GENOVARRAS
Jonathan
Martínez
El presidente de VOX, Santiago Abascal, durante una
rueda de prensa posterior al Comité de Acción Política de VOX, en Madrid.
Carlos Luján / Europa Press
Es
inevitable. Cada vez que leo la palabra "etarra" siento un incómodo
prurito lingüístico. Hace ya muchos años que la prensa franquista popularizó el
neologismo y todavía hoy se repite con la convicción de que suena a genuino
apelativo eusquérico. Pero no es exactamente euskera sino una aplicación
grosera del gentilicio -arra. Euskaltzaindia reconoce el término correcto etakide.
Como norma general, la prensa euskaldún no utilizará la forma
"etarra" salvo con intenciones irónicas y un cierto matiz de burla
hacia quienes desconocen la realidad vasca pero pretenden vivir permanentemente
de ella.
Me dirán que el vocablo de la discordia ha hecho fortuna en el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española. Y es cierto. Lo que ocurre es que la RAE no nace con vocación prescriptiva sino con la voluntad de reunir las expresiones usadas en un lugar y un tiempo determinados. Por eso en algún momento ha definido "gitano" como "trapacero", "gallego" como "tonto" o "mujer" como "sexo débil". El problema es que los diccionarios terminan consolidando y prestigiando ciertos usos que no son del todo inocentes. Las lenguas no se limitan a nombrar el mundo sino que además y sobre todo lo moldean.
El
ecosistema mediático español ha adaptado un selecto conjunto de palabras
vascas, casi siempre con un matiz peyorativo, y las ha puesto en circulación
con gran eficacia. Para cualquier vascoparlante, por ejemplo, la palabra zulo
no significa otra cosa que "agujero". El castellanoparlante medio,
sin embargo, evocará de inmediato las penurias de un secuestro e incluso podrá
mencionar esos minipisos irrespirables que se anuncian en Idealista. La
desfiguración del euskera ha llegado a tal extremo que las cabeceras
conservadoras acusaron de "kale borroka" a los CDR porque decir
"lluita al carrer" no desataba los mismos efectos demonizadores.
Ahora
las portadas vuelven a tintinear con la palabra "etarra", pero esta
vez añaden otro abuso lingüístico: el de la beneficencia.
"Beneficio", del latín beneficium. "Bien que se hace o se
recibe". De pronto, con un entusiasmo unánime, el griterío conservador
denuncia que Sánchez "beneficia" a los "etarras". A
nadie se le ocurre reconocer, al contrario, que hasta ahora el Estado ha
retorcido la ley en perjuicio del reo y ha aplicado a su antojo condenas dobles
por un mismo delito. Así lo entendió Estrasburgo cuando mandó excarcelar a Inés
del Río al descubrir que llevaba presa cinco años más de lo estipulado. No
ha existido jamás beneficio sino un astuto perjuicio previo.
Otras
voces más autorizadas que la mía han zanjado ya el debate jurídico. Dice Juanjo
Álvarez, Catedrático de Derecho, que no existe ninguna deferencia hacia los
miembros de ETA sino una anulación general de los dobles enjuiciamentos. Se
trata, en todo caso, de trasponer la directiva europea para garantizar el
Estado de Derecho. Se trata de abandonar las artimañas legales que han
permitido burlar durante dieciséis años los mandatos de Europa. En España no ha
existido impunidad para los condenados, como claman los coros cavernarios, sino
una sobrepunidad que vulnera el Convenio Europeo de Derechos Humanos y la
propia Constitución española.
Pero
ahora no estamos ante una batalla jurídica ni mucho menos. De hecho, la norma
debería terminar aprobada y remitida al BOE por muchas rabietas que protagonice
la bancada derechista. Lo que se desarrolla ante nuestros ojos es el manido
teatro de la exageración, los puñetazos en el pecho, la bravata indignada y el
uso oportunista de las víctimas —de algunas víctimas— con ánimo de erosionar al
Gobierno español y con suerte quitárselo de enmedio. El asunto ha adquirido
aspecto de guerra híbrida donde se mezclan la querella vasca, la amnistía
catalana, unas gotitas de inmigración y una conveniente ración de Begoña
Gómez.
Y
aquí es importante entender los primeros orígenes de la nueva extrema derecha
española. Se ha hablado mucho de la vertiente islamófoba de Vox, de sus guiños
homófobos, de su ofensiva antifeminista. Se dice, y es verdad, que los
abascales crecieron al calor del independentismo catalán y recogieron la rabia
cuartelera del más zafio nacionalismo. Muchas veces se omite, sin embargo, el
fermento pancartero del PP y la AVT en los tiempos de Zapatero,
la radicalización de un puñado de lobbies que conectaban con el ala
derecha de Génova y que trataban de frustrar cualquier tentativa centrista.
El
6 de diciembre de 2013, en la plaza República Dominicana de Madrid, Santiago
Abascal apadrinó una manifestación contra la sentencia del Tribunal Europeo
de Derechos Humanos que anulaba la doctrina Parot. Hablaron Consuelo
Ordóñez, Francisco José Alcaraz, Daniel Portero y José
Antonio Ortega Lara. Dice El Confidencial que el público coreaba
"Rajoy, marioneta, te va a volar la ETA". Al cabo de once
días, las caras más visibles de aquella concentración llevaron el nombre de Vox
al Registro de Partidos Políticos. La mayoría de aquel núcleo fundador procedía
directamente del aznarismo y de los contornos más exaltados del PP.
Dado
que el líder de Vox es exdirigente del PP vasco, alguien debería tomarse la
molestia de empezar a utilizar con propiedad los gentilicios. Así,
"genovés" se diría "genovarra" en el ejemplo "El
núcleo fundador de Vox es genovarra". Y en ese empeño por trasladar la
riqueza del euskera al debate político español, añado que
"corrupción" se dice "ustelkeria". El viejo y noble arte de
llevárselo crudo también tiene derecho a los extranjerismos, mucho más cuando
hablamos de una tradición política que aprovechó la Fundación Miguel Ángel
Blanco para hacer caja con la trama Gürtel. "Beneficio" se
dice "irabazi".
Quien
piense que nos enfrentamos a una simple cuita semántica se equivoca. A menudo
las palabras corrompen la deliberación pública y se convierten en ruido, en
estribillo veraniego, en verdad revelada. En España ha existo ayusismo antes de
Ayuso. Un veterano genovarra como Miguel Ángel Rodríguez lo
podría corroborar. Es el hábito secular de malear las palabras y competir a ver
quién la suelta más gorda, decir por ejemplo que "ETA está más viva que
nunca" para mendigar con suerte unas migajas de atención mediática. Los
genovarras andan en busca de votos pero en realidad están pidiendo a gritos un
diccionario.
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