PULSIÓN DE MUERTE: FIN DE LA HUMANIDAD
MARCELO COLUSSI.
Socialismo o barbarie
(Fotografía: insurgente.org)
La forma en que el capitalismo se ha desplegado por todo el orbe desde hace ya un par de siglos globalizando (igualando) modas y costumbres por doquier, en general impuestas a la fuerza, ha ido creando una cultura de consumo y despilfarro que parece ya muy hondamente instalada en la población, sin miras de retirarse en lo inmediato. Por el contrario, tiende a profundizarse: “salir de la pobreza” es sinónimo de comenzar a consumir. Eso toca a toda la humanidad, con distintos grados de acceso al consumo; un ciudadano estadounidense consume al menos 100 veces más que uno del África; por ejemplo: 150 litros diarios de agua contra 1 o 2 de un africano. Pero también en este golpeado continente se han instalado esas pautas, y “salir de la pobreza crónica” de allí, dadas las formas en que el capitalismo se expandió, pasa por consumir los productos que el hoy propagado globalmente capitalismo ofrece. Un africano “exitoso”, entonces, se mira en el espejo de cualquier occidental “exitoso” -Hollywood mediante- y buscará comprarse el Ferrari de lujo, usar ropa de marca y viajar en avión en primera clase. Esa cultura, hoy por hoy, llegó para quedarse. La cuestión es cómo lograr un desarrollo alternativo que pueda generar otra cultura. El socialismo la propone.
Los 500 millones de
campesinos pobres que la República Popular China sacó de la indigencia rural en
estos últimos años gracias a su socialismo de mercado, instalándolos en urbes
-en general megaurbes de muchos millones de habitantes-, convirtiéndolos en
obreros industriales y/o profesionales, ahora son personas de clase media que
consumirán igual -o quizá más- que un occidental (estadounidense o europeo). ¿Es
eso sostenible? Sin dudas el hiperconsumo al que nos llevó el modo de
producción capitalista es inviable. La huella ecológica que va dejando el paso
del ser humano por la Tierra en esta perspectiva de capitaloceno es suicida. El
planeta Tierra ya no resiste tanta presión. De ahí que voces autorizadas en el
tema ven que este modelo de desarrollo está creando nuevas zoonosis
(enfermedades producidas por el descalabro medioambiental), tal como la
reciente pandemia de COVID-19, preámbulo de otras por venir:
“El cambio en el
uso del suelo, la destrucción de los bosques tropicales, la expansión de las
tierras agrícolas, la intensificación de la ganadería, la caza, el comercio de
animales silvestres, y la urbanización rápida y no planificada son algunos de
los factores que influyen en la propagación de virus con potencial pandémico”,
informa la Universidad de Harvard (Estados Unidos), en un circunstanciado
estudio. La idea de consumo voraz, casi hedonista, que parece ya haberse
instalado en forma permanente, obra en contra de la sobrevivencia misma del
colectivo. Así como está concebido, ese modelo lleva a la autodestrucción, por
lo que es imprescindible generar nuevas formas de relacionamiento que sirvan a
la totalidad de la población mundial, y no solo a grupos determinados.
Todo lo cual obliga
considerar que podrán existir élites super privilegiadas que ya están pensando
en abandonar este mundo para instalarse fuera, en algún lugar menos
“contaminado”, más vivible. Y que el pobrerío resista aquí como pueda.
De la mano de esto,
y como otra catástrofe a la que todo el mundo se enfrenta, aparece el problema
de la posible guerra nuclear. Si es cierto que las hipótesis de conflicto de
las grandes potencias en este caso hablan de uso de armas atómicas tácticas -no
las más tremendamente letales: los actuales misiles (estratégicos) tienen
cargas hasta 30 veces más potentes que las bombas lanzadas en Japón en 1945-,
la posibilidad real es el uso de todo el potencial acumulado: tácticas y
estratégicas. Dado que nadie quiere perder en una guerra, el desarrollo de un
conflicto bélico puede llevar a consecuencias impensables, a salidas
virtualmente “locas”. De las guerras se sabe cómo comienzan, pero nunca cómo
terminan. Nadie quiere disparar los misiles intercontinentales, pero si alguien
los usa, la respuesta del otro lado es inevitable. Incluso, así se destruyera
completamente una de las potencias enfrentadas, las respuestas van más allá de
la intervención humana, porque son robots especialmente preparados los que
devolverían el golpe, ya no los humanos vencidos. Y no hay antídoto contra eso.
Si no es por la muerte instantánea en el momento de recibir los impactos, la
lluvia ácida provocada por las posteriores nubes radiactivas, y el prolongado
invierno nuclear que seguiría (noche permanente por al menos una década con
temperaturas gélidas extremas, similar a lo que sucedió hace 65 millones de
años con el aerolito que cayó en la península de Yucatán terminando con
prácticamente toda forma viviente en aquel entonces), todo eso acabaría con
toda la actual vida sobre el planeta por la falta de luz solar. Por tanto,
utilizar ese tipo de armamentos entre las superpotencias es algo que, como lo
dice en inglés la abreviatura de la fórmula de la correspondiente estrategia
militar: “Mutual Assured Destruction” -MAD- es algo “loco” (mad, en inglés).
Un gran conflicto
internacional, con misiles estratégicos, podría tornar el planeta invivible,
con esas élites escapando a paraísos extraterrestres. Aunque suene a ciencia
ficción, eso es pensable. De dispararse todo el potencial, es decir: de darse
una tercera guerra mundial con armas atómicas, como dijo Einstein, “la cuarta
sería a garrotazos”. Fue benévolo en su consideración, porque si se dispara
toda esa energía, no quedaría nada en el planeta (la onda expansiva que se
produciría alcanzaría la órbita de Plutón). Ya no llegaríamos ni a los
garrotes: no quedaría ser humano alguno para contarlo.
Considerando todo
lo anterior, Sigmund Freud, padre del psicoanálisis -que no era socialista propiamente,
pero tenía un muy agudo pensamiento crítico progresista-, en una serena y
madura reflexión de su senectud, dijo que una tendencia autodestructiva del ser
humano (la pulsión de muerte, tal como él la concibió) terminaría imponiéndose,
llevando a la desaparición de esta especie. Es una intuición, una hipótesis,
indemostrable en principio; lo cierto es que, viendo el mundo actual marcado
tan profundamente por los valores capitalistas, la misma tiene total sentido.
El afán de ganancia (se permite destruir nuestra casa común, el planeta Tierra,
si eso da dinero, business are business) y la búsqueda de poder y de imponerse
sobre el otro (¿quién acepta perder en un conflicto?) nos pueden llevar a la
catástrofe final. Es por eso que, en defensa de la humanidad, de toda forma de
vida y del planeta que habitamos, el socialismo aparece como la única salida
posible. Una vez más, cobra absoluta vigencia la reflexión de Rosa Luxemburgo,
retomando a Engels: “Socialismo o barbarie”.
Marcelo Colussi
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