rezamos? ¿a quién votamos? Y, sobre todo, quién manda, frente a un otro. Siempre un otro.

Toda la narrativa de lo que hemos llamado Trumpismo es una respuesta rápida, brutal, y despiadada (pero también muy precisa) de un cierto pensamiento mágico estadounidense. La ciudad sobre la colina pero asediada, como antaño, por los bárbaros: pueblos nativoamericanos, rojos, católicos, afroamericanos, mexicanos, mujeres, y un largo etcétera dependiendo del momento y las circunstancias.

No se recordaba tanto nazi por Nueva York desde 1939, cuando la Alianza Germano Americana llenó las gradas del Garden de esvásticas sobre las banderas estadounidenses

Es en este lugar, y solo en este, donde cobra todo el sentido el acto celebrado por el GOP el pasado fin de semana en el Madison Square Garden de Nueva York, donde Trump y sus aliados desplegaron ante los allí congregados un discurso que podría resumirse en una palabra: odio. Odio a todo y a todos los que en ese momento no estaban en el mítico recinto neoyorquino o no tenían una gorra MAGA en casa.

Al final, en una nueva rima de ecos marxistas, no se recordaba tanto nazi suelto por NY desde 1939 cuando, a las puertas de la Segunda Guerra Mundial, la Alianza Germano Americana (una organización pronazi) llenó las gradas del Garden de esvásticas sobre las banderas estadounidenses que, en el escenario, rodeaban una gigantesca imagen de George Washington. Si faltaba alguna confirmación de la verdadera naturaleza del Trumpismo –que no–, esta fue desvelada por el humorista Tony Hinchcliffe, uno de los encargados de calentar a base de chistes a los congregados. Y lo hizo por medio de un monólogo cargado de ataques de corte racista contra los que en apenas unos días serán votantes clave: las comunidades latinx y afroamericana, que por supuesto también se encontraba representada en la grada.

Hasta Nicky Jam, uno de los pocos artistas con cierto renombre que salió a apoyar a Trump, ha acabado por retirarle su apoyo. En un vídeo bastante patético, el reguetonero de origen puertorriqueño dijo hasta aquí. Lo cual tiene su chicha: no parecieron importarle a Jam los insultos y ataques contra mexicanos, hondureños o haitianos. Solo cuando el objeto del racismo resultó ser su propia comunidad, el cantante se sintió interpelado. Hemos asistido esta semana a un alumbramiento: el descubrimiento por parte de la comunidad puertorriqueña de Estados Unidos (son ciudadanos pero solo votan si residen en territorio continental) de que no son tan blancos como creían, puede que ni siquiera tan estadounidenses como señalan sus pasaportes.

Hay alrededor de 400.000 puertorriqueños solo en Pennsylvania. Dudo mucho que el episodio del Garden tenga alguna influencia en las urnas.

Trump demostró hace ocho años que juega en otra liga, una en la que las reglas que solían regir la contienda política han sido superadas hace tiempo. En EEUU y en otras latitudes estamos en una nueva pantalla del juego, al borde de lo desconocido. Los Obama y buena parte de los portavoces del Partido Demócrata llevan meses esmerándose en mantener un cierto nivel de “decencia” en el campo de juego. Cabe preguntarse si es posible, incluso hasta cuándo, mantener esta decencia, las formas, los procedimientos tradicionales, si al otro lado se encuentra un adversario que lo ha quemado todo y ha hecho de la gasolina esparcida por platós de televisión y, sobre todo, redes sociales, el único argumento y razón de su quehacer político.

Con un PD instalado ya solo en el apocalipsis y el fascismo que puede venir como principal argumento contra Trump, el acto del Garden fue visto como un regalo. Si tienes problemas para movilizar y mantener tensionado a tu propio electorado (ese sigue siendo el gran problema demócrata), al menos no reavives las antorchas del electorado de tu rival. El martes por la noche, durante un acto precisamente con electorado latinx, el presidente Biden salió de la cueva donde el PD lo tiene encerrado desde el segundo día de la Convención Nacional de agosto. En un intento de defender a la comunidad puertorriqueña, el todavía presidente dijo: “Lo único que veo flotando por ahí son sus seguidores. Su demonización de los latinos es inconcebible y antiestadounidense. Es totalmente contrario a todo lo que hemos hecho”.

En el PD –en los partidos socialdemócratas tradicionales–, son conscientes de cuál es el problema pero prefieren llevarnos al fin del mundo antes que poner en duda el sistema actual

El fantasma de Hillary cuando hace ocho años llamó a los votantes de Trump “cesta de [gente] deplorable” retumbó en cada rincón del PD. Al día siguiente Trump se presentó ataviado de trabajador de la limpieza e hizo declaraciones a la prensa subido a un camión de recogida de basuras (curiosamente estaba impecable).

Si alguien dice de algo que es “antiamericano” tengan por seguro que ese algo es más americano que la tarta de manzana. En el fondo este es el problema del Partido Demócrata y una candidata que pese a las apariencias no ha conseguido deshacerse de la accidentalidad que la ha colocado al frente de la candidatura. Kamala Harris está atenazada por todo y por todos, tras su momento de gloria el pasado agosto. 

Es el Partido Demócrata la encarnación de la famosa frase atribuida al recientemente desaparecido Fredric Jameson y lo es a todos los niveles: en el PD –por extensión en los partidos socialdemócratas tradicionales–, son conscientes de cuál es el problema pero prefieren llevarnos al fin del mundo antes de ser capaces siquiera de imaginar una alternativa que ponga en duda el sistema actual. Desigualdad rampante, salarios que siguen estancados, derechos en retroceso. La democracia parece cada vez más una palabra y menos un sistema aplicable a todos y más o menos horizontal. Y es esta indefinición el territorio abonado para el crecimiento de los monstruos. La ventana de oportunidad política, social y economía (algunos la tildaron de la vuelta de la socialdemocracia) que se abrió durante la pandemia está cerrándose a patadas, y como consecuencia de un movimiento absolutamente contrarrevolucionario.

Harris sigue sin ser capaz de decirnos en qué se diferenciaría su presidencia de la de Biden, que tras dos primeros años prometedores, ha acabado completamente desdibujada. Y eso sin entrar en su inoperancia, por acción y omisión, ante un genocidio llevado a cabo bajo la guardia de la Administración Biden y conducido específicamente a mayor beneficio de las aspiraciones presidenciales de Donald Trump. Cabe preguntarse por qué después de la destrucción total de Gaza y el asesinato de más de 42.000 personas, el expresidente que más ha criminalizado y vilipendiado a la comunidad musulmana de EEUU, el único que promulgó un veto a la entrada de ciudadanos árabes y musulmanes en el país, haya sido capaz de llamar al escenario a un par de representantes de esa misma comunidad para erigirse como “presidente de paz”. Mientras, el Partido Demócrata de Harris ha sido incapaz siquiera de ceder la voz a una comunidad palestinoamericana que sigue preguntándose por qué este desprecio y esta continua deshumanización por parte de los autodenominados civilizados. 

El Partido Demócrata ha sido incapaz siquiera de ceder la voz a una comunidad palestinoamericana que sigue preguntándose por qué esta continua deshumanización 

En realidad, la cuestión del genocidio importa entre cero y nada a la mayoría de votantes liberales blancos. “Me siento aterrorizado ante la apatía moral, la muerte del corazón que está ocurriendo en mi país. Estas personas se han engañado a sí mismas durante tanto tiempo que realmente piensan que no soy humano. Y esto significa que se han convertido, ellos mismos, en monstruos morales”. La cita del escritor James Baldwin, escrita tras el asesinato de Martin Luther King Jr. en plena lucha por los Derechos Civiles, sigue hoy resonando con más fuerza que nunca.

Por eso en ocasiones una mayoría puede no ser suficiente para ganar.

Nick Fuentes, uno de los líderes más carismáticos de la ultraderecha supremacista estadounidense, dijo esta semana en la red de Elon Musk: “Si Trump pierde, culpad a las mujeres”. En pocas ocasiones la brecha de género que nos separa de la barbarie ha sido tan evidente. Mientras que Trump es la preferencia mayoritaria entre el electorado masculino blanco (y gana cada vez más enteros entre el latino y el afroamericano) son las mujeres las que siguen sosteniendo el muro. La primera pregunta es hasta cuándo. La segunda es qué clase de masculinidad se está imponiendo entre la mitad de la población justo cuando creíamos que las mujeres habían conquistado unos derechos y una posición que durante siglos les habían sido negados. La elección de Barack Obama en 2008 inauguró, para muchos, la era “post racial” en América. Del sueño tuvo que despertarnos el movimiento Black Lives Matter a base de asesinatos policiales. Aquí estamos. Entre las ansiedades proyectadas por la ultraderecha estadounidense (mundial) está la demográfica. No nacen suficientes niños, proclama Elon Musk y sus avatares reales y virtuales cuando en realidad quieren decir suficientes niños blancos. De ello, no lo dicen, también culpan a las mujeres por haber desatendido su principal (única) función: perpetuar y cuidar a la especie.

El 17 de septiembre de 1787 en Filadelfia, uno de aquellos padres fundadores salió de la Convención Constitucional y, a las puertas de la misma, fue asaltado por una mujer llamada Elizabeth Willing Powel:

—Y bien, Dr. Franklin, qué será: ¿una república o una monarquía?

A los libros de historia estadounidense ha pasado la respuesta que recibió: “Una república. Si son ustedes capaces de mantenerla”, dijo Franklin.

Es precisamente esta contestación, con la carga de ambigüedad tan característica del personaje, la que cada vez planea con más fuerza sobre este país.  

 

1 comentario:

  1. Con Trump no había guerras ni inundaciones en valencia....

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