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viernes, 26 de julio de 2024

CAZA MAYOR


CAZA MAYOR

JONATHAN MARTÍNEZ

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, tras intervenir en el Congreso para presentar el plan de calidad democrática. - EFE/ Zipi Aragon

Hay un viejo relato de Iván Turguénev que me fascina. Un día de julio, el protagonista de El prado de Bezhin sale a cazar urogallos por los andurriales de la región rusa de Tula hasta que el atardecer lo invita a tomar el camino de vuelta a casa. Todo parece irle bien. Ha cobrado varias piezas y lleva el zurrón tan cargado que le lastima los hombros. El problema es que la noche ha borrado ya los senderos. Extraviado en la espesura de la desesperación y la impaciencia, avanza a duras penas y descubre a unos muchachos que cuentan historias alrededor de una hoguera. La caza ha quedado ya eclipsada por la magia del fuego y el arte de narrar.

En 1851, cuando Turguénev publicaba El prado de Bezhin, Herman Melville llevaba las aventuras de Moby Dick a las imprentas. Al narrador lo llamamos Ismael, pero el verdadero protagonista de la novela es un cachalote blanco, un leviatán mortal y escurridizo al que nadie consigue dar caza. El capitán Ahab ha pasado a la historia de la literatura como un quijote marítimo que persigue a su enemigo hasta los más atormentados extremos de la demencia. La vida humana no vale nada cuando aparece una causa más poderosa que la humanidad misma. Eso es lo que representa el gran cetáceo: una utopía tan seductora como contraproducente.

En la pluma de Turguénev o en la de Melville, en los bosques del sur de Moscú o en las tempestades del Océano Pacífico, la caza expone un mismo matiz simbólico. Sin embargo, las diferencias aquí resultan abismales. El urogallo de Turguénev se presenta como un ave común e insignificante. Tanto es así que la caza nos parece una mera coartada narrativa, un conveniente artificio que conduce al protagonista hacia la hoguera donde se cuecen otras historias. Uno de esos gallos monteses no bastaría para justificar una novela épica. Al contrario, Moby Dick tiene un porte monumental y una dimensión mitológica que permite invocar la suerte de los marineros antiguos.

Con la expansión tecnológica, el mundo se ha vuelto pequeño y las novelas de aventuras han perdido buena parte de su encanto. Los océanos están surcados de cruceros. No queda apenas un rincón del planeta que no haya sido pisoteado. Basta un poco de tiempo libre y una abultada tarjeta de crédito para volar hasta el aeropuerto de Maun, calzarse un chaleco de camuflaje, cargar el rifle y abatir a tiros a un elefante, a un búfalo o a un babuino. Leo en un informe de Humane Society International que Alemania y España se sitúan a la cabeza de Europa en la importación de trofeos de caza. En la nómina aparece una confusa selección de leones africanos, linces y osos polares.

En estos tiempos raros, también la deliberación política experimenta algunos síntomas de degradación y cansancio. El debate de ideas palidece bajo las noticias falsas y las acusaciones de brocha gorda. No importa tanto tener más o mejores proyectos que el adversario. Lo que cuenta es diezmar las filas enemigas, levantar tormentas de mierda y minar reputaciones por la vía judicial y mediática. ¿Qué buscaba la cloaca de Rajoy cuando salía a cazar militantes de Podemos en las bases de datos de Interior? Quería detectar algún lazo con "temas abertzales" o "extremismo violento". Buscaban algún diputado, dicen los whatsapps de Francisco Martínez, que fuera "chungo".

De aquellos polvos, estos lodos de cubil cochinero. Juan Carlos Peinado, el juez que investiga la denuncia contra Begoña Gómez, ha pedido que Pedro Sánchez acuda a los juzgados a declarar como testigo. El presidente responde que está dispuesto a responder por escrito. Todo nos lleva a pensar que el objetivo de Peinado no sería clarificar la causa, sino difundir imágenes de la declaración de Sánchez con el propósito último de menoscabar su prestigio y derribar su Gobierno. Vista la inconsistencia de las pruebas y la arbitrariedad del proceso, a nadie le extrañaría que el presidente termine imputado con los argumentos más peregrinos.

¿Qué fue del caso Koldo? El tumulto estalló en febrero y Sánchez surfeó la marea con un habilidoso juego de cintura sacrificando bajo el oleaje a José Luis Ábalos. Las urnas no se resintieron. Primero, el PSE ganó dos escaños en las elecciones vascas y consolidó su plaza como socio parental del PNV. Después, el PSC logró un registro formidable en las elecciones catalanas. Finalmente, Teresa Ribera mantuvo el tipo en las elecciones europeas. ¿Por qué no surtieron efecto los titulares estridentes de las gacetillas ultras, las tertulias soliviantadas, las anarrosas y los vicentesvallés de oficio? Porque Koldo García era apenas un urogallo. Y Pedro Sánchez es el cachalote blanco.

Estos días, las votaciones andan atascadas en el Congreso. Dice Gabriel Rufián que el aire huele a moción de censura. Que Feijóo prepara su postulación y que Vox y Junts podrían navegar en ese mismo yate. El escenario es improbable, pero conviene recordar cómo llegó Sánchez a la Moncloa. No me refiero al mejunje de siglas ni al carácter repentino de su moción de censura, sino a su pretexto. Y es que la Audiencia Nacional acababa de publicar la condena contra los acusados de la trama Gürtel. Ahora la prensa derechista recuerda que Sánchez pidió la dimisión de Rajoy cuando el entonces presidente declaró como testigo.

En los últimos años, el maridaje de los tribunales y la extrema derecha ha andado enredado en batidas de caza menor. La receta es simple y eficaz: una denuncia sin fundamento, un juez receptivo y un contingente de medios de comunicación que necesitan la carnaza más apetitosa para vendernos sus productos en los descansos publicitarios. Una Mónica Oltra por aquí y un caso Neurona por allá. Pero el juez Peinado, como el capitán Ahab, no parece contentarse con echarse al zurrón una buena ristra de urogallos. Es por eso que afila el arpón y apunta al cachalote blanco, pieza de caza mayor, la más temida y deseada. Va a necesitar suerte. Esta clase de obsesiones suelen terminar en naufragio.

 

JONATHAN MARTÍNEZ

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, tras intervenir en el Congreso para presentar el plan de calidad democrática. - EFE/ Zipi Aragon

Hay un viejo relato de Iván Turguénev que me fascina. Un día de julio, el protagonista de El prado de Bezhin sale a cazar urogallos por los andurriales de la región rusa de Tula hasta que el atardecer lo invita a tomar el camino de vuelta a casa. Todo parece irle bien. Ha cobrado varias piezas y lleva el zurrón tan cargado que le lastima los hombros. El problema es que la noche ha borrado ya los senderos. Extraviado en la espesura de la desesperación y la impaciencia, avanza a duras penas y descubre a unos muchachos que cuentan historias alrededor de una hoguera. La caza ha quedado ya eclipsada por la magia del fuego y el arte de narrar.

En 1851, cuando Turguénev publicaba El prado de Bezhin, Herman Melville llevaba las aventuras de Moby Dick a las imprentas. Al narrador lo llamamos Ismael, pero el verdadero protagonista de la novela es un cachalote blanco, un leviatán mortal y escurridizo al que nadie consigue dar caza. El capitán Ahab ha pasado a la historia de la literatura como un quijote marítimo que persigue a su enemigo hasta los más atormentados extremos de la demencia. La vida humana no vale nada cuando aparece una causa más poderosa que la humanidad misma. Eso es lo que representa el gran cetáceo: una utopía tan seductora como contraproducente.

En la pluma de Turguénev o en la de Melville, en los bosques del sur de Moscú o en las tempestades del Océano Pacífico, la caza expone un mismo matiz simbólico. Sin embargo, las diferencias aquí resultan abismales. El urogallo de Turguénev se presenta como un ave común e insignificante. Tanto es así que la caza nos parece una mera coartada narrativa, un conveniente artificio que conduce al protagonista hacia la hoguera donde se cuecen otras historias. Uno de esos gallos monteses no bastaría para justificar una novela épica. Al contrario, Moby Dick tiene un porte monumental y una dimensión mitológica que permite invocar la suerte de los marineros antiguos.

Con la expansión tecnológica, el mundo se ha vuelto pequeño y las novelas de aventuras han perdido buena parte de su encanto. Los océanos están surcados de cruceros. No queda apenas un rincón del planeta que no haya sido pisoteado. Basta un poco de tiempo libre y una abultada tarjeta de crédito para volar hasta el aeropuerto de Maun, calzarse un chaleco de camuflaje, cargar el rifle y abatir a tiros a un elefante, a un búfalo o a un babuino. Leo en un informe de Humane Society International que Alemania y España se sitúan a la cabeza de Europa en la importación de trofeos de caza. En la nómina aparece una confusa selección de leones africanos, linces y osos polares.

En estos tiempos raros, también la deliberación política experimenta algunos síntomas de degradación y cansancio. El debate de ideas palidece bajo las noticias falsas y las acusaciones de brocha gorda. No importa tanto tener más o mejores proyectos que el adversario. Lo que cuenta es diezmar las filas enemigas, levantar tormentas de mierda y minar reputaciones por la vía judicial y mediática. ¿Qué buscaba la cloaca de Rajoy cuando salía a cazar militantes de Podemos en las bases de datos de Interior? Quería detectar algún lazo con "temas abertzales" o "extremismo violento". Buscaban algún diputado, dicen los whatsapps de Francisco Martínez, que fuera "chungo".

De aquellos polvos, estos lodos de cubil cochinero. Juan Carlos Peinado, el juez que investiga la denuncia contra Begoña Gómez, ha pedido que Pedro Sánchez acuda a los juzgados a declarar como testigo. El presidente responde que está dispuesto a responder por escrito. Todo nos lleva a pensar que el objetivo de Peinado no sería clarificar la causa, sino difundir imágenes de la declaración de Sánchez con el propósito último de menoscabar su prestigio y derribar su Gobierno. Vista la inconsistencia de las pruebas y la arbitrariedad del proceso, a nadie le extrañaría que el presidente termine imputado con los argumentos más peregrinos.

¿Qué fue del caso Koldo? El tumulto estalló en febrero y Sánchez surfeó la marea con un habilidoso juego de cintura sacrificando bajo el oleaje a José Luis Ábalos. Las urnas no se resintieron. Primero, el PSE ganó dos escaños en las elecciones vascas y consolidó su plaza como socio parental del PNV. Después, el PSC logró un registro formidable en las elecciones catalanas. Finalmente, Teresa Ribera mantuvo el tipo en las elecciones europeas. ¿Por qué no surtieron efecto los titulares estridentes de las gacetillas ultras, las tertulias soliviantadas, las anarrosas y los vicentesvallés de oficio? Porque Koldo García era apenas un urogallo. Y Pedro Sánchez es el cachalote blanco.

Estos días, las votaciones andan atascadas en el Congreso. Dice Gabriel Rufián que el aire huele a moción de censura. Que Feijóo prepara su postulación y que Vox y Junts podrían navegar en ese mismo yate. El escenario es improbable, pero conviene recordar cómo llegó Sánchez a la Moncloa. No me refiero al mejunje de siglas ni al carácter repentino de su moción de censura, sino a su pretexto. Y es que la Audiencia Nacional acababa de publicar la condena contra los acusados de la trama Gürtel. Ahora la prensa derechista recuerda que Sánchez pidió la dimisión de Rajoy cuando el entonces presidente declaró como testigo.

En los últimos años, el maridaje de los tribunales y la extrema derecha ha andado enredado en batidas de caza menor. La receta es simple y eficaz: una denuncia sin fundamento, un juez receptivo y un contingente de medios de comunicación que necesitan la carnaza más apetitosa para vendernos sus productos en los descansos publicitarios. Una Mónica Oltra por aquí y un caso Neurona por allá. Pero el juez Peinado, como el capitán Ahab, no parece contentarse con echarse al zurrón una buena ristra de urogallos. Es por eso que afila el arpón y apunta al cachalote blanco, pieza de caza mayor, la más temida y deseada. Va a necesitar suerte. Esta clase de obsesiones suelen terminar en naufragio.

 

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