LA REVUELTA DE LOS TRACTORES
JACOBIN
En Francia, los
agricultores en huelga conducen sus tractores hacia París y los medios de
comunicación hablan de una revuelta rural. Pero la etiqueta oculta el contenido
de clase del conflicto, que opone a pequeños y grandes productores
Estamos de rodillas», «Campesinos en revuelta», «Todo está patas arriba», «Queremos alimentar a la gente, no morir de hambre». El otoño pasado, este tipo de pancartas siguieron apareciendo por toda la Francia rural, especialmente a lo largo de las principales carreteras del país. Pero en los últimos días, las acciones de los agricultores se han intensificado, con un llamamiento a bloquear París el viernes pasado.
Las raíces de la
ira de los agricultores son profundas: su incapacidad para llegar a fin de mes,
su exasperación con la burocracia, su rechazo a los acuerdos de libre comercio
y, a veces, su oposición a normas medioambientales consideradas excesivamente
restrictivas. Pero mientras las asociaciones oficiales de la agroindustria
FNSEA (Federación Nacional de Sindicatos de Agricultores) y Jeunes Agriculteurs
intentan imponer su dirección al movimiento, este parece escapar a sus garras.
Las protestas son una oportunidad para señalar por fin la hipocresía de estas
asociaciones, que pretenden defender a los agricultores encerrándolos en un
modelo fracasado.
De la queja a la revuelta
Desde los últimos
meses del año pasado los agricultores venían desplegando su ya habitual abanico
de acciones en pequeñas ciudades y pueblos de toda Francia: procesiones de
tractores, vertido de estiércol frente a edificios oficiales y demás acciones
de boicot, que incluyeron por ejemplo el lanzamiento de huevos a supermercados
acusados de obtener beneficios excesivos. Sin embargo, los medios de comunicación
nacionales dieron poca cobertura a estas protestas. Aunque seguramente su
interés estaba ocupado de otro mod, el hecho de que París no se viera afectada
por ninguna manifestación, unifo a cierto desprecio por los «pueblerinos», sin
duda explica en parte esta falta de atención.
En estas últimas
semanas, sin embargo, acciones más intensas y espectaculares, con bloqueos de
carreteras y autopistas que se extienden desde el suroeste por toda Francia,
han contribuido a llamar la atención sobre las protestas. Estos modos de
acción, que recuerdan a los de los gilets jaunes, preocupan cada vez más a las
autoridades. Algunos manifestantes destacados, como el ganadero (no sindicado)
Jérôme Bayle, han amenazado con boicotear el Salón Internacional de la Agricultura
de París. El gobierno teme que los bloqueos a gran escala vistos en otros
lugares de Europa puedan ser imitados en Francia y está intentando apagar el
fuego enviando a ministros y funcionarios locales a reunirse con los
agricultores, pero hasta ahora no ha tenido éxito.
El afán negociador
del gobierno de Emmanuel Macron contrasta con su enfoque habitual hacia los
movimientos sociales, que consiste en demonizarlos y reprimirlos. Esto es
sorprendente, dado que las acciones de los agricultores a veces toman un cariz
violento, como cuando se lanzaron proyectiles contra agentes de policía en
Saint-Brieuc el 6 de diciembre, o cuando el Comité d’Action Viticole reivindicó
la explosión de un edificio vacío de la DREAL (Dirección Regional de Medio
Ambiente, Ordenación del Territorio y Vivienda) en Carcasona el 19 de enero. Se
ha generalizado el vertido de estiércol y residuos agrícolas en las
prefecturas, las oficinas locales del ministerio del Interior.
Normalmente, ante
las protestas, los medios de comunicación se apresuran a denunciar el menor
incendio de cubos de basura o barricada levantada con bicicletas. Sin embargo,
esta vez se muestran mucho más conciliadores. La doble víctima mortal de
Ariège, donde un agricultor y su hija fueron atropellados por un coche en una
barricada, también podría haber servido de argumento para que el gobierno
pidiera el levantamiento de los bloqueos. En lugar de eso, el ministro del
Interior, Gérald Darmanin, pide «gran moderación» a las fuerzas del orden, que
solo deben ser enviadas «como último recurso».
Sin represión (por ahora)
Aunque este trato
pueda sorprender, puede entenderse a la luz de varios factores: la imagen
pública de los agricultores, las características particulares de este grupo
social y la simbiosis entre FNSEA y el gobierno
En primer lugar,
los agricultores —encarnación de una Francia rural trabajadora, de evidente
utilidad para la sociedad— gozan de una considerable simpatía pública. Una
encuesta del 23 de enero sitúa el apoyo a este movimiento en el 82%, 10 puntos
más que los gilets jaunes al comienzo de su movilización. Del mismo modo,
aunque el número de agricultores ha disminuido considerablemente en las últimas
décadas (hoy son unos 400.000), su voto sigue siendo muy codiciado en todo el
espectro político, aunque solo sea para evitar aparecer como cosmopolitas
desconectados del resto del país.
En segundo lugar,
los agricultores son un grupo difícil de reprimir. Cuando las manifestaciones
tienen lugar en el campo, los gendarmes y los agricultores suelen conocerse, lo
que hace menos probable la confrontación. Los enfrentamientos también serían
complicados: el imponente tamaño de los tractores y el hecho de que sea difícil
acceder a sus cabinas protegen a los agricultores de una posible represión.
Además, muchos agricultores son también cazadores y, por tanto, van armados.
Por último, el
gobierno mantiene muy buenas relaciones con los dos grandes sindicatos de
agricultores. La FNSEA y el movimiento Jeunes Agriculteurs obtuvieron juntos el
55% de los votos en las elecciones de 2019 a las Cámaras de Agricultura del
país, que representan a los productores. Su visión de la producción intensiva y
orientada a la exportación coincide plenamente con la del gobierno de Macron,
que quiere que la agricultura esté cada vez más mecanizada, robotizada y
digitalizada para impulsar la productividad.
El apoyo del
presidente de la FNSEA a Macron durante la primera reforma de las pensiones en
2019 y la creación de la célula Demeter —una unidad de inteligencia de los
gendarmes dedicada a perseguir a los activistas ecologistas opuestos a la
agroindustria— dan fe de ello. Por tanto, cuando la FNSEA y Jeunes Agriculteurs
llaman a los agricultores a movilizarse, es solo para reforzar mejor su
posición negociadora con el gobierno.
Las raíces de la ira
Cuando comenzaron
las protestas hacia fines de 2023, los dos sindicatos buscaban especialmente
concesiones del gobierno sobre una proyectada Ley de Orientación Agrícola, y de
Unión Europea (UE) para el Pacto Verde y la Ley de Restauración de la
Naturaleza. En el fondo, la FNSEA y Jeuns Agriculteurs esperan reforzar su
propio poder sobre la comunidad agrícola francesa. Sin embargo, si esto pudo
funcionar en aquel momento, el movimiento actual parece escapar a su control.
Todos los agricultores
dicen lo mismo: es extremadamente difícil vivir del propio trabajo, pese a
trabajar incansablemente todos los días. Aunque los precios de los alimentos se
han disparado estos dos últimos años, esta ganancia inesperada sigue siendo
acaparada por industriales, supermercados y comerciantes que especulan con los
precios agrícolas: entre fines de 2021 y el segundo trimestre de 2023, el
margen bruto de la industria alimenticia pasó del 28% al 48%.
Mientras tanto,
muchos agricultores venden sus productos a pérdida. Esto es especialmente
cierto en el caso de la leche, donde la industria, dominada por unos pocos
grandes actores, se niega a revelar sus márgenes. El chanchullo también se
organiza aguas arriba, con unos pocos grandes proveedores de productos fitosanitarios,
fertilizantes, semillas y equipos agrícolas. Últimamente los precios han
escalado debido a factores externos, como la guerra de Ucrania, pero también
por puro afán de lucro.
Así pues, los
agricultores dependen del goteo de subvenciones: ayudas a la inversión, ayudas
a la renta de la Política Agrícola Común (PAC) de la UE basadas en el número de
hectáreas cultivadas o en el tamaño del rebaño, ayudas para pasar a la
agricultura biológica, para mantener los setos… Hay algo para casi todo, aunque
hay que rellenar una montaña de formularios para obtener el beneficio y luego
esperar que la administración lo tramite a tiempo. Pero años de austeridad y
procedimientos cada vez más complejos han hecho que la burocracia sea incapaz
de cumplir con sus obligaciones y los agricultores a gran escala son a menudo
los únicos que se benefician de las subvenciones. Es fácil ver por qué los
edificios administrativos están en el punto de mira.
En un momento en
que la ecuación económica ya es insostenible para los pequeños agricultores,
una nueva ola de libre comercio se abate sobre ellos. Tras la competencia de
España en frutas y verduras, y de los productores de carne de cerdo alemanes y
polacos, ahora se enfrentan a la competencia de Nueva Zelanda, con la que la UE
acaba de firmar un acuerdo de libre comercio. En medio de una emergencia
ecológica, importar carne y leche de oveja del otro lado del planeta constituye
una curiosa prioridad.
La UE también está
ultimando los pasos para eliminar las barreras aduaneras con el Mercosur.
Frente a las granjas industriales de Brasil y Argentina, que cultivan soja y
carne de vacuno en vastas extensiones, está claro que nadie —excepto los
mayores actores franceses— puede competir. El hecho de que estos países
utilicen antibióticos, hormonas de crecimiento, pesticidas y todo tipo de
productos prohibidos en Europa está vagamente reconocido por la Comisión
Europea, que señala «cláusulas espejo» en el acuerdo, pero sin concretar nada.
Por último, la UE está acelerando constantemente la integración de Ucrania,
cuyos productos han invadido los mercados centroeuropeos en detrimento de los
agricultores polacos y húngaros.
¿Antiambientalistas?
Sin embargo, aunque
estos motivos de enfado son comunes entre los agricultores, no son el núcleo de
las reivindicaciones de la FNSEA y Jeunes Agriculteurs. En su lugar, los dos
sindicatos dirigen principalmente su oposición contra las medidas destinadas a
la transición del sector hacia métodos de producción más ecológicos. En
concreto, denuncian una subida de los impuestos sobre los pesticidas y una tasa
sobre el agua de riego. Destinados a financiar el Plan Hidrológico del gobierno
y a reducir la pulverización de pesticidas para preservar este recurso cada vez
más escaso, estos dos impuestos se abandonaron en diciembre. El fin gradual de
la exención fiscal sobre el combustible utilizado por la maquinaria agrícola
también es objeto de críticas, aunque la FNSEA tiene algunas dificultades en
este frente: en un acuerdo con el gobierno este veran, aceptó este aumento a
cambio de una reforma de la fiscalidad de las plusvalías agrícolas, en
beneficio de los agricultores con mayores ingresos.
Además de los
impuestos, la FNSEA y JA se oponen especialmente a las nuevas normas
medioambientales de la UE, como la estrategia europea «de la granja a la mesa»
y el «Pacto Verde». La primera pretende garantizar que el 25% de las tierras de
cultivo sean ecológicas para 2030, mientras que el segundo plan ya ha sido en
gran parte desmantelado. Para el jefe de la FNSEA, Arnaud Rousseau, esta
transición —aunque tímida— a la agroecología significa «decrecer la
agricultura», dejándola incapaz de satisfacer las necesidades alimentarias de
Francia. Agitando los temores de escasez, la FNSEA espera desbaratar los
limitados intentos de reconvertir el sector hacia planteamientos más
sostenibles. En su opinión, la solución a los problemas de productividad que
plantean el agotamiento del suelo, el cambio climático, el aumento de las
epidemias y la crisis de la biodiversidad reside únicamente en el progreso
técnico, ya sea en forma de drones, digitalización, mega-granjas, robotización
u organismos genéticamente modificados.
El flagrante
desprecio del mayor sindicato de agricultores por el medio ambiente no es, sin
embargo, representativo de las perspectivas de todos los agricultores. En
primera línea de los efectos del calentamiento global, primeras víctimas de los
pesticidas y testigos del agotamiento de la tierra y la escasez de agua, muchos
apoyan un cambio de modelo. Pero aunque la transición a la producción ecológica
lleva años y los préstamos que hay que devolver son a menudo considerables,
ninguna transición es posible sin una ayuda sustancial del gobierno.
Sin embargo, las
ayudas para la transición —y el mantenimiento— de la agricultura ecológica son
notoriamente insuficientes, y rara vez se pagan a tiempo. Además, el mercado
ecológico se redujo de hecho un 4,6% en 2022, una tendencia que continuó en
2023. Excesivamente caros —debido en parte a los márgenes comerciales de los supermercados—,
estos productos son cada vez más rechazados por los consumidores afectados por
la inflación.
Más allá del sector
ecológico, los llamamientos en favor de una mayor agroecología no van
acompañados de recursos suficientes. Un ejemplo de ello es la movilización que
tuvo lugar en Bretaña el pasado otoño (encabezada por la Confederación de
Agricultores y los Centros de Innovación para la Valorización de la Agricultura
y las Zonas Rurales) para pedir más fondos dedicados a medidas agroecológicas y
climáticas que animen a los ganaderos a dedicar una mayor parte de sus
explotaciones a pastizales. A muchos ganaderos les gustaría adoptar prácticas
más respetuosas con el medio ambiente y con el bienestar de los animales, pero
sencillamente no tienen medios para hacerlo.
En lugar de
combinar el necesario cambio ecológico de la agricultura con las medidas
necesarias para hacerlo realidad (proteccionismo y mayores salarios para los
agricultores), la FNSEA, y en menor medida los Jeunes Agriculteurs, rechazan de
plano esta transición. Esto no debería sorprender: a pesar de pretender
representar a todos los agricultores, la FNSEA solo defiende a los más ricos.
Los salarios de los dirigentes del sindicato, revelados en 2020 por Mediapart,
expresan esta desconexión con los productores de a pie: el entonces director
general cobraba 13.400 euros brutos al mes, más que el ministro de Agricultura,
mientras que el antiguo presidente, que solo trabajaba tres días a la semana,
recibía en un mes tanto como el agricultor medio al año.
El perfil del
actual presidente de la FNSEA ilustra bien los intereses que defiende.
Diplomado en Ciencias Empresariales, Arnaud Rousseau comenzó su carrera en el
comercio de materias primas, es decir, en la especulación. Después se hizo cargo
de la explotación cerealista familiar de 700 hectáreas, encarnación perfecta de
la agricultura de producción intensiva atiborrada de subvenciones europeas. Más
allá de su granja, Rousseau también es director general de una empresa de
metanización, director del grupo Saipol, el principal transformador de semillas
en aceites de Francia, y presidente de Sofiprotéol, una empresa que ofrece
créditos a los agricultores, y de una docena de empresas más. Y lo que es más
importante, es director general de Avril, un enorme consorcio industrial. En
2022, las ventas de este monstruo agroalimentario y de los agrocombustibles
habían alcanzado unos 9.000 millones de euros.
Jefe de un grupo
agroindustrial que gana dinero a costa de los agricultores, promotor del
endeudamiento de los agricultores y antiguo comerciante de materias primas,
Rousseau tiene intereses en casi todos los sectores responsables de la muerte
de la agricultura francesa. No es de extrañar, por tanto, que la FNSEA se
contente con emitir escuetas declaraciones contra los acuerdos de libre
comercio sin llamar a la movilización para derrotarlos, o que defienda
ardientemente una Política Agrícola Común de la UE que solo beneficia a las
mayores corporaciones. Lo mismo puede decirse de la defensa que hace la FNSEA
de los embalses de agua de las «megacuencas»: presentadas como solución a la
sequía generalizada, estas cuencas benefician a los mayores agricultores, que
se niegan a cambiar sus métodos y quitan agua a los más pequeños para producir
alimentos a menudo destinados a la exportación.
¿Y ahora qué?
Normalmente, la
venta de su base por la FNSEA y Jeunes Agriculteurs suscita poca respuesta
real. Esta vez, sin embargo, parece que sus intentos de controlar el movimiento
están fracasando. En Toulouse, un representante sindical que invitaba a los
agricultores a irse a casa y dejar que su sindicato negociara en su nombre fue
fuertemente abuchead. La acción en una fábrica de leche de Lactalis en
Haute-Saône —bloqueada con estiércol y basura— es de un tipo que la FNSEA
probablemente nunca habría apoyad. En general, los agricultores que protestan
prefieren no hacer alarde de su afiliación sindical —cuando la tienen— y evitan
que los políticos los coopten.
Entonces, ¿qué
respuestas políticas ha habido? La línea del gobierno no está clara y su
historial en siete años en el poder no es como para presumir. Sin embargo, es
probable que los macronistas acaben llegando a un acuerdo con la FNSEA sobre la
ayuda de emergencia y la abolición de las normas medioambientales con la
esperanza de calmar la ira. Si son necesarios cambios legislativos, esto no
debería plantearle demasiados problemas: los republicanos conservadores,
formalmente un partido de la oposición y sin embargo también aliados oficiosos
del gobierno, están totalmente alineados con las demandas de la FNSEA.
La Rassemblement
National de Marine Le Pen es más crítica con la FNSEA, pero hace suyos la
mayoría de sus argumentos de fondo. La única diferencia notable es la cuestión
del libre comercio, a la que la extrema derecha se opone firmemente. Esto
acerca a Le Pen a la Coordination Rurale, sindicato agrícola que defiende desde
hace tiempo el «excepcionalismo agrícola» en el contexto de la globalización.
Aunque es evidente que Le Pen y compañía intentan cooptar el movimiento y
apuntar directamente a la UE en sus críticas (con la esperanza de aumentar su
puntuación en las elecciones europeas de junio), no tienen prácticamente nada
que proponer en materia de regulación de precios, reforma de la Política
Agrícola Común, rentas agrarias o medio ambiente.
La respuesta de la izquierda
La izquierda se
encuentra en una situación muy parecida a la de la Confederación de
Agricultores, que encarna este campo político entre los sindicatos agrícolas.
Aunque las protestas de los agricultores se hacen eco de muchas de las
advertencias lanzadas por la Confederación a lo largo de los años (denuncia de
los tratados de libre comercio, de la insensatez de la liberalización de los
mercados y del fin de las cuotas de producción, de la injusticia de las
subvenciones, de la imposibilidad de ecologizar la agricultura sin apoyo
financiero, de la adaptación de las normas a las condiciones reales de las
pequeñas explotaciones, etc.), esto no se traduce necesariamente en un apoyo a
las propuestas del sindicato. Para la izquierda, el reto actual es reparar su
imagen entre los agricultores oponiéndose al discurso del «ataque a la
agricultura» o de la «bohemia burguesa» vegana, citadina y hostigadora.
Las recientes
intervenciones de diputados de izquierdas ofrecen la esperanza de romper con
esta imagen. François Ruffin, Mathilde Hignet (ella misma antigua trabajadora
agrícola) y Christophe Bex, de France Insoumise, así como la diputada verde
Marie Pochon (hija de viticultores), han culpado claramente a los verdaderos
adversarios del mundo agrícola: los minoristas, los industriales
agroalimentarios, las granjas industriales en el extranjero y la FNSEA.
A estos
legisladores no les han faltado propuestas, desde la fijación de precios
mínimos hasta el control de los márgenes, pasando por medidas proteccionistas,
una revisión para simplificar las subvenciones y apoyar un modelo más
ecológico, y una revisión de los criterios de licitación para que los comedores
del sector público favorezcan a los productos franceses. El 30 de noviembre,
France Insoumise propuso la introducción de un precio mínimo para los productos
agrícolas, que fue rechazada en el parlamento por solo seis votos. A más largo
plazo, la introducción de un sistema de seguridad social para la alimentación
—una reivindicación que está calando hondo en la izquierda y de la que cada vez
hay más experimentos locales— podría proporcionar un nuevo marco para una
verdadera desmercantilización de la agricultura.
Es cierto que esto
puede parecer muy lejano. Es probable que el movimiento actual acabe remitiendo
ante la fatiga de la gente movilizada en pleno invierno, la necesidad de
mantener las explotaciones en funcionamiento para devolver los préstamos y el
probable acuerdo entre la FNSEA, los Jeunes Agriculteurs y el gobierno para
calmar a la multitud. El hecho de que este movimiento siga limitado a un sector
no augura nada bueno para su resistencia. Pero ya ha reabierto debates
cruciales sobre el abastecimiento alimentario, la globalización, el trabajo y
la muy desigual distribución del valor. Al hacerlo, ha roto el marco neoliberal
en el que la FNSEA quiere confinar todo debate político sobre la agricultura.
Esto es en sí mismo una victoria.
[*] El artículo
anterior fue publicado originalmente en Le Vent Se Lève.
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