ARGENTINA. CRÍTICA
DE LA RAZÓN REPRESIVA
POR EMILIO
CAFASSI
La atención que en la turbulenta atmósfera argentina viene suscitando la represión a la movilización contra la aprobación de la segunda versión de la ley “Bases..”, declina peligrosamente. Un manto de incertidumbre envuelve la magnitud de las secuelas, cuya gravedad se antoja aún indescifrable. Evoquemos el contexto en que se desarrollaron los acontecimientos. El proyecto de ley atravesó el umbral de condiciones para ingresar al senado el miércoles 12, luego de su iniciación y aprobación en la cámara de diputados, mediante arduas negociaciones. En esa cámara se esperaban condiciones de aprobación aún más reñidas, en medio de tortuosas presiones, compra de votos a través de favores para cargos personales, resultando una perspectiva de incierto desenlace. Varias organizaciones sociales y sindicales, junto a partidos políticos de izquierda y debilitadas fracciones progresistas del peronismo convocaron a una manifestación frente al Congreso, para manifestar oposición a la ley en un amplio espectro horario, según cada sector, desde las primeras horas de la mañana, hasta el crepúsculo, disipando los niveles de concentración de la asistencia. Como viene sucediendo desde los albores de la gestión de Milei, las diversas fuerzas de seguridad federales, se pertrecharon con inusitado despliegue. La apretada síntesis culmina con disturbios y represión, o represión y disturbios, una dualidad indistinta, que la fría contabilidad registra como incendios de un par de automóviles, una estación de bicicletas públicas y contenedores de residuos, además de piedras, con 33 ciudadanos detenidos.
Trataré sobre el final
las vandalizaciones e intervenciones violentas, enfatizando inicialmente el crescendo
de estrategias represivas particularizadas con las que se despliega un sombrío
entramado entre los poderes ejecutivo y judicial construyendo un clima de
asfixia de la expresión pública y la libertad: una suerte de fase superior de
la violencia institucional, que irónicamente se camufla bajo la autodenominada
y burlesca etiqueta de “libertaria” de la administración actual. Sin albergar
nostalgia alguna por las anteriores gestiones del principal aliado del
gobierno, el partido del expresidente Macri, con la misma ministra de
seguridad, Bullrich, debo admitir que incluso ellos no se habían atrevido a dar
el salto cualitativo aterrador y palpable que se cristaliza en estos hechos.
Intentaré desagregarlos.
En el teatro de
operaciones de la ejecución represiva, la propia ministra de seguridad orquesta
personalmente la intervención de un triunvirato de fuerzas federales: Policía
federal, Gendarmería y Prefectura, relegando a un papel casi anecdótico a la
Policía de la ciudad o de espectadora de la coreografía ministerial.
La emisión de un tweet
surgido de las sombras digitales de una cuenta denominada “oficina del
presidente”, cuyo autor permanece envuelto en el misterio. Afirma que grupos
terroristas con palos, piedras y granadas, habrían intentado perpetrar un golpe
de estado, además de felicitar por la represión. Desopilante, si no fuera
porque el fiscal de turno lo acoge con una seriedad escalofriante.
Intervención del fuero
federal mediante el fiscal Stornelli y la jueza Servini de Cubría, embarcado en
una quimérica cruzada para desentrañar las tales acciones “terroristas” e
intento golpista solo con palos y piedras.
Expresa una justicia
que danza al son del poder ejecutivo.
La saña punitiva que
alcanza su apogeo con la utilización de prisiones de máxima seguridad, alejadas
de la ciudad, dependientes del Servicio Penitenciario que a su vez depende de
la ministra. Decisión que contrasta con la realidad de detenidos con condenas
pendientes que languidecen en comisarías y alcaidías, víctimas de la crónica insuficiencia
de plazas carcelarias.
La práctica de
torturas físicas y psicológicas a varios de los detenidos, en los oscuros
recovecos de las prisiones donde algunos fueron desnudados, golpeados y
sometidos a gas pimienta, o en los carros de traslados. Todas ellas,
insuficientemente denunciadas.
La morosidad del
tratamiento judicial y la dilación de las sentencias que arroja a los
procesados e incluso liberados a un limbo virtualmente eterno.
Hipótesis de 6 puntos
que pretende reflejar las facetas más sombrías de una represión
institucionalizada, profunda y perturbadora. En las profundidades del oscuro
compendio procesal, el fallo de la jueza declara la falta de mérito para 28. La
génesis y, frecuentemente, el desenlace de tales procedimientos judiciales, se cimentan
sobre los testimonios y actas de los agentes del orden, cuyos relatos son un
eco monótono de acusaciones predecibles: “tiró piedras”, “agredió a un
oficial”, entre otras expresiones trilladas. Sin imágenes concluyentes ni
pruebas sustanciales, la ausencia de evidencia tangible es abrumadora. Por el
contrario, cuando hay imágenes, la inocencia se impone rauda, inclusive por el
propio hecho de que una proporción ni siquiera eran manifestantes sino
vendedores de comidas. Sin embargo, la sola detención fue suficiente para que
el fiscal Carlos Stornelli etiquetara a los capturados como golpistas y
terroristas, en una resonancia fiel al guion gubernamental, conduciéndolos a la
prisión, incluso a recintos de máxima seguridad federal. Entre los cinco aún detenidos,
no se vislumbran argumentos sólidos que sustenten las alegaciones de un
potencial peligro de fuga o de obstrucción de la justicia. A estos se les
aplica la figura de “intimidación pública”, pretexto bajo el cual se alega una
alta expectativa punitiva, perpetuando así una antigua doctrina que impone, de
facto, una pena anticipada y preventiva. Inclusive la cacería policial llegó
las casas particulares de manifestantes, interrogando vecinos y a una de las
liberadas, por si hubiera salido del país.
Dentro de este absurdo
laberinto judicial, cinco almas permanecen aún entre rejas, procesados bajo
acusación de “intimidación pública”, una clasificación tan arcaica como
draconiana. Cristian Valiente enfrenta acusaciones de haber lanzado piedras y
poseer una granada, aunque él insiste en que no es más que un aerosol
lacrimógeno, desechado por la policía, un objeto que él, en un acto de probable
ingenuidad, decidió recoger. Daniela Calarco y Roberto de la Cruz Gómez son
señalados como los artífices del fuego que consumió una estación de bicicletas
y contenedores de residuos. A Fernando Gómez se lo acusa de lanzamientos
pétreos e intento de superar una valla. David Sica, por su parte, enfrenta la
imputación de haber golpeado a una oficial durante su arresto. Se trata de un
desempleado que cruzaba en busca de comida para gente en situación de calle. No
se han exhibido aún pruebas de estas inculpaciones. Todas las prisiones
resultan inadmisibles, aún en el caso de que se pruebe que Calarco y Gómez
hayan producido los incendios. Porque no son piromaníacos sino que lo habrían
hecho en un contexto de protesta social, ni Valiente arroja piedras a todo
vecino. No hay riesgo de entorpecimiento de la investigación ni peligro alguno
para la sociedad. Tan solo búsqueda de la crueldad y de atemorizar
ejemplarmente a toda la sociedad.
Resulta evidente que
la verdadera intimidación no emana de calles tumultuosas, sino de los poderes
ejecutivo y judicial hacia la sociedad civil desestimulando y conculcando la
libertad expresiva, la convocatoria de las organizaciones civiles y políticas y
el ejercicio de la protesta. No solo por la acción persecutoria de esta
verdadera cacería sino por omisión de investigación. En efecto, los hechos
vandálicos más graves, aquellos mismos utilizados para justificar la represión
y la disparatada conclusión de intento de golpe, han quedado inexplicablemente
fuera del escrutinio judicial. El único párrafo de la jueza sobre la quema del
vehículo de la radio “Cadena3” dice que es una “circunstancia reproducida por
medios periodísticos” y se encontraría bajo la “justicia ordinaria”.
Precisamente la acción principal, perfectamente registrada por las cámaras,
sobre la que se levantan sospechas de haber sido una escenificación orquestada
por la propia policía para justificar la cacería posterior. Las fuerzas de
seguridad no solo no brindan la seguridad con la que se las denomina, sino que
aparecen involucradas en la fabricación de pretextos, para su propia
intervención represiva.
No deseo sustraerme a
la polémica que en algunos círculos como las asambleas populares y organismos
de derechos humanos sostienen ciertas autoproclamadas izquierdas, las cuales
defienden la legitimidad de las acciones violentas de resistencia, la virtud supuestamente
estimulante de la confrontación física o la negación de cualquier delito contra
individuos o bienes en el marco de las protestas o frente a actos represivos.
Más allá de las posibles nobles intenciones que puedan animar tales argumentos,
creo que comprometen no solo a las víctimas de estas verdaderas cacerías que
relato, sino al futuro de las movilizaciones y las metodologías de resistencia.
Al abogar por una violencia justificada, podrían inadvertidamente esmerilar la
legitimidad y eficacia de los movimientos sociales, además de desestimular la
convocatoria más amplia y abarcativa posible, de voces variadas a las
movilizaciones. La fuerza de la libertad expresiva no es física sino que su
potencia reside en la atracción hacia un espectro amplio de la sociedad
avasallada por la ofensiva expropiadora, donde cada individuo,
independientemente de su capacidad física, encuentre un rol y un espacio para
intervenir.
No es menor el
despliegue aterrorizante del gobierno, como desaliento de la protesta social y
la libertad expresiva. Es indispensable evitar cualquier contribución, incluso
involuntaria, que pueda justificar o incentivar una mayor pasividad ciudadana
por no sentirse “Rambos” de la resistencia. Tal contribución es una táctica
sustractiva de participación y hasta represiva, aunque no de los agresores
directos, sino de todo el resto de las formas de disidencia ajenas al combate
físico. Incluyendo al ejercicio de la razón.
Por Emilio Cafassi
(Profesor Titular e Investigador de la Universidad de Buenos Aires).
cafassi@uba.ar
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