QUE PAREN LA QUEJA, QUE YO ME BAJO
La sanidad
pública está en peligro y la salud se ha convertido en un bien de consumo.
Pero, ¿qué pensamos hacer para evitar el desastre?
ÓSCAR C. CANO
Sanidad pública. Malagón
“Todo se está yendo a la mierda”, sentencia un compañero de trabajo mientras echo aceite a la tostada. Es lunes; pero podría ser martes o miércoles o jueves o viernes o incluso un festivo, si tuviera guardia, porque este tipo de juicios se ha vuelto costumbre. He acudido al bar de enfrente con la idea de descansar un poco y coger energía para acabar la jornada (últimamente las mañanas son extenuantes). Pero esta frase me ha sacudido y todos mis intentos por desconectar se han visto frustrados. Otro día más de pronósticos sombríos sobre la atención primaria.
“Me
llamo Óscar y me van a matar”, diría de estar frente a una cámara en un sótano.
Pero emito esta llamada de auxilio desde la cocina de mi casa, así que lo
dejaré en un “Me llamo Óscar y van a sofocar mi ilusión”. Para un joven médico
de familia que empieza sus andanzas en la profesión cargado de expectativas,
escuchar continuamente anuncios sobre el final de los días de la atención
primaria puede llegar a ser nefasto. Además, existe una tendencia generalizada
a hablar de trabajo también durante los descansos y tiempos muertos, centrando
el discurso en los aspectos más negativos del mismo. Durante estos cuatro años
de residencia he ido acumulando un malestar agrio cuya procedencia desconocía.
En el momento final de esta etapa me percato del origen: revivo un día de la
marmota perverso en el que todo el mundo se queja y poca gente se mueve.
Revivo
un día de la marmota perverso en el que todo el mundo se queja y poca gente se
mueve
No
pretendo ser ingenuo. La atención primaria atraviesa momentos complicados. Los
analistas dicen que la pandemia dio el golpe de gracia a una sanidad ya
maltrecha. Los gestores, que “no hay médicos”. Mis compañeras, que los
pacientes cada vez son más impacientes. Los pacientes, que la culpa es de los
políticos y que “son todos iguales”. Y sin fallar ninguno en su diagnóstico,
todos comparten el mismo error: echar balones fuera. La realidad es compleja; y
la explicación, multifactorial. Si el problema tuviera una sola causa, lo
habríamos resuelto hace tiempo. La dificultad, a mi juicio, radica en que para
salir del embrollo en el que estamos metidos necesitamos pausa, reflexión y
autocrítica. Todos ellos valores en extinción en una sociedad reaccionaria en
la que triunfa el discurso de que “el problema son los demás”.
La
sanidad pública está en peligro, sí. Más allá de las causas, los hechos hablan
por sí solos. Los profesionales estamos al borde del colapso mental,
sobrecargados y con la sensación de no poder brindar la atención que nos
gustaría. Los pacientes tardan una media de dos semanas en lograr una cita con
su médica de familia, en muchos casos. La sanidad privada ha pasado de ser
parásito de la pública a huésped patógeno, y son cada vez más frecuentes los
conciertos público-privados o las externalizaciones de servicios hospitalarios.
Cada vez más gente contrata seguros privados sin ser conscientes de lo
descubiertos que les dejan. No hay un verdadero control público sobre el precio
de los medicamentos, que se negocia a puerta cerrada. La financiación pública
de la investigación escasea cada vez más. La salud, en definitiva, se ha
convertido en un bien de consumo. Y esto hace que la sanidad pública, gratuita
y universal esté en peligro. Pero, ¿qué pensamos hacer para evitar el desastre?
No
somos conscientes de lo tóxicos que podemos ser para nuestro entorno cuando la
queja se cronifica
Quejarse
(aún) es gratis; y necesario. La queja es un sistema de alarma diseñado para
advertirnos frente a lo que amenaza nuestras necesidades. Pero, como cualquier
alarma, no está pensada para sonar ininterrumpidamente. Un estado continuo de
alerta es insano para nosotros y para nuestro ambiente. No somos conscientes de
lo tóxicos que podemos ser para nuestro entorno cuando la queja se cronifica.
Sin caer tampoco en la dictadura de la sonrisa, deberíamos reflexionar sobre
las consecuencias de nuestras palabras y revisar nuestra actitud en el mundo.
Es urgente desokupar la queja.
Se
me ocurren múltiples alternativas y a distintos niveles para el desalojo.
Individualmente, haríamos bien en usar la queja únicamente para el desahogo
puntual y para tomar impulso. Nos vendría bien aprovechar los descansos, fuera
y dentro del trabajo, para lo que están pensados. Dediquemos tiempo de calidad
a nuestra familia y amigos o a esa afición personal que nunca priorizamos.
Paremos el ritmo frenético del presente y disfrutemos de los pequeños detalles.
Aunque nos atraviesen condicionantes sociales en mayor o menor medida según
nuestros privilegios, aunque nos parezca que el mundo se cae a pedazos y no
podamos hacer nada por remediarlo... Nuestra capacidad de disfrute nos
pertenece.
Propongo
colectivizarnos ante problemas que son comunes y nos desgastan a todas
Pero
el desalojo de la queja no acaba ahí. No podemos atrincherarnos en el
individualismo, o acabaremos por repetir la misma historia. Propongo
colectivizarnos ante problemas que son comunes y nos desgastan a todas. Nos han
machacado (y nos hemos autoconvencido) con el mantra de que “las huelgas ya no
sirven para nada”, pero la historia de la lucha social está sembrada de logros
tanto dentro como fuera de nuestras fronteras. Hay que ser realistas, eso sí.
Los cambios tardan en suceder, por lo que es preciso un ajuste de expectativas
sin que ello nos haga perder la ilusión. No alcanzaremos nuestras aspiraciones
en un día o dos, pero eso no debe hacernos tirar la toalla. Tampoco entiendo
que muchos de mis compañeros excusen su conformismo con la supuesta falta de
movilización entre la población, porque la realidad es que la ciudadanía no ha
dejado de manifestarse. Además, independientemente de lo que se muevan, tenemos
el deber de hacer abogacía por la salud porque nadie conoce el sistema
sanitario mejor que nosotros. Un concepto, el de la abogacía, poco manejado en
nuestro día a día pero imprescindible para garantizar una ética de mínimos en
nuestra práctica clínica, ya que se trata de la aplicación directa del
principio bioético de justicia: defender el derecho a la salud de la comunidad
a través del empoderamiento de la misma y de un acceso equitativo al sistema.
A
un nivel más local podríamos reclamar a nuestros jefes un espacio (físico, pero
también temporal) para canalizar todo ese malestar; espacios en los que nuestra
voz fuera escuchada y tomada en cuenta para mejorar lo que no funciona. Los
cargos intermedios ganarían a unos trabajadores más satisfechos y eficientes si
les dieran cierto control sobre su tiempo y condiciones. Aunque exista una
cadena de mando, todos (capitanes y marineros) vamos en el mismo barco. Y si el
barco se hunde, nos hundimos todos.
En
resumen, mientras perseveramos por hacer del sistema sanitario un lugar más
digno, debemos cuidarnos y cuidar de nuestros compañeros. El pellizco es
necesario, pero sin la sonrisa no habrá energía para pelear. Favorezcamos
ambientes laborales distendidos. Cuidemos especialmente de las recién llegadas.
Que no sientan que se han equivocado de profesión. Sentenciar de muerte día
tras día a la sanidad pública nos hace un flaco favor a todos. Desokupemos, de
una vez, la queja.
A
mis compañeras más mayores, os pregunto: ¿qué legado os gustaría dejar tras
vuestra jubilación? A mis compañeras más jóvenes, os animo: no permitáis que el
descontento os contamine. Y a unos y otros os suplico: si no pensáis cambiar
nada y os vais a seguir quejando, al menos respetad mi desayuno y dejadme
disfrutar de mi puta tostada con aceite por las mañanas.
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