ESPAÑA ES UN PAÍS
RACISTA
SILVIA COSIO
Vinicius señala a aficionados que le insultan en
Mestalla. Europa Press
"Siempre he dependido de la
amabilidad de los extraños"
Tennessee Willams, Un tranvía
llamado deseo
¿Nunca os habéis levantado en plan "oye mi cuerpo pide salsa y con este ritmo vamos todos a bailar"? Es decir que no importa lo que pase ni lo bien que te trate ese día la vida y la gente porque sabes que vas a acabar teniendo bronca con alguien. Pues lo mismo pasa con las extremas derechas, que se la sopla la realidad y los datos, que ellos ya tienen planificado montar bronca porque necesitan que vivamos enfadados y asustados para imponer su agenda y así gobernar y hacer negociete (atentos a este segundo enunciado porque aquí está el quid de la cuestión). De hecho, a muchos les gustaría poder evitar todo este engorro del compromiso político y los valores tradicionales y el curro de las guerras culturales y tener que dar todo el día la matraca en redes y se pasarían directamente a lo de los negocietes, pero las cosas no funcionan así de fácil.
Para tener un
mercado desregulado en el que hacer y deshacer a voluntad y tirar por los
suelos los salarios o desmantelar los servicios públicos para regalárselos a
los colegas -lo que viene siendo arramplar con todo y aquí paz y después
gloria- se necesita primero vivir en una sociedad enloquecida y emparanoiada,
enfadada, asustada y convencida de que las reglas sociales son una trampa que
les impide desarrollar todo su potencial. Y para ello no hay cosa mejor que
buscar un chivo expiatorio a quien culpar de todo lo que va mal y a
quien acusar de aprovecharse de un supuesto sistema injusto y antinatura
montado para favorecer al débil -al vago, al perdedor- frente al fuerte -el
genio, el ganador, el esforzado-. Y tradicionalmente estos chivos expiatorios
de las derechas desquiciadas y del fascismo son la clase política
tradicional y las personas migrantes.
No negaremos
que con la clase política tradicional los populismos de extrema derecha lo
tienen fácil, pero detrás de cada "todos los políticos son iguales"
se esconden un montón de políticos profesionales que aspiran a seguir viviendo
de las instituciones sin pegar palo al agua y sin tener que dar explicaciones,
empresarios que piensan que los países se gobiernan (tan mal) como ellos
dirigen sus empresas -mediante ocurrencias, dedazos y chanchullos- o un puñado
de jetas, vividores y John Gottis con conciencia de teflón dispuestos a todo
para alcanzar el poder... y vivir del cuento y hacer negocietes. Y para ello no
hay nada mejor que alimentar los peores instintos que anidan en cada uno
de nosotros.
La política es
un juego de espejos cruel en el que no importan las cifras ni la buena marcha
de la economía si la sociedad no es capaz de percibir la prosperidad en sus
propias carnes. Los macrodatos muestran una imagen de crecimiento pero el
espejo nos devuelve un malestar más que palpable, especialmente cuando los
estantes de los supermecados se llenan de botellas de aceite de oliva con
alarmas de seguridad y los buzones con los nombres de nuestros vecinos van
siendo sustituidos poco a poco por cajetines de seguridad y comenzamos a
sospechar que los siguientes, probablemente, van a ser los nuestros.
La economía va
bien, nos dicen, pero nuestro salario no crece y la cesta de la compra nos
cuesta un riñón y ahora nos obligan a pasar un casting para alquilar una
habitación cochambrosa a precio de palacete neoclásico o volvernos a casa de
nuestros padres, suponiendo que tengamos padres o estos una casa a la que
volver. Y es normal que estemos cabreados y nos sintamos estafados. Y es aquí
donde se nos presenta la gran disyuntiva que está marcando el devenir de este
siglo: o aceptamos que el sistema está trucado de antemano, que esto no
es un fallo del capitalismo sino el capitalismo funcionando a pleno rendimiento
mediante la explotación, la creación de burbujas y la acumulación de riqueza en
manos de una minoría, o les echamos la culpa a los otros -y cuanto más otros
parezcan esos otros, mejor-.
España es un
país racista. Basta con ver las reacciones histriónicas y
ofendidas de la mayoría de nosotros cuando se nos acusa de ser racistas. El
racismo en este país lo impregna todo: el lenguaje, las fiestas populares, los
estadios de fútbol, las instituciones, la política, las chuches. Estamos tan
preocupados en desmentir que somos racistas que no nos paramos a combatir el
racismo, a aceptar nuestros sesgos y a hacer autocrítica. El racismo en
España es sistémico e interseccional, lo encuentras a izquierda y a derecha, en
el Norte y en el Sur, en ricos y en pobres, en hombres y en mujeres. Como
sociedad no parecemos dispuestos a aceptar esta realidad cuando nos la señalan
desde fuera y siempre acabamos encontrando una buena excusa para justificarla:
que qué susceptibles son algunos, que es que ese jugador racializado a quien
miles de personas insultaron por su color de piel en un partido es que es mala
persona, que es que no se integran, que es que ya no se puede decir nada, que
es solo un dibujo gracioso de unos cacahuetes, que es que yo tengo un amigo
negro, que es que es que es que...
El racismo está
tan aceptado en este país que no solo no pasa factura en las elecciones -lo que
no ocurre con el machismo, por ejemplo, que moviliza el voto de las mujeres
contra los partidos abiertamente misóginos- sino que da réditos electorales. Si
no, no se explicaría que el presidente del Gobierno, en plena ola racista, tras una burda campaña de bulos de la extrema derecha, que
intentó sacar partido del asesinato sin sentido de un niño de once años para provocar progromos contra las personas racializadas como los
que sacudieron el Reino Unido a principios del mes de agosto,
se haya subido al carro alimentando el discurso racista contra las personas migrantes,
sacando el mechero en pleno incendio para avivar aun más unas llamas que
amenazan con achicharrarnos a todos.
Durante décadas
hemos mirado hacia otro lado como si los discursos racistas y la violencia -no solo
verbal- contra las personas racializadas no nos incumbieran -hola, Albiol-. Hemos
deshumanizado e infantilizado a las personas migrantes, confundido el color
de la piel y la religión de las personas con su nacionalidad, obviado la
diversidad, negado nuestro pasado colonial y también nuestra (i)responsabilidad
histórica y política en las fallidas políticas de descolonización.
El problema
viene, por tanto, de lejos y reposa en varias generaciones anteriores a la
nuestra, pero el repunte del discurso racista y contra las personas migrantes
que estamos viviendo este verano, y que ha escalado en intensidad y
agresividad, no es algo casual, responde a un plan. Y al igual que lo ocurrido
con el tema de la okupación, en el que el discurso y las mentiras alimentadas y
ampliadas en medios de comunicación y redes sociales ayudaron a construir una
mentalidad que criminalizó a los arrendatarios para justificar la falta de
regulación en las políticas de vivienda, la burbuja de los alquileres y los
pisos turísticos, los bulos y el discurso de odio racista están pensados para
criminalizar a una parte de la población, inventándose así un problema
inexistente con el que alimentar el malestar social, tensar el clima polítco,
arrastrar a otros partidos a comprar el marco mental de que las personas
migrantes constituyen una problema y poder ganar, finalmente, las elecciones (y
así poder hacer negocio).
La victoria de
la extrema derecha en las elecciones regionales en Turingia con
la que hemos estrenado por todo lo alto este mes de septiembre, con todo lo que
tiene además de simbólico y aterrador, es la prueba palpable de que el discurso
racista se está haciendo fuerte en una parte de la población europea, que se
está dejando llevar por las mentiras y los prejuicios que campan libres en unas
redes sociales que solo se preocupan por tapar pezones femeninos y por cerrar
cuentas críticas con sus millonarios dueños. Los partidos políticos,
especialmente aquellos que todavía se autoperciben como progresistas y
demócratas, tienen la obligación moral y política de combatir el racismo y los
discursos de odio y de ponerse manos a la obra en hacer política de verdad,
política con la que, aunque no se impugne el capitalismo, al menos sí se ponga
freno a muchos de los excesos que nos están llevando al abismo y a la
desesperanza. Cualquier tentación, por tanto, de comprar y aceptar el marco
mental que se nos está intentando imponer por parte de las derechas
desquiciadas, mientras se siguen ignorando los problemas reales de la sociedad,
no hará más que alimentar el odio, el malestar social y las opciones
electorales del fascismo. Pero somos los ciudadanos de a pie quienes tenemos la
responsabilidad última de plantar cara a las mentiras y al odio, de entender
que solo confiando en la amabilidad de los extraños podemos vivir en paz y
construir comunidad.
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