AYUSO: VISITE
NUESTRO BAR
La presidenta de la Comunidad de
Madrid, Isabel Díaz Ayuso, a su llegada al restaurante Fogo de Chao para un
almuerzo. Andrea Renault. POOL / Europa Press
Esta semana Ayuso interrumpió un instante su habitual hornada de paparruchas, denuestos y dislates para decir una verdad como un templo: que el bar es el epicentro de la vida española, un punto de reunión que cierra heridas, cura traumas, forja amistades y une familias. Familias políticas, incluso. Según ella, no hay nada parecido en el mundo a la vida nocturna española, una afirmación que suponemos habrá comprobado empíricamente, desde las discotecas de Bangkok a las tabernas de Oakland. Ayuso está tan bien informada que se enteró a los veintitantos años, al bajarse del avión, de que en Ecuador hablan español, tal vez porque antes del viaje creía que allí la lengua oficial era el ecuatoriano. "¡Pero si hablamos el mismo idioma!" dijo sorprendida. Lo que ha leído esta mujer no está en los escritos.
Desde
antes de que se inventaran el vermú y la cerveza de grifo, desde los tiempos
del arcipreste de Hita, la cultura en España gira por, para, en, detrás, dentro
y alrededor de estos establecimientos filantrópicos y terapéuticos. A lo largo
de más de mil páginas, Don Quijote y Sancho Panza no paran de
recalar en ventas donde, aparte de reponer fuerzas y ponerse ciegos, se
entrecruzan historias, vidas y destinos. En los bares se han escrito sonetos,
se han tramado novelas, se han armado tertulias, se han montado movimientos
filosóficos, se han hecho y deshecho generaciones poéticas. Difícilmente
alguien, en los últimos años, habrá ayudado más a la cultura que Ayuso mediante
el fomento desinteresado de la borrachera alegre, el codazo cómplice, la
achispada locuacidad, el alcoholismo lírico.
En
eso, como en tantas otras cosas, Ayuso no es más que la prolongación de un
partido cuyos próceres, tradicionalmente, han ensalzado el vino a modo de
bálsamo y la taberna como centro neurálgico de la actividad política. Mientras
se desarrollaba la moción de censura que finalmente lo apartó del cargo, Mariano
Rajoy se atrincheró ocho horas en un restaurante, embarcado en una larga y
húmeda sobremesa a base de whisky que concluyó a las diez de la noche. Una
década atrás, con una jovialidad digna de un goliardo a cuatro patas, Jose
Mari Aznar retaba a la Dirección General de Tráfico a que no le
dijeran las copas que tenía o no tenía que tomar a la hora de ponerse al
volante. Total, había dirigido España lo mismo que el coche.
En
cuanto al titiritero que mueve los hilos de la presidenta, Miguel Ángel
Rodríguez, todo el mundo conoce su afición por el deporte de la barra
libre, hasta el punto de que, con la barba blanca y la pelambre plagada de
canas, está sólo a unas pocas merluzas de protagonizar una versión alternativa
del clásico de Hemingway: El viejo y el bar. Gracias al
pinganillo, las declaraciones de Ayuso casi siempre tienen añada y denominación
de origen, pero esto de que el tabernero es también el psicólogo del cliente
resuena con la solemnidad de un parte médico. En efecto, al paso que van las
listas de espera en la sanidad madrileña, el tabernero pronto será también el
traumatólogo, el hematólogo, el otorrino, el cirujano y el oncólogo.
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