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sábado, 13 de abril de 2024

CASO ALVES: ¿CUESTIONAR DERECHOS EN NOMBRE DEL FEMINISMO?

CASO ALVES: ¿CUESTIONAR DERECHOS 

EN NOMBRE DEL FEMINISMO?

Cuando se ponen en duda las garantías procesales se está minando el Estado de derecho, lo que puede volverse contra el activismo político y las luchas sociales

NURIA ALABAO

Frágil. / La boca del logo

Desde hace un tiempo, algunos casos mediáticos de juicios por agresiones sexuales se están convirtiendo en una oportunidad para comentar sentencias e incluso cuestionar el propio funcionamiento del proceso. El marco que opera aquí es grave, porque ante la sensación de urgencia, la indignación que nos producen estos casos y el machaque de los medios se acaba pidiendo más penas, se objetan las garantías procesales o los derechos de los penados. El proceso judicial de Dani Alves ha sido uno de los ejemplos más recientes.

 

La agitación opinativa llegó tras la sentencia, cuando se produjo una reducción de la pena por el depósito voluntario de la indemnización, y explotó con su salida de la cárcel a la espera de que su sentencia sea firme. ¿Pero, más allá de lo mal que nos caiga el personaje, o de lo que creamos que merezca, cuáles son los peligros para los derechos y libertades conquistadas de estos cuestionamientos?

 

“Alves ha comprado una rebaja de pena”

 

“Dani Alves pudo comprar una rebaja de pena en su juicio por violación, algo que es totalmente intolerable. Por eso hemos propuesto en el Congreso una reforma del Código Penal para que la reparación económica no signifique una rebaja de la pena en casos de violencias machistas”, tuiteaba la secretaria general de Podemos, Ione Belarra. El lenguaje es revelador, lo que se presenta como “intolerable” necesita ser compensado inmediatamente con alguna declaración grandilocuente que te sitúe del lado del bien –sobre todo si eres política–, que muestre tu implacable rechazo al hecho y active una “solución”. Parece que estas “soluciones” que se proponen en el feminismo mainstream e institucional están identificadas con medidas procesales más duras, con penas más largas, con esta aparente fe en la prisión como solución privilegiada a la violencia sexual. Quizás esa tonalidad afectiva de la indignación no es la mejor para pedir modificaciones de leyes. Sobre todo si puede volverse contra nosotras. ¿Por qué siempre que asistimos a un juicio pensamos que únicamente podemos encontrarnos del lado de la víctima y nunca del victimario? ¿Y si somos acusadas de “desórdenes públicos” por asistir a una manifestación aunque seamos inocentes?, algo que resulta bastante común, por otra parte.

 

La reparación económica es una atenuante que se utiliza para rebajar las penas. Hoy, esta figura está evitando, por ejemplo, que muchos chavales antifascistas o activistas sociales entren en prisión –y también personas pobres sin apenas ingresos–. La reparación puede ser la devolución de un bien en el caso de un robo, o monetaria en muchos otros, y es proporcional a los recursos del condenado. En ocasiones los ingresos serán de 1.000 euros y en otros de 50 y se supone que se consigna ese dinero como muestra de buena voluntad. Es decir, Alves no sale por ser rico, porque si tuviese menos recursos el juez también hubiese rebajado la pena con una cantidad menor. En este punto hay que recordar que somos uno de los países de Europa con las penas más altas y que estas atenuantes son utilizadas para reducirlas en muchas ocasiones y en todo tipo de delitos, aunque exista un cierto margen de arbitrariedad de los jueces.

 

Es cierto que se puede criticar que el sistema penal es muy economicista, fruto de un marco capitalista donde todo tiene un precio, y que deberíamos empezar a pensar otras posibilidades fuera del marco penal actual del castigo y de la reparación monetaria. (Aunque esta reparación dineraria, a veces, puede ser muy útil para mejorar la situación de algunas personas que después de ser víctimas del delito tienen dificultades para trabajar o necesitan atención especializada, como en algunos casos de violencias sexuales). Evidentemente estamos hablando de un asunto complejo. ¿Cómo se repara una violación? ¿El dinero sería suficiente? ¿La condena repara a la víctima? ¿Todas las víctimas se sienten mejor cuando sus violadores acaban en prisión, aunque sean familiares, amigos, parejas o el padre de sus hijos? Pensar que la cárcel es la solución a todo no es sino un prejuicio bastante extendido.

 

En este caso nos encontramos también con una paradoja, ya que se ha prohibido la mediación en los casos de agresiones sexuales como se hizo previamente en los de violencia de género –las dos únicas excepciones existentes–. La mediación ofrece a víctimas y autores de los delitos un espacio de encuentro, siempre voluntario, –directo o a través de mediadores profesionales– donde poder conversar. De manera que, como explica en esta entrevista la magistrada Carme Guil, la prohibición pone barreras a los procesos de justicia restaurativa –una forma de resolución de conflictos basada en el diálogo, el acuerdo y la reparación del daño causado en vez de en el castigo–, que en muchas ocasiones pueden ser más reconfortantes para la víctima –y mejor para la comunidad de la que forma parte– que una compensación monetaria. (Por ejemplo, cuando el agresor es alguien cercano, muchas mujeres no quieren que acabe en la cárcel, sino que reconozca el dolor que ha provocado, la verdad del sufrimiento, y que no se vuelva a repetir, etc…). Es decir, mediante la prohibición de la mediación se dificultan otros procesos de reconocimiento de las necesidades de las víctimas y luego en su nombre se piden más penas, como si eso pusiese automáticamente un freno al daño producido.

 

El problema con la excepción que propone Belarra –quitar la atenuante de reparación económica– es que si una medida universal como esta es cuestionada en delitos de violación, se abre la puerta a que suceda en otros casos. Recordemos, es una medida que hoy está evitando entradas en prisión de activistas condenados a penas bajas. Si se hace para un caso, acabará extendiéndose a otros, y eso siempre termina perjudicando a los que tienen menos protecciones frente al Estado. Es probable que se acaben generando excepciones para, por ejemplo, la gente perseguida por “desórdenes públicos” o “atentado a la autoridad”, dos de los delitos que la policía imputa a menudo a activistas detenidos en manifestaciones, en acciones, o a veces para evitar ser denunciados por agresiones en casos de violencia policial desproporcionada. Quizás acaben aplicándonoslo a nosotras mismas, recordemos a las feministas que están siendo encausadas por manifestaciones, pintadas u otras acciones. Podemos pagar caro dar más herramientas al Estado para la represión, para el encarcelamiento, legitimando a la policía y al sistema penal en nombre del feminismo. Ya nos ha pasado antes. Si los delitos de odio fueron impulsados con el objetivo de proteger a los colectivos vulnerables, hoy se utilizan profusamente contra activistas perseguidos por acciones políticas, por ejemplo, son abundantes las denuncias de Vox a activistas bajo este tipo penal o los casos donde se utilizan como agravante.

 

La prisión provisional debería ser excepcional

 

El segundo mensaje del caso Alves es que ha salido de la cárcel porque es rico y famoso. Aquí la instrumentalización de este juicio y el tratamiento amarillista por parte de los medios ávidos de conseguir audiencias a toda cosa producen una revictimización de la persona que ha sufrido la agresión, porque esta recibe el mensaje de lo que le está sucediendo es único, que solo le pasa a ella. Evidentemente esto no es así.

 

El uso de la prisión provisional debería ser absolutamente excepcional

 

La regla general es que nadie entra en la cárcel hasta que esté condenado en firme. El uso de la prisión provisional que permite encarcelar a alguien sin que se haya producido el juicio, o sin sentencia firme –como en este caso–, debería ser absolutamente excepcional. En teoría, esta excepción tiene que justificarse de forma muy clara y acotada. En principio se puede imponer siempre que los delitos que se imputen tengan penas de más de dos años de cárcel –excepto en casos de reincidentes, organizaciones criminales o violencia machista– y cuando exista la posibilidad de reincidir, destruir u ocultar pruebas o riesgo de fuga. Por tanto, aunque el personaje nos repulse, Alves no sale por ser rico y famoso, su puesta en libertad es un tratamiento habitual. Su condena es de cuatro años y medio, de la que ya ha cumplido la mitad en preventiva precisamente, y el juez ha estimado que es poco probable que se fugue. Estará en la calle hasta que se resuelva el recurso que ha presentado, es decir, hasta que sea firme. ¿Podría fugarse a pesar de todo? Quizás, pero, de nuevo, cuestionar un derecho consolidado para este caso se puede volver contra las personas más desprotegidas por el sistema; de hecho, ya sucede.

 

Precisamente la justicia “no es ciega”, y el origen social, la nacionalidad; es decir, ser pobre o migrante, o formar parte de movimientos sociales –calificados de “antisistema”– y todos los estereotipos que acompañan a estos colectivos suelen estar muy presentes en las decisiones judiciales. Por ejemplo, la causa de “riesgo de fuga” que justifica este encarcelamiento preventivo castiga ya especialmente a las personas extranjeras y a las sin hogar “por falta de arraigo”. No ser español aumenta las posibilidades de terminar en prisión preventiva. Hoy, casi la mitad de estos presos son extranjeros (44%), mientras solo suponen el 20% de los condenados, como recoge este reportaje de Civio con datos del 2022.

 

De hecho, la prisión preventiva se usa más de lo que se debería y tiene consecuencias muy graves. Es una pena muy severa porque recae sobre personas que hasta que no sean juzgadas son inocentes ante la ley, y que después del juicio pueden ser absueltas, pero para entonces ya habrán sufrido todas las consecuencias terribles que supone estar encarcelado –sociales, económicas, personales–. Hoy estamos hablando de ir a prisión a la ligera, como si fuese un paseo. Existe una percepción totalmente equivocada de lo que significa estar preso. Pero ¿qué pasa después de haber estado en prisión provisional? ¿Cómo rehaces tu vida normal, cómo recuperas tus lazos sociales o tu trabajo? Detrás de estos encarcelamientos hay muchas vidas destrozadas. Por eso es tan importante defender los derechos procesales –y también los de los presos–. El principio general, repito, desarrollado para proteger a los ciudadanos, dice que el daño de que un culpable quede libre siempre será menor que el de que un inocente sea encarcelado. El uso de la prisión provisional es abusivo y crece a medida que crece el populismo punitivo y los pánicos sociales.

 

Cuando estamos presionando para que se suprima este u otros derechos, ¿nos damos cuenta de que están pensados para protegernos de los abusos del Estado? ¿Qué pasaría si los seis de Zaragoza –condenados por una protesta contra Vox con la única prueba de una declaración policial– y que han tardado seis años en ser juzgados hubieran tenido que pasar buena parte de esos años encarcelados? ¿Y si luego fuesen declarados inocentes? ¿Nos parecería justo? Este es solo un caso, pero hay muchos muchos otros, como los activistas de Rebelión Climática a los que piden casi dos años de cárcel por arrojar agua teñida en la puerta del Congreso. Recordemos que esta organización fue calificada de “terrorista” por la Fiscalía y que a activistas de Futuro Vegetal les acusan de pertenencia a organización criminal. Siempre estamos a punto de perder derechos, no los empujemos nosotras mismas por el acantilado.

 

La violencia sexual –todos los pánicos sexuales– son teclas especialmente poderosas y fácilmente instrumentalizables. (Vox pide cadena perpetua para los condenados por violación y sus homólogos portugueses –Chega–, la castración química.) Como en el caso anterior, las excepciones que se abran en “nombre del feminismo” son derechos que podremos perder para todos. “En un Estado de Derecho las garantías del ciudadano frente al Estado deben prevalecer, para evitar abusos y transformaciones en estado autoritario. Y esto es muy importante. Si pedimos que se acaben las garantías para uno, se acabarán para todos”, decía la abogada Paz Lloria en Twitter. No podemos permitir que se use el feminismo para minar nuestros derechos.

 

Por un feminismo antipunitivo

 

Cuando se cuestionan las garantías procesales se está minando el Estado de derecho. Da igual el delito y lo mal que nos caiga el que lo haya cometido, el feminismo debería estar peleando por esas garantías, porque implica defender nuestro derecho a luchar y porque es una barrera contra las injusticias judiciales de todo tipo. No olvidemos que el sistema penal recae sobre todo en los pobres, existe para disciplinarlos para el trabajo.

 

Cuando se cuestionan las garantías procesales se está minando el Estado de derecho

 

Una cosa es que estemos batallando dentro de este sistema para evitar mensajes de impunidad respecto a la violencia sexual y otra muy diferente es discutir años de pena, o un marco donde se cuestionen la garantías procesales o los derechos de las personas penadas, a través de una lógica del castigo que impregna todo y a la que nos aferramos como si fuese una garantía. El sistema penal, ya lo hemos dicho en otras ocasiones, no acabará con la violencia hacia las mujeres, para ello se requiere una transformación social más amplia y que actuemos en muchos otros frentes. Fijarnos únicamente en el penal restringe drásticamente nuestra imaginación y nuestras acciones posibles.

 

Además, no deberíamos permitir que el feminismo alimente el clima de autoritarismo creciente en un momento en que en Europa los Estados están desarrollando estas tendencias de manera creciente. También sucede en España, un país de penas altas y herramientas represivas expansivas –recordemos la ley mordaza o la reciente reforma de la sedición que introdujo nuevos delitos–. De hecho, hoy se están normalizando tanto la violencia policial –basta escuchar las justificaciones de los tertulianos en los medios mainstream–, como las detenciones masivas en manifestaciones, o las condenas altas que castigan la protesta social. Contra todo eso deberíamos enfocarnos. Por más que nos repugnen los agresores sexuales, el precio que podemos pagar por cuestionar los derechos y garantías conquistadas por las luchas del pasado es demasiado alto.

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